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sábado, 22 de noviembre de 2014

Donde muerde la angustia ( Acerca de "El horla" de Guy de Maupassant ). Rolando Ugena


    

Baruch Spinoza decía: “La palabra perro no ladra”.
Me permito agregar: no ladra, pero puede morder.


       “¿De dónde vienen esas misteriosas influencias que trasforman nuestro bienestar en desaliento y nuestra confianza en angustia?... sensación de un peligro... de una desgracia inminente o de la muerte que se aproxima, el presentimiento... de un mal aún desconocido que germina en la carne y en la sangre... el pulso acelerado, los ojos inflamados y los nervios alterados... se aproxima la noche, me invade una inexplicable inquietud, como si la noche ocultase una terrible amenaza... la opresión de un temor confuso e irresistible... tengo miedo... ¿de qué?...”.
       Así escribe Guy de Maupassant en su cuento “El horla” (1). 
Maupassant

        Aprisionado en el campo de una tensión insoportable, anclado a lo inquietante, a lo innombrable, al presagio, continúa: “... espero el sueño como si esperase al verdugo... espero su llegada con espanto; mi corazón late intensamente y mis piernas se estremecen; todo mi cuerpo tiembla... Después de esa crisis, que se repite todas las noches, duermo por fin tranquilamente hasta el amanecer...Nada ha sucedido... pero tengo miedo... ¿qué sucederá mañana?...”.
       Crisis de ese afecto que habita una posición inigualable entre los demás estados afectivos, angustia intolerable en la que todo el cuerpo tiembla, huracán desbocado que despierta y atormenta a un cuerpo que, como en el cuento, amenaza con ser todo y dejar sin lugar a un sujeto que espera algo que no puede nombrar. Crisis que con mayor o menor intensidad observamos en nuestro trabajo cotidiano, en esos individuos para los cuales todo acontecimiento se convierte en fuente de angustia, y viven en un perpetuo estado de sobresalto, de agitación, donde se puede apreciar hasta que punto el yo es el cuerpo y el crudo testimonio de que no es dueño en su propia casa.
       En esa obra, dramáticamente autobiográfica, Maupassant despliega algo que requiere ser situado sin reservas, en los territorios del no reconocimiento de la imagen especular. Esa imagen, desamarrada del espejo, se ha convertido en la de un doble autónomo, que es germen de terror y de angustia, emblema extraño e invisible de la dependencia del sujeto: “Alguien... me mira, me toca, sube sobre la cama, se arrodilla sobre mi pecho y tomando mi cuello entre sus manos aprieta... para estrangularme... Trato de defenderme... quiero gritar y no puedo... trato de liberarme, de rechazar ese ser que me aplasta y me asfixia, ¡pero no puedo!... Anoche sentí que... con su boca sobre la mía, bebía mi vida... con la misma avidez que una sanguijuela...”.
       Un Otro sí-mismo que apareciéndose incluso en la vida cotidiana, lo deja estupefacto absorbiendo el agua y la leche de su mesa de noche, que lo mira desde un fuera del espacio (2) que es también fuera del tiempo y fuera de toda duda, en una espantosa certidumbre que lo paraliza y lo deja sin palabra, invadiéndolo al punto de devastar en él toda oportunidad de desear: “he tratado de partir, pero no he podido. He intentado realizar ese acto... y no he podido... ya no tengo iniciativa; pero alguien lo hace por mí, y yo obedezco... De pronto... tuve la certeza de que... estaba allí rozándome la oreja... ¡y sin embargo no me vi en el espejo!...¡Mi imagen no aparecía y yo estaba frente a él! ...él estaba allí... con su cuerpo imperceptible que me impedía reflejarme en el espejo...”.
       Colocado ante lo que se presenta como la elección irreductible del “o yo o el otro”, se palpará el advenimiento de la tentativa suicida: “...a veces el animal se rebela y mata a quien lo domestica... yo podría hacer lo mismo... pero primero hay que conocerlo, tocarlo y verlo. Lo mataré... estrangularlo, aplastarlo, morderlo y despedazarlo...”. Desposeído de la relación con el Otro, la última frase del cuento remacha: “no hay duda... ( el horla) no ha muerto... entonces tendré que suicidarme...”.
       Esa vacilación en la estructura del sujeto, que tanto en la alucinación del dedo cortado del Hombre de los Lobos o en la experiencia del Horla, no tiene en sí mismo un valor diagnóstico categórico, anoticia de una amenaza que brota en la frontera de lo real, y lanza al intento de apresar esa imagen capturada por el otro. El propio Maupassant da testimonio de ello, ya que soportó, poco a poco, en los últimos años de su vida, tal despersonalización, con intento de suicidio incluido. 
       Es que a menos que pudiera lograrse cierta elaboración de esa angustia, permitiendo atenuar algo de la eficacia del ideal, mediante algún trabajo de duelo, en el intento del sujeto de deshacerse de ese juego identificatorio en el cual se ve captado por una imagen extraña y suya a la vez, lo que surgirá es la agresividad.
       Trampa de la fascinación del doble, en la que arden las llamas de la hoguera del goce, sea en la literatura fantástica, sea en el planeta del sueño, como también, en el lazo social. Porque esa agresividad, constitutiva de la organización del yo, en sí misma paranoica, que reactiva fuerzas primitivas que la civilización y el individuo a menudo refieren querer superar, es la que a su vez alimenta,  el lazo social.
       Que no la hubiera, entrañaría que el Otro nos deja llamativamente en paz, que no quiere nada de nosotros, que no tenemos nada que consagrarle a su deseo. Pero como dice el proverbio chino: "Cuando un solo perro ladra a una sombra, diez mil perros hacen de ella una realidad".
       Por eso, si la palabra perro no ladra puede sin embargo morder, desgarrar como lo hace la angustia.
octubre de 2007
Notas

(1) Horla es el nombre de un globo aerostático, en el cual Guy de Maupassant realizó una ascensión en el verano de 1888.
(2) Lacan, en la clase del 23 de enero de 1963 de su seminario “La angustia” juega con la homofonía entre Horla y Hors là (fuera allá).

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