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miércoles, 19 de noviembre de 2014

El malestar suicida: ¿llamado al Otro?. Rolando Ugena


                La historia de los hombres es una colección de soluciones groseras,  todas nuestras opiniones, la mayor parte de nuestros juicios, el mayor número de nuestros actos son puros recursos extremos…
 Paul Valery[1]
Paul Valery

En la cultura de Occidente, las descripciones de los suicidios[2] suelen oscilar entre dos polos extremos, claramente antagónicos: por un lado, aquellos ejecutados con plena lucidez, voluntariamente, después de una sesuda reflexión en la que la necesidad de morir es invocada y predomina ante los motivos para vivir, y por otro lado, aquellos en los que alguien se entrega a la muerte sin pensar como producto del desasosiego, la confusión o de pasiones insensatas.

          Entre ambos extremos queda, claro está, un amplio espacio para formas combinadas, casos menos puros en los que cordura y sinrazón se mezclan y se entraman sin que se haga posible deslindarlas.

Tal vez por eso, en el intento de iluminar el sinsentido, de opacar el brillo perturbador del suicidio se tejen numerosos mitos, fábulas, relatos para explicar una enigmática condena de muerte impuesta contra sí mismo. Teorías, que intentan explicar algo que en general permanecerá inexplicable, pero cuyos efectos marcarán la memoria de los sobrevivientes. Especialmente, cuando el suicida no deja ninguna señal, inmortalizándose en la recuerdo de los otros, por las huellas indestructibles de su accionar. Entonces, el misterio se abre como una incógnita inquietante donde las justificaciones  proliferan, el saber se torna impotente y el enigma se agiganta[3].

No sólo porque seguramente los suicidios muy rara vez pueden imputarse a una causa única, sino que en esa búsqueda de un motivo, un argumento, una clave inevitablemente se encuentran muchas. 
Séneca

Esa salida trágica ha sido interrogada, examinada y reprobada por la religión, la moral, la literatura y la filosofía desde el fondo de los tiempos. Apenas iniciada la era cristiana, alrededor del año 55, Séneca escribía: “¿Qué cosa tan ridícula como apetecer la muerte cuando por temor de la muerte te inquietaste la vida?... algunos, por aprensión de la muerte, se ven obligados a morir” y con firmeza aconsejaba fortalecer el espíritu “para sobrellevar la vida o la muerte; pues  para cada uno de estos dos extremos necesitamos consejo y firmeza, para no amar demasiado a la vida ni aborrecerla demasiado”.[4]
Sto. Tomás de Aquino
 

Mil doscientos años después Santo Tomás de Aquino, Doctor de la Iglesia, citando a San Agustín afirmaba en sus Escritos Catequísticos: "Quien se mata a sí mismo, mata sin duda a un hombre. Por tanto, si está prohibido matar a un hombre sin mandato de Dios, igualmente lo está suicidarse, a no ser por una orden de esta clase o por inspiración del Espíritu Santo”, y continuaba: “Cuando alguien se suicida o atenta suicidio, comete pecado mortal, y por ello mata también su alma. Si se sigue la muerte, a no ser que hubiere dado alguna señal de arrepentimiento, debe ser privado de su sepultura eclesiástica. Si no muere, el Derecho Canónico establece otras penas”.[5]
Diderot


Cinco siglos más tarde, Diderot ubicaba al suicidio como “una acción absolutamente contraria a la ley de la naturaleza”, ya que “el hombre no es de ningún modo el maestro de su vida…Tiene la vida de su Creador; es una especie de consignación que le han confiado. Sólo le corresponde al Creador retirar su depósito cuando lo encuentre conveniente. Así, el hombre no tiene derecho de hacer lo que quiera, y todavía menos aún de destruir su vida”, y culminaba su exposición diciendo:  “No vivimos en el mundo únicamente para nosotros mismos. Estamos en una ligazón estrecha con los otros hombres…es violar los deberes de la sociedad, dejar la vida antes de tiempo”[6].
Arhur Schopenhauer

Por último en esta breve recorrida, Arthur Schopenhauer preguntándose si resulta condenable el suicidio, escribía: “es manifiesto que nada hay en el mundo sobre lo cual tenga cada uno un derecho tan indiscutible como sobre su propia persona y vida…¿Quién no ha tenido conocidos, amigos, parientes que han abandonado este mundo por su propia voluntad? ¿Y debiéramos, acaso, pensar en ellos, con aversión, como si fueran  criminales? Nego ac pernego (Una y mil veces lo niego) ”.[7]      
Emile Durkheim


La irrupción del positivismo científico, nos trajo a los pioneros de la sociología, la antropología y la demografía que se precipitaron sobre el fenómeno e hicieron de él un verdadero objeto de estudio, dedicando numerosos trabajos entre los cuáles sobresale el de Emile Durkheim, quien en una ya clásica tesis sociológica,  “El suicidio[8] lo define como "todo caso de muerte que resulta directa o indirectamente de un acto positivo o negativo realizado por la víctima misma, y que, según ella sabía, debía producir este resultado".

Considerándolo como un indicador del malestar social del período industrial, planteaba Durkheim que los suicidios son fenómenos individuales que responden a causas esencialmente sociales. Entiende que hay en la sociedad corrientes suicidógenas, originadas no en el individuo sino en la colectividad, que son su causa. Esas corrientes no se expresan en cualquiera sino que debe haber una predisposición psicológica, que a su vez está determinada por las circunstancias sociales. Así, las causas reales del suicidio son fuerzas que varían según las sociedades y las religiones y que emanan del grupo y no de los individuos considerados por separado, siendo el suicidio una especie de parámetro para juzgar la salud o el equilibrio de una sociedad.

Si bien la posición de Durkheim plantea una ruptura con el pensamiento de su época, al demostrar que el fenómeno no depende de la herencia, ni la raza, ni de alguna degeneración moral, su enfoque no alcanza a dar cuenta de una dimensión esencial del problema, presente en todas las formas de muerte voluntaria, el aspecto psíquico del acto, que es el deseo de muerte.
S. Freud

Será un contemporáneo de Durkheim, Sigmund Freud, quien a partir de la hipótesis de lo inconsciente, habrá de aportar una nueva e imprescindible vía de acercamiento a las razones por las que alguien se quita la vida, las cuáles son al mismo tiempo tan obvias como profundamente oscuras.

Mucho antes de postular el concepto de pulsión de muerte y de teorizar acerca del narcisismo, el duelo y la melancolía, Freud se interesó por la cuestión del suicidio, abordada muy a menudo en las famosas reuniones de los miércoles.

Desde el comienzo, distingue lo que llama “impulso al suicidio” en los neuróticos, de la especificidad del suicidio melancólico. En Totem y tabú[9], por ejemplo ubica ese impulso como un castigo, por los deseos de muerte orientados hacia otras personas.

Años después, en su trabajo “Duelo y melancolía",[10] lo presenta como una forma de autocastigo, un deseo de muerte dirigido contra otro que se vuelve contra el Yo, el que se extermina para eliminar a un objeto amado y odiado, con el cual previamente se había identificado.

Posteriormente en El yo y el ello,[11] señaló incluso la siguiente paradoja: “Es digno de notarse que, por oposición a lo que ocurre en la melancolía, el neurótico obsesivo nunca llega a darse muerte; es como inmune al peligro de suicidio, está mucho mejor protegido contra él que el histérico. Lo comprendemos: es la conservación del objeto lo que garantiza la seguridad del yo...” .  Pero por supuesto, la “solución” no es gratuita: la liberación de la pulsión de destrucción y la sustitución del amor por el odio, tienen como corolario tanto el interminable automartirio como la mortificación sistemática del objeto, “toda vez que se encuentre a tiro”.

En una de sus últimas producciones, Esquema del psicoanálisis[12], volvería sobre el asunto: “Entre los neuróticos hay personas en quienes…la pulsión de autoconservación ha experimentado…un trastorno. Parecen no perseguir otra cosa que dañarse y destruirse a sí mismos. Quizá pertenezcan también a este grupo las personas que al fin perpetran realmente el suicidio. Suponemos que en ellas han sobrevenido vastas desmezclas de pulsión…se han liberado cantidades hipertróficas de la pulsión de destrucción vuelta hacia adentro. Tales pacientes no pueden tolerar ser restablecidos por nuestro tratamiento, lo contrarían por todos los medios. Pero, lo confesamos, este es un caso que todavía no se ha conseguido esclarecer del todo”.

Confesión que anticipa el concepto de reacción terapéutica negativa y también implica un alegato: primero, de que abordamos un campo recortado y parcial en el cuál no es ético intentar dar sentido a lo imposible de interpretar y además, que cuando alguien realmente quiere darse muerte, será difícil tarea impedírselo.

Pero como ocurre con frecuencia en la producción freudiana, lo inquietante de su construcción brota allí donde no se lo espera. Ya en Psicopatología de la vida cotidiana[13] había adelantado lo que hoy es casi lugar común: “…Es sabido que en casos graves de psiconeurosis suelen aparecer, como síntomas patológicos, unas lesiones autoinferidas, y nunca se puede excluir que un suicidio sea el desenlace del conflicto psíquico… muchos daños en apariencia casuales sufridos por estos enfermos son en verdad lesiones que ellos mismos se infligieron….”.

Movida teórica que pone en jaque cualquier estadística aplicada, y que en “Consideraciones de actualidad sobre la guerra y la muerte[14] es planteada aplastantemente: “Nuestro inconsciente asesina, en efecto, incluso por pequeñeces”.

Así, en la obra freudiana, no hay suicidio sino suicidios[15]; cada uno en su singularidad sorprendente, inquietante e impredecible, originado en diversas y complejas estructuras. Frente a lo que se tiende a suponer, a imaginar como Durkheim, que la víctima sabe lo que hace, Freud introdujo el desconocimiento radical del sujeto respecto  de un acto que, más que loco es la actualización de la pulsión de muerte.

Ese camino será retomado y sus consecuencias desplegadas con rigor, por la relectura que de Freud realizó Jacques Lacan, introduciendo una distinción fundamental entre acting – out y pasaje al acto.

Pese a que ambos son variantes de la acción que tienen por función conformar una pantalla ante la angustia, la estructura y significación son distintas.[16]

En el acting out, si bien a veces se trata de series de comportamientos  reiterados (tanto que puede decirse que hay sujetos que pasan su vida haciendo acting), algo acontece de modo ingobernable, un rapto de locura destinado a sortear una angustia excesivamente violenta, luego del cual el sujeto suele decir “no sé por qué lo hice, fue un arrebato, un impulso…”, lo que pone de manifiesto que tiene para él una significación opaca que lo sorprende y se le impone sin anticipación.

Una puesta en escena, tanto del rechazo de lo que podría ser el decir angustiante del otro, como del develamiento de lo que el otro no escucha; escena para que el Otro pueda, en el mejor de los casos, leer entre líneas; una mostración que pide por la interpretación de manera aún más imperiosa que el síntoma, una demanda sostenida por una trasferencia salvaje, que intenta relanzar la cadena hacia el Otro.

Para Lacan implica un fallo puntual, localizado de la Bejahung, la afirmación primordial que posibilita el orden simbólico y la palabra; un fallo que puede ser reversible, transitorio que apunta a la reinserción del sujeto en la cadena de lo Simbólico[17].

          En el pasaje al acto, en cambio, no hay mostración ni articulación de un mensaje al Otro; no se dirige a nadie y no espera ninguna interpretación. El sujeto salta, abandona la escena y sobreviene una detención de la cadena. Es que el fin en sí mismo del pasaje al acto es detener la cadena, sin relanzamiento, aunque no necesariamente por la vía del suicidio.

Un momento de concluir que se precipita irreversiblemente, sin vuelta; es la expulsión del sujeto, la Ausstossung, que en muchos casos parece suceder por accidente, al modo de un cortocircuito que irrumpe quebrando un aparente estado de tranquilidad en el cual cesaron los tormentos, los auto-reproches y las auto-injurias, y de repente una caída en la escalera, un resbalón en la bañera, un actuar impulsivo inconsciente y sobreviene la eyección fuera de la escena.

 A diferencia del acting out en el cual la imagen especular está preservada y hay dominancia de lo Simbólico, en el pasaje al acto hay fallo de lo imaginario, y entonces imposibilidad de simbolización. El objeto a aparece en bruto, empujando a la identificación absoluta, la defenestración y la caída en lo Real. Un triunfo de la pulsión de muerte y del odio, pagando un precio siempre demasiado alto para sostener el rechazo a la castración.

La distinción entre acting-out y pasaje al acto, no resulta entonces una mera disquisición teórica. Por el contrario, puede servir de importante sustrato conceptual para pensar no sólo la oscura cuestión del suicidio efectivo, sino también la de un fenómeno bastante nuevo, que sí aparece con la modernidad, y que tal vez incluso ha aumentado en la últimas décadas:  el intento de suicidio.

¿A qué se debe ese aumento en dar la impresión de matarse sin hacerlo realmente? ¿ se trata de darse una oportunidad, de  ejercer presión, de pedir ayuda si es preciso recurriendo inclusive al chantaje? ¿un medio de llamar la atención, como se dice habitualmente, que en la medida de su fracaso desencadena nuevos intentos?

En principio, aparece como un llamado, un signo de alguien que aún sin haber obrado con pleno conocimiento de causa espera una respuesta, aunque no deje de quedar marcado por su acto.

En el seminario “Las formaciones del inconsciente”,[18] Lacan postulaba que “tan pronto el sujeto está muerto se convierte para los otros en un signo eterno, y los suicidas más  que el resto. Por eso, ciertamente, el suicidio posee una belleza horrenda que lleva a los hombres a condenarlo de forma tan terrible, y también una belleza contagiosa que da lugar a esas epidemias de suicidio de lo más reales en la experiencia”.

A esta altura, seguramente asoma un interpelación. ¿ Qué hacer ?¿ cómo pararse frente a un problema, que con tanta frecuencia se hace presente en nuestra práctica, incluso con niños ?

No hay respuesta, sino apuestas.

Apuesta a colocarse en una posición trasferencial que haga lugar a la palabra y a la escucha; apuesta a que el sujeto pueda orientarse de otra manera y tal vez, insertarse en una cadena simbólica de otro.

Es que tal vez el suicidio no está ubicado ni en uno ni en otro lado de esa disyuntiva entre lo individual y lo colectivo, sino más bien en la tensión entre ambos polos, entre un juego ciego y la negación de sí, y el intento de reconocimiento simbólico sobre un fondo de desesperación, por parte de un sujeto que sólo puede vivirse como un desecho a expulsar.

Finalmente, ¿a quién pertenece el cuerpo, la vida? ¿al hombre, a Dios, a la ciencia?. El escándalo del suicida parece ser haber ido más allá de la raya, franqueado un límite, un umbral, el que separa a cualquier individuo de un horror fundamental.


noviembre de 2013

Bibliografía
Jacques Lacan, Seminario X, La Angustia, Paidós, 1999
Roberto Harari, ¿Qué sucede en el acto analítico?, Lugar Editorial, 2000
Revista Conjetural N* 46, Ediciones Sitio, 2007


[1] Valéry Paul, “Rhumbs, Tel Quel”, Editorial Galimard, 1943
[2] Suicidio, término creado a partir del latín sui (de sí mismo) y caedes (asesinato). De mediados del Siglo XVII fue reemplazando a otras denominaciones empleadas para designar la muerte voluntaria. Diccionario María Moliner
[3] Gusmán Luis, “Más allá del suicidio”, Conjetural n* 46, 2007
[4] Séneca, Obras completas, Carta n* 24 a Lucilio, Del menosprecio de la muerte
[5] En la Edad Media en Europa degradaban el cadáver arrastrándolo por las calles cabeza abajo con una estaca atravesando el corazón y una piedra en la cabeza para inmovilizar el cuerpo y que el espíritu no regresara a dañar a los vivos: el alma del suicida era condenada al infierno por toda la eternidad.
En la Inglaterra anglicana de 1800 el cuerpo del suicida era castigado por la justicia públicamente siendo arrastrado por el suelo y estaqueado en el cruce de los caminos, sus bienes confiscados y la viuda desheredada y deshonrada. Solo se aceptaba el caso del soldado vencido que se suicidaba por honor.
[6] Diderot, Obras completas, Editorial Garnier, 1876
[7] Schopenhauer Arthur, Sobre el dolor del mundo, el suicidio y la voluntad de vivir, Editorial Tecnos, Madrid, 1999.
[8] Durkheim Emile, El suicidio, 1897
[9] Freud Sigmund, Tótem y tabú, 1913
[10] Freud Sigmund, Duelo y melancolía, 1917
[11] Freud Sigmund, El yo y el ello, 1923, capítulo Las servidumbres del yo
[12] Freud Sigmund, Esquema del psicoanálisis, 1938
[13] Freud Sigmund, Psicopatología de la vida cotidiana, 1901
[14] Freud Sigmund, Consideraciones de actualidad sobre la guerra y la muerte
[15] Glasman Sara, Enigma del suicidio en el discurso freudiano, Revista Conjetural n* 46, 2007
[16] Harari Roberto, ¿Qué sucede en el acto analítico?, Lugar Editorial, página 188y siguientes
[17] Lacan Jacques, seminario “La angustia”, clases del 23-1-1963 y del 3-7-1963
[18] Lacan Jacques, seminario “Las formaciones del inconsciente”, Paidós, 1999, página 254

1 comentario:

  1. En la Edad Media en Europa degradaban el cadáver arrastrándolo por las calles cabeza abajo con una estaca atravesando el corazón y una piedra en la cabeza para inmovilizar el cuerpo y que el espíritu no regresara a dañar a los vivos: el alma del suicida era condenada al infierno por toda la eternidad.
    En la Inglaterra anglicana de 1800 el cuerpo del suicida era castigado por la justicia públicamente siendo arrastrado por el suelo y estaqueado en el cruce de los caminos, sus bienes confiscados y la viuda desheredada y deshonrada. Solo se aceptaba el caso del soldado vencido que se suicidaba por honor.

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