López, Héctor (2006). Sobre la mente de las
máquinas y el moterialismo del inconsciente. 1ra. y 2da. Parte (23/11/2006 y
4/12/2006). En “Revista Imago Agenda”. Buenos Aires.
1. La metáfora del Ordenador
En
el nacimiento de la ciencia cognitiva, a mediados del siglo XX, encontramos una
metáfora que podemos llamar fundante: es la “metáfora del ordenador” como
modelo de los procesos mentales en general, y de la función cognitiva en
particular (pensamiento racional, adquisición de conocimientos, inteligencia,
memoria).
El
ordenador -o entre nosotros la computadora- había hecho su aparición no mucho
antes, destinado a la función de procesar información. No es más que un
artefacto inerte creado por la tecnología, pero su semejanza tan cautivante con
la inteligencia humana produce la ilusión de que el proceso cognitivo
(estímulo, procesamiento y almacenamiento de información, y finalmente
respuesta) funciona como en nosotros. Lo más asombroso es que hasta cierto
punto es verdad; usted puede jugar al ajedrez con su vecino o con su PC., y la
máquina puede “crear” situaciones aún mas ingeniosas que su vecino. Por eso,
cuando los cognitivistas hablan de “inteligencia” toman la precaución de
agregarle un adjetivo: “humana” o “artificial”. Pero no todos toman la
precaución de establecer sus diferencias, que son esenciales.
Por
otra parte, una cierta ambigüedad al comparar los procesos mentales con la
actividad cerebral en el seno del cognitivismo, ha llevado a algunos
investigadores de la inteligencia artificial a declarar lisa y llanamente que
el ordenador es una metáfora del cerebro humano, es decir, un símil electrónico
de un órgano. Sería fantástico, si en el futuro alguien perdiera su cabeza,
podrían sustituirla por un cerebro virtual del tamaño de un procesador
Intel.
Muchos
autores lo piensan seriamente, porque siguiendo este hilo de sustituciones
(Ordenador=cerebro=mente) llegamos a la conclusión de que tenemos mente porque
tenemos cerebro, y sabemos cómo funciona el cerebro porque conocemos las reglas
con que opera el ordenador. Para estos autores el cerebro es la “base de
operaciones” y la causa de la mente, es decir de toda nuestra actividad
simbólica incluyendo el lenguaje.
El
cerebro sería el “panel de control” que organiza las relaciones y
articulaciones “internas” que permiten que la actividad eléctrica de una red
neuronal se transponga en proceso mental, por ejemplo: en memoria, cognición, o
lenguaje, a partir de procesos químicos.[1]
De
todos modos, el pasaje de la metáfora del ordenador a la metáfora del cerebro
es en verdad un avance muy relativo, pues la primera continúa operante en la
segunda, ya que en neurociencia la concepción que se tiene sobre la estructura
del cerebro está construida sobre la base del funcionamiento del ordenador, que
convierte también al cerebro en un procesador de información. Si progresamos
del ordenador al cerebro, pero estudiamos el cerebro como si fuera un
ordenador, ¿dónde está el progreso? No obstante, los investigadores del
legendario MIT (Instituto Tecnológico de Massachusetts), no dejan de soñar con
que “la inteligencia artificial es el siguiente escalón evolutivo” (Edgard
Fredkin ).[2]
Bajo
estos postulados el cognitivismo actual se organiza en dos grandes paradigmas:
1. la cognición como metáfora del ordenador digital, 2. la cognición como
metáfora del cerebro. En la medida que estas analogías funcionan como axiomas,
nadie considera que requieran de una demostración “en el principio”.
2. Inteligencias vacías
Para
quienes pensamos estas cosas con el psicoanálisis, vemos que ciertas teorías
recurren a un lenguaje científico, pero que, como El caballero inexistente de
Ítalo Calvino, son una hermética armadura formal que recubre un vacío. Son
teorías de una inteligencia sin sujeto, como bien queda plasmado en el
siguiente párrafo: “Para el MIT la idea de que debe haber un agente que
«realice el acto de pensar» es sólo un eco moderno de la idea de que debe haber
un «alma» en la glándula pineal” (Turkle 1980, p. 266).
No
deja de interesarnos esta idea de un pensamiento sin “alguien” que los piense,
en la medida que nos evoca fuertemente al inconsciente freudiano.
Pero
no debemos olvidar la sentencia freudiana: “donde eso era (la máquina formal),
el sujeto debe advenir” (Wo Es war soll Ich werden) (Freud 1933, p. 74).
Que la “máquina formal” del lenguaje es materia muerta sin el sujeto, queda
sintentizado en la siguiente frase de Lacan: “Pues todo ese significante, se
dirá, no puede operar sino estando presente en el sujeto. A esto doy
ciertamente satisfacción suponiendo que ha pasado al nivel del significado”
(Lacan 1957, p. 190).
Por
otra parte, sería difícil para un psicoanalista que haya leído el “Proyecto de
psicología para neurólogos” de Freud, no estar de acuerdo con los filósofos de
la mente que no admiten que “debe existir un agente pensante, un «yo» para que
tenga lugar el pensamiento, idea a la que Minsky tilda de pre-científica”
(Turkle 1980, p.265). Idea a la que también Freud, y luego Lacan, consideran
teóricamente oscurantista y clínicamente tendenciosa. Dice Freud: el yo es
apenas el “payaso del circo”[3] y no el agente de la razón, al menos no de “la
razón desde Freud”, según reza el título de “La instancia de la letra en el
inconsciente o la razón desde Freud” de J. Lacan.
Ante
este problema, el cognitivismo debe resignarse al yo, dice F. Varela, como un
mal necesario (Varela 1986), ya que la creencia en un yo es imposible de
remover, no sólo en el sujeto, sino también en el investigador. A la pregunta
¿quién piensa? No habría más remedio que responder “yo”.
Sin
embargo, cognitivistas como Varela, como Minsky o como Pappert, saben que
existe otro nivel de determinación de los fenómenos mentales, pero seducidos
por la “autonomía funcional” de los procesos “inteligentes” que se instancian
en ese nivel segundo, no atinan a colocar allí a ningún sujeto. Para ellos la
noción de sujeto acaba en las funciones del yo. Si no existe el yo, pues bien,
tampoco existe el sujeto. El “ser” es una entidad metafísica.
Pero
el psicoanálisis afirma que ese yo es apenas una instancia narcisística que
“cree” actuar de acuerdo a sus intereses, pero que desconoce una parte oscura
de sí mismo, un saber que se le escapa y que lo escinde entre lo que cree
saber, y una verdad inconsciente que no es la suya, sino “del sujeto”.
Si
bien es cierto que los procesos son autónomos, producen sin embargo un efecto
de sujeto que puede hacer escuchar en la superficie la verdad particular. De lo
contrario, ¿Cómo justificar una continuidad entre lo orgánico y lo simbólico
por más conexiones que se postulen? ¿Cómo hacer del cerebro la causa última de
lo psíquico? ¿Cómo llenar el abismo entre esas dos realidades disímiles? La
filosofía de la mente es en gran parte un intento por resolver esa incógnita.
La
inteligencia artificial (I.A.), campo donde se supone que las máquinas pueden
ser pensantes, ha puesto este tema de las relaciones entre la res extensa y la
res cogitans en un puesto prioritario del debate cognitivista. Aunque el
problema está lejos de ser resuelto, hay autores que han aportado sus
soluciones. El más notable de ellos es John Searle que en su ensayo “Mentes y
cerebros sin programas” (Searle 1989, p. 413) pretende haber arribado a la
solución “definitiva” del enigma de las relaciones mente-cuerpo, por la vía
neurofisiológica.[4
3. El inconsciente cognitivo.
Sin
embargo, otros investigadores cognitivistas, entre los que valdría la pena citar
a Manuel Froufe, autor de El inconsciente cognitivo, la cara oculta de la mente
(Froufe 1997), consideran que si el ordenador es una metáfora de la mente, no
lo es menos el cerebro mismo. Esto significa que el cerebro no sería “la”
mente, homologación que aparece en muchos autores (“el cerebro, es decir la
mente”, o “la mente, es decir el cerebro”), sino un modelo para dar cuenta de
un objeto que –como el inconsciente freudiano– tiene de “realidad” sólo la de
ser un concepto, sin referente empírico. El pensamiento positivista no se
conforma con un objeto conceptual, busca “descubrirlo” en el mundo de las
cosas, por eso un autor como D. B. Klein puede preguntarse si el inconsciente
freudiano ha sido un invento de Freud o un el descubrimiento de una realidad
(Klein 1977). Desde la moderna epistemología “discontinuista” podríamos
responder a Klein que el “invento” de Freud hace existir al inconsciente como
objeto, o como decía Saussure: “el punto de vista «es» el objeto”, siempre que
Klein esté dispuesto a aceptar que la ciencia actual no se ocupa de objetos
empíricos sino de objetos simbólicos, no por eso menos reales.
La
idea que comentábamos de Froufe echa por tierra toda pretensión de continuidad
mente-materia, e introduce la función del corte epistemológico al suspender la
certeza “material” en cuanto a la causalidad psíquica, y la necesidad de
introducir un orden tercero, más allá de las propiedades tanto del cerebro como
de la mente subjetiva. En el caso de Froufe sería el concepto de metáfora, pero
no como representando a un referente material como el cerebro, sino como
sucesivas analogías que no representan a ningún objeto material en tanto
referente final, sino que sustituyen a la imposibilidad lógica de situar la
causa en lo real.
Si
hablamos de un orden tercero, y si rescatábamos la idea de Froufe (el cerebro
como metáfora biológica de una metáfora electrónica), es porque el
psicoanálisis postula que ese orden tercero es el del lenguaje, estructura
simbólica cuyo origen no es el cerebro, pero tampoco la mente, sino justamente
el Otro (A). Este Otro del lenguaje es causa del inconsciente (“el inconsciente
está estructurado como un lenguaje”, Lacan) al mismo tiempo que causa del
sujeto (“un significante —campo del Otro— es lo que representa al sujeto para
otro significante”). Por supuesto que este “sujeto” no es el individuo de la
psicología, ni siquiera es un sujeto empírico, sino el representante de aquella
instancia que recoge los efectos simbólicos de una causa imposible por ser
inconsciente.
Tampoco
en psicología cognitiva, cuando se habla de sujeto, nos estamos refiriendo al
sujeto personal de la conciencia, tampoco al yo, sino a una entidad propia de
esa disciplina. ¿Quién es ese sujeto? Ese es el problema, no sólo para nosotros
sino también para la psicología cognitiva:
“Desde
luego, el sujeto cognitivo no es el que solemos entender por tal en nuestra
vida cotidiana. No suele serlo, por lo menos. Es decir: no suele identificarse
el sujeto cognitivo con ese marco de autoreferencia al que atribuimos, en
nuestros intercambios sociales y reflexiones personales, unas ciertas
intenciones y metas, un determinado sentido de la identidad persona, una
conciencia de segundo orden de ciertos contenidos, objetivos y razones de
conducta. Dicho en otras palabras, el sujeto cognitivo no se identifica con el
“sujeto de atribución de la psicología natural” (Riviere 1986, p. 30).
Pero
cuando se trata de definir ese sujeto en términos positivos, un autor tan
importante como el de la reciente cita se las ve en aprietos similares a los
nuestros cuando queremos definir al sujeto psicoanalítico. Sólo dice que lo
importante “es que el sujeto cognitivo no puede identificarse con el sujeto
personal” (Riviere 1986, p. 31) ya que debe ser ubicado en un nivel
“subpersonal”. De todos modos agrega que el sujeto cognitivo se caracteriza en
términos de cierta “arquitectura funcional”, es decir de una determinada forma
de organización del sistema cognitivo que establece “límites de competencia” en
el funcionamiento cognitivo.
Sin
embargo el cognitivismo más apegado a la I.A. o a la neurociencia (las dos corrientes
actuales más importantes dentro de las ciencias cognitivas), más atado al
pensamiento positivista y experimental, rechaza esta vía de pensamiento por
considerarla “metafísica”. Ellos entienden que el lenguaje es, ya sea una
emergencia funcional de propiedades lógicas del cerebro humano (Noam Chomsky,
entre los más ilustres) o ya sea una propiedad autónoma del espíritu humano
alcanzada en su devenir histórico-social (Vigotsky), dejando así la cuestión
del origen del lenguaje trabada en relaciones duales, que prolongan el debate
antiguo entre nominalismo y realismo.
La
metáfora del ordenador, verdadero órgano de procesamiento de datos, sirvió
magníficamente a la naciente ciencia cognitiva como una figura muy convincente
de las funciones atribuidas al cerebro y permitió su desarrollo a expensas de
dejar en las sombras la verdad lógica de esa comparación. Al mismo tiempo,
aceptar toda la tradición positivista que hace del cerebro mucho más que una
condición de los procesos cognitivos pues lo entroniza como su causa, le
permitió desconocer la función del Otro en la causación psíquica.
Recién
con la teoría de las redes sociales y semánticas del modelo conexionista,
pareciera comenzar una aceptación de la cognición como una cuestión dialéctica,
aunque siempre dentro de los límites de la dualidad sujeto-objeto.
La
“computadora” humana no tiene la autonomía ni la perfección del ordenador. Si
es una máquina, es una máquina “desarreglada” dice Lacan, porque sus reglas
simbólicas son infiltradas sin cesar por la pulsión y por el deseo
inconsciente, función que no posee una máquina salvo en la ciencia-ficción,
donde se trata precisamente de eso: del deseo perverso de la máquina más allá de
las reglas simbólicas de su “programa”. Cuestión terrorífica pues, más allá de
esa instancia, una máquina devendría sujeto, como usted y como yo, es decir,
imprevisible.
En
el campo particular de la “psicología cognitiva”, esta danza de metáforas
despejó ciertas incógnitas. Tal psicología tiene como objeto los procesos
subyacentes que permiten las funciones psíquicas concientes, pero que de por sí
no tienen la cualidad de la conciencia ni la realidad de la conducta. Se trata
del procesamiento de información como función central y casi única de la mente,
ya que las emociones, la angustia y hasta los síntomas como el panic attack,
son respuestas que provienen de ciertos guiones particulares que funcionan como
“conceptos erróneos” en un procesamiento de información determinado (Raimy
1988, p.225-243). Obviamente, estos procesos no son observables en un nivel
fenoménico conductual, pero no por eso la psicología cognitiva está dispuesta a
renunciar al conocimiento científico de sus mecanismos y leyes subyacentes.
Así
es como se obliga al método experimental donde, a partir de ciertas
manifestaciones observadas en situaciones de control, procura acceder al
conocimiento de los procesos “internos” inobservables. Las preguntas “son las
mismas que las nuestras” dice Lacan, por eso la psicología cognitiva necesita
acarrear tantas nociones del psicoanálisis para fundamentar su clínica, pero el
objeto construido y las respuestas son muy diferentes.
Ante
la imposibilidad de observar directamente el procesamiento mental, la metáfora
del ordenador digital como homólogo a la mente humana produjo la ilusión de que
si conocemos el ordenador, cosa hasta cierto punto posible, conoceremos la
mente. El problema reside en considerar que “la mente” es un objeto tan real
como una máquina electrónica y no una hipótesis o metáfora de un objeto
imposible de hallar en la realidad. Es la creencia que domina en todo el campo
de la neurociencia y que dice: si conocemos el cerebro, conoceremos la mente.
Claro que, como ya lo dijimos, la neurociencia en tanto disciplina cognitiva,
también se apoya en la estructura del ordenador para conocer el funcionamiento
del cerebro, con lo cual volvemos al punto de partida.
3. La demolición de las máquinas.
Las
diferencias entre el modelo computacional y la mente humana —en lo que al
procesamiento de información se refiere— fueron advertidas por el cognitivismo
a partir de los años ochenta y en un sentido creciente. La insatisfacción
provenía, a mi juicio, de que no había lugar allí para una variable evidente, el
sujeto.
Por
ejemplo J. Campbell (1992) —citado en la brillante tesis doctoral de Mariano
Bruno—, advirtió que el procesamiento secuencial de símbolos, propio de una
máquina inteligente, no se corresponde con la forma del pensamiento y del
lenguaje humanos: “el pensamiento de los seres humanos, a diferencia de las
computadoras standard, es analógico, probabilístico, admite la ambigüedad, los
grises. No posee una lógica binaria, a veces decimos: «puede ser». No se piensa
paso a paso, a la manera de un teorema de lógica simbólica o un programa
tradicional de computación. En el caso humano se piensan muchas cosas a la vez,
y a partir de estos múltiples factores se actúa” (Bruno 2005, p 57).
Agreguemos
—para hacer esta aseveración aún más contundente— que así como no se piensa
paso a paso, tampoco se habla paso a paso. Si bien la propiedad de la
linealidad del significante enunciada por Saussure es necesaria en el acto de
emisión, no por eso es suficiente para comprender su estructura: mientras digo
una cosa estoy diciendo otra, como lo demuestran los chistes y los rebus y en
general el “paralelismo” en el lenguaje. Es por ello que todo enunciado
requiere de un interlocutor que sancione el sentido de la frase pronunciada por
el locutor, frase que de por sí es puramente significante, es decir que no
tiene ninguno.
Los
cognitivistas ganarían en coherencia con su propia doctrina si aceptaran que
cuando alguien habla pronuncia sólo sonidos de la lengua, y a quien escucha le
llegan sólo esos sonidos materiales. No se pronuncian ni se escuchan los
significados, que son mentales. Los significados son reconstruidos en la mente
de los interlocutores, y el problema es que con suma frecuencia, uno
reconstruye significados diferentes a los del otro.
La
metáfora del ordenador luego de comenzar a mostrar sus falencias como modelo de
la actividad mental, fue sustituida por otras teorías acerca de los procesos
mentales subyacentes, como es el caso del “conexionismo” cognitivista,
relativamente alejado de la ciencia informática y de la inteligencia
artificial, y más cercano a la analogía cerebral impuesta por la neurociencia.
El conexionismo, basado en la teoría de las redes, pretende haber superado las
limitaciones de la metáfora del ordenador. En los primeros capítulos de la obra
de Francisco Varela De cuerpo presente, las ciencias cognitivas y la
experiencia humana se pueden seguir las sucesivas transformaciones del
paradigma cognitivista, hasta llegar a la etapa que el autor plantea como la
última y que es la suya: el enfoque «enactivo», una teoría cognitivista sin
computadoras, sin cerebros y sin yo (Varela 1986, Segunda parte: “Diversas
formas de cognitivismo”). Según Varela, la mente no funciona como un ordenador,
y –aunque inspirada en las redes neuronales–, es discontinua con respecto al
cerebro. Pero además, siendo su actividad inconsciente, no necesita para operar
de esa instancia llamada yo, postulada por la psicología académica como el amo
y señor de los procesos mentales.
Pero
así y todo, entre tanta demolición hay algo que sigue en pie: en principio, el
propósito de conocer las operaciones que subyacen a los fenómenos y funciones
mentales, y la categorización de esas operaciones como procesamiento de
información.
Referencias
[1]
Esta teoría de nivel “micro” ha dado lugar al predominio actual del tratamiento
químico para todo malestar o enfermedad del sujeto en la cultura actual.
[2]
Citado por Sherry Turkle (1980, p. 241).
[3]
“El yo juega ahí el risible papel del payaso del circo, quien, con sus gestos,
quiere mover a los espectadores a convencerse de que todas las variaciones que
van ocurriendo en la pista se producen por efecto exclusivo de su voluntad.
Pero sólo los más jóvenes entre los espectadores le dan crédito” (Freud 1914)
[4]
En la segunda parte nos ocuparemos de Searle.
1. La solución de John Searle
En vez de
presumir de lo que encontramos de falacia y de petición de principios en esta
concepción de la mente, recurriremos al expediente de realizar un comentario
del ensayo de John. Searle “Mentes y cerebros sin programas”, donde él presente
su “solución” a la aporía de las relaciones entre la res extensa y la res cogitans,
o en otros términos entre el cerebro y la mente. Será un comentario
interdiscursivo en cuyo transcurso haremos intervenir a la doctrina psicoanalítica
para dirimir dos hipótesis básicas: 1. El problema del dualismo mente-cuerpo
requiere de una solución que no sea dualista a su vez, y 2. La futilidad de
comparar el psiquismo con el computador se funda en que la propiedad esencial
de la cognición humana, a diferencia de la máquina, es el “error de cálculo”, y
aún más, la insistencia en el error.
Searle es
uno de los filósofos de la mente más sagaces y su ensayo “Mentes y cerebros sin
programas” (Searle 1989, p. 413-443) es realmente sugestivo. Ya veremos qué
tipo de cognitivismo es el suyo.
El texto se
plantea demostrar dos cuestiones fundamentales: 1. Que la inteligencia
artificial de una máquina inteligente, por más compleja que sea, no es
equivalente a una mente. 2. Que la relación mente-cuerpo es una falsa dualidad
ya que no existe como tal.
De la
cuestión 1 existe un antecedente notable, aunque de conclusión abierta, que no
podemos dejar de mencionar. Alan M. Turing (1912-1954) en su ya legendario Test
de Turing (Turing 1934, p. 15-60), se propone determinar si puede una máquina
pensar, lo cual es equivalente al problema que se plantea Searle: ¿tiene mente
una máquina?
Se trata de
una experiencia ideal, donde un sujeto interroga a ciegas a otros dos, un
hombre y una mujer, y debe a partir de sus respuestas, adivinar quién es el
hombre y quién la mujer.
Turing
introduce la variante de sustituir a uno de los dos por una máquina inteligente
e intentar descubrir «quién» es la máquina. Si la máquina logra engañar al
interrogador tanto como lo haría un humano, ¿significaría esto que las máquinas
piensan? No lo afirma, pero un resultado positivo sería lo que autoriza el
interrogante.
Por
supuesto que para responder habría que definir muy precisamente qué entendemos
por “mente” y por “pensar”, cosa que en general los cognitivistas no hacen pues
dan por obvio el significado de los términos. En un trabajo como este donde se
entrecruzan discursos diferentes, no podríamos dar una definición unívoca, pero
confiamos que el contexto, en cada caso, indicará de qué estamos hablando.
Searle, por
su parte, comienza su ensayo planteando algo que nos hace sentir como si
estuviéramos leyendo el seminario 11 de Lacan. Dice que entre la causa y el
efecto hay un hiato. Aunque su vocablo sea ese, no deja de equivaler al neologismo
“hiancia” de Lacan:
“Por el
contrario, cada vez que hablamos de causa, siempre hay algo anticonceptual,
indefinido. Las fases de la luna son la causa de las mareas; eso es algo vivo,
sabemos en ese momento que la palabra causa esta bien empleada. O aún mas, los
miasmas son la causa de la fiebre; eso tampoco quiere decir nada, hay una
hiancia, y algo que oscila en el intervalo. En resumen, no hay más causa que de
lo que cojea”. (Lacan 1964, p. 30).
Esta cojera
es lo que Searle se propone solucionar, resolviendo el hiato dualista entre la
materia y la mente. Pero claro, no estamos leyendo el Seminario 11, y las
diferencias se hacen sentir de entrada:
La primera
es que para Lacan, la hiancia es irreductible y pertenece a la realidad misma
(“no hay causa sino de lo que cojea”); para Searle, el hiato es una deficiencia
de la teoría, un problema de conceptualización que no existe en la realidad y
que él se propone remediar.
Y la
segunda es que Lacan acepta desde el vamos que la causa está perdida en el origen
mismo, que no existe causa real de lo inconsciente, y por lo tanto tampoco de
la “mente”, y mucho menos bajo los “tegumentos del cuerpo”. Searle en cambio
parte de un axioma que expresa así: “los cerebros causan a las mentes” (Searle
1989, p. 442)[1][1]. A pesar de su
tributo al positivismo y a la reducción organicista que se consolida en la
siguiente cita: “los fenómenos mentales son un resultado de los procesos
electroquímicos en el cerebro, tanto como la digestión es el resultado de
procesos químicos que suceden en el estómago y en el resto del aparato
digestivo”, (p. 428), y para rematar:
“los procesos causales relevantes son enteramente internos al cerebro”, su
teoría será bastante más compleja y más “humanizada” que la tributaria de la
“metáfora del ordenador”.
Es más, su
ensayo comienza planteando que “usamos con razonable confianza la psicología de
la abuela en el nivel más elevado, y pensamos que tiene que haber una ciencia
dura sustentándola en el nivel más bajo…” (p. 414).
Se trata de
una ironía, la psicología de la abuela es la que cree encontrar la causa del
comportamiento en el sentido común. Pero la ciencia, dice, se coloca en una
situación embarazosa al pretender encontrar en la neurofisiología la razón
esencial del funcionamiento de la mente. Se refiere a que a la ciencia se le
pierden lo hilos de la continuidad causal que se supone necesaria, y que Searle
acepta como tal, por embarazoso que sea.
La abuela
puede decir que ese hombre salió desnudo a la calle porque está loco, pero la
ciencia dirá además que está loco porque el agrandamiento del cuarto ventrículo
es la causa de la locura. ¿Pero cómo ese “evento” neurosifisiológico produce el
fenómeno mental de la locura?
2. Qué hacer con el hiato.
Es allí
donde Searle descubre su hiato:
Psicología de
la abuela
HIATO
Explicación
neurofisiológica
Muy
fácilmente, es obvio, Searle traslada este hiato a la imposibilidad de resolver
el dualismo cartesiano res cogitans / res
extensa: Si la facultad del pensamiento (o digamos nosotros, del lenguaje)
sigue leyes inscriptas en el cerebro, ¿cuál será la teoría causal que pueda dar
cuenta de ese salto?
“Algunos de los
grandes esfuerzos intelectuales del siglo 20 han sido intentos de salvar el
hiato, de encontrar algo que no fuera psicología del sentid común, ni tampoco
fuera neurofisiología” (p. 414).
Según
Searle, la ciencia cognitiva se ha erigido en el candidato actual para salvar
el hiato, bajo la forma de la inteligencia artificial (I.A.). Para muchos
representantes del M.I.T (El Instituto Tecnológico de Massachussets ya
mencionado) a quienes Searle se opone, es finalmente la inteligencia
artificial, a partir de sus leyes simbólicas, la que ha encontrado en la
computación esa especie de eslabón perdido entre la psicología de la abuela y
la neurofisiología, sin ser ninguna de las dos:
“Hay
diferentes escuelas de ciencia cognitiva y de inteligencia artificial, pero la
teoría más ambiciosa para salvar el hiato es la que dice que la investigación
en psicología cognitiva y en inteligencia artificial ha establecido que la
mente es al cerebro como el programa del computador es al hardware del
computador. La siguiente ecuación es muy común en la literatura: mente/cerebro
= programa/hardware” (pág 414).
Parece que
nos encontramos nuevamente con la metáfora del “ordenador” (o computador/a en
la terminología norteamericana), que podemos formalizar así:
Mente
Software__
Cerebro Hardware
Es esta la
proporción que Searle critica, sobre todo en la vertiente de lo que denomina
(I.A. fuerte), y que consiste en sostener que un computador adecuadamente
programado, con los inputs y outputs correctos, tendrá literalmente
“una mente en el mismo sentido en que usted y yo la tenemos”.
Los autores
más extremos afirman que existen programas constitutivos de la mente, y que
tales programas son operados en el wetware
de nuestra máquina biológica. Este neologismo (creado por Searle) sustituye
aquí al término hardware, por la
condición húmeda (wet) del cerebro,
pero de todos modos “esos mismos programas podrían ser operados en el hardware de cualquier computador que
fuera capaz de sostener el programa” (pág. 415).
Si nuestros
estados mentales, digamos por ejemplo las creencias y los sentimientos, son
también efectos de un programa, —como lo supone la psicoterapia cognitiva, (Cf.
Victor Raimy, 1984, p. 224 )— las máquinas deberían tenerlos en el mismo
sentido que nosotros. Si todo depende de un puro formalismo, ¿por qué no pensar
en una identidad total entre el hombre y la máquina?
¿Existen de
verdad, se pregunta Searle, autores cognitivistas que puedan sostener semejante
cosa? Por supuesto que sí, y para probarlo nos menciona sus nombres. Por mi
parte, puedo mencionar además los trabajos donde lo hacen, pues están incluidos
entre las ponencias de la conferencia fundacional de la Cognitive Science Society realizada
en San Diego en 1980 (Norman 1981). Se trata de Herbert Simon quien en varios
artículos ha sostenido que ya contamos con máquinas que pueden pensar en un
sentido literal, y que en la citada conferencia presentó el artículo “Ciencia
cognitiva: la más nueva ciencia de lo artificial” (Norman 1981, p. 25) y de
Allan Newell quien en su ponencia “Sistemas de símbolos físicos” (Norman 1981,
p. 51) afirmó sin ningún relativismo, que la inteligencia (tanto humana como
artificial) es exclusivamente manipulación de símbolos físicos (inteligencia
formal, ausente de sentido).
Por su
parte, el reconocido Marvin Minsky, nos sorprende con la sugerencia de que la
próxima generación de computadores va a ser tan inteligente que vamos a tener
suerte si nos dejan en casa como mascotas. Minsky es justamente el que propone
que la identidad entre la inteligencia humana y la I.A. es que en ambas se trata
de “mentes sin yo” (Minsky, 1985).
En resumen,
estos autores de la I.A.
se refieren a que el procesamiento de símbolos formales produce todo lo mental.
Sólo les falta decir, para ser coherentes, que las máquinas son sujetos. Searle
toma estas cosas en broma, sobre todo en un diálogo con John McCarthy, el
inventor de la I.A.,
que transcribo:
“McCarthy
escribió: ‘Puede decirse que máquinas tan simples como los termostatos tienen
creencias…’ Y agregó, por cierto: ‘Tener creencias parece ser una
característica de la mayoría de las máquinas capaces de resolver problemas’. De
modo que le pregunté: ‘John, ¿qué creencias tiene tu termostato?’ Admiro su
coraje. Dijo: ‘Mi termostato tiene tres creencias. Mi termostato cree que hace
demasiado calor aquí, que hace demasiado frío aquí y que la temperatura es
adecuada aquí’” (p. 416).
Finalmente,
Searle termina desechando la solución de la I.A. con estas palabras: “Estoy convencido de que
una de las fuentes de la creencia de que tener una mente equivale a tener un
programa de computación, es que esta gente no puede ver otra forma de resolver
el problema mente-cuerpo sin recurrir al dualismo” (pág 416).
Y es a
partir de aquí, que Searle comienza con su tarea: refutar a la inteligencia
artificial “fuerte”, y resolver el problema mente-cuerpo. ¡Menuda tarea, cuatro
siglos lo contemplan!
3. La habitación china vs. el Test de Turing
A la I.A. fuerte le responde con
la invención de un experimento ya legendario en filosofía de la mente: “la
habitación china”, publicado por primera vez en Minds, Brains and Science, BBC, Publications, 1984, y luego también
en el artículo que estamos comentando.
Es un
experimento imaginario para demostrar que teniendo un fichero con instrucciones
formales, cualquiera puede responder correctamente en chino a preguntas
planteadas en chino, como si el sujeto mismo fuera un computador, y que esto no
significa comprender en absoluto el sentido de lo que él mismo está
respondiendo en chino, pues, literalmente, no sabe una palabra de ese idioma.
Es una refutación a la inteligencia de las máquinas como capaces de realizar
“comprensión de textos”, es decir de tener una mente. Vale la pena resumir aquí
la idea de Searle: Supóngase que estoy encerrado en una habitación. En esa
habitación hay un gran cesto lleno de tiras de papel con símbolos chinos, y
además un libro de reglas en español acerca de cómo aparear los símbolos chinos
de la cesta con otros símbolos chinos en forma de preguntas que me pasan desde
afuera también en tiras de papel. Las reglas dicen cosas como: “busque en la
canasta una tira de papel X (escrita en chino), y póngala al lado de la tira de
papel Y que recibió desde afuera y devuelva las tiras debidamente apareadas”.
Adelantándonos un poco, dice Searle, esto se llama una regla computacional,
definida sobre la base de elementos puramente formales. Así que estoy aquí, en
mi habitación china, manipulando esos símbolos. Entran símbolos y yo devuelvo
los símbolos de acuerdo con el libro de reglas. Ahora bien, sin yo saberlo,
estoy respondiendo correctamente en chino a preguntas chinas. Supóngase que
después de un tiempo soy tan bueno para responder esas preguntas en chino que
mis respuestas son indistinguibles de las de los chino-parlantes.
“Con
todo, hay un punto muy importante que necesita ser enfatizado. Yo no comprendo
una palabra del chino, y no hay forma de que pueda llegar a entender el chino a
partir de la instanciación de un programa de computación, en la manera en que
la describí. Y este es el quid del relato: si yo no comprendo chino en esa
situación, entonces tampoco lo comprende ningún otro computador digital, sólo
en virtud de haber sido adecuadamente programado, porque ningún computador
digital por el solo hecho de ser un computador digital, tiene una mente” (418).
Searle
demuestra que una máquina sujeta a reglas formales como es un computador, puede
arrojar outputs correctos a partir de
inputs correctos, siempre que tenga
el programa (las reglas de transformación o software)
correcto, sin enterarse siquiera de qué se trata el problema. Y esto para
Searle es el núcleo de la refutación a la “comprensión de textos” de una
máquina, pues como es obvio la mente humana comprende el sentido, ya sea
semántico o valorativo de lo que hace, y esto en forma independiente al proceso
formal de que es capaz.
Es así como
una computadora puede jugar, y muy bien, al ajedrez en la medida que el juego
sólo exige la aplicación de reglas formales y el cálculo de los movimientos
posibles del oponente que también son pasibles de computación, pero, y esto es
lo importante, encuentra serios tropiezos a la hora de comprender un texto.
El carácter
“secuencial” de sus operaciones termina disolviendo el texto en una
significación banal ante la imposibilidad de atrapar el sentido de una frase
basándose sólo en el significado de sus morfemas constituyentes. Luego que
Kasparov perdió antológicamente frente a la máquina de ajedrez Deep Blue, se jactó de tener
sentimientos de derrota, algo incomprensible incluso para la misma Hal 9000.
Se trata
del mismo problema que plantea Lacan en “La instancia de la letra en el
inconsciente o la razón desde Freud”: el lenguaje es una máquina formal hecha
de significantes desprovistos de significado. Es más, y aquí sigue a Saussure,
la lengua es una estructura de elementos puramente diferenciales y opositivos.
Pero, y aquí viene el plus con respecto a lo computable, esta estructura es
inconcebible sino en un sujeto parlante. Se trata de la dimensión del discurso,
donde se produce todo efecto de sentido: “Y también el sujeto, si puede parecer
siervo del lenguaje, lo es más aún de un discurso en el movimiento universal
del cual su lugar está ya inscrito en el momento de su nacimiento, aunque sólo
fuese bajo la forma de su nombre propio” (Lacan 1957, p. 181). Es el campo de
la “significancia” término con que Lacan se refiere a un abrochamiento de
significación que no pertenece a los elementos que componen la cadena
significante en su linealidad, sino que se produce por retroacción a partir de
un punto que él denomina “de capitón”, y que aún así queda siempre en suspenso
pues la continuidad del discurso lo hace vacilar.
Esto
implica que el significado no pertenece a la estructura de la lengua, sino que
le es aportado por la experiencia de discurso (el habla) de una comunidad dada.
Si ese discurso preexistente es el software
del sujeto, no lo es a modo sólo formal, incluye el bug (virus) del deseo del Otro. Ejemplificaré la significancia con
una popular locución: ¿Cómo comprendería una computadora la frase: “las papas
están que queman”? Si pretende la comprensión por el sesgo de la sumatoria de
los morfemas que la componen, sale un sentido achatado que nada tiene que ver
con su vivacidad significativa. Para que el computador comprenda algo de tal
vivacidad, toda la locución debería estar prevista en la memoria como un solo
signo, y entonces ya no habría diferencia con cualquier comprensión secuencial:
la frase hubiera sido convertida en un signo inequívoco aún en su
significancia. Y aún así, ¿cómo diferenciar esa vivaz locución, de la frase
“las papas queman” que no tiene en absoluto el mismo sentido? ¿Por qué los
elementos “están” y “que” que casi no tienen significado, producen sin embargo
una diferencia semántica tan grande? Este rasgo de “incomprensión” no es un
problema de la computación sino una condición estructural del lenguaje humano,
donde por su propia equivocidad, es imposible prever el sentido que tendrá una
frase, a diferencia de todo sistema de comunicación animal o computacional
donde el sentido debe ser unívoco, y si es múltiple, esa multiplicidad debe
estar prevista en el programa. Los libros de Freud sobre los sueños y los
chistes, muestran a las claras que el lenguaje es capaz de cualquier sentido,
sin importarle el significado aislado de sus términos, ni los limitantes
significados convencionales de la comunicación.
Por eso la
máquina, para seguir siendo poderosa, no debe saber lo que hace.
Esta
diferencia también existe en Searle, avanzando un paso más allá de la propuesta
cognitiva de la I.A.
que consiste en sostener que el programa mental está compuesto de elementos
cuya realidad es puramente formal, diferencial y simbólica.
La I.A. según Searle, funciona exclusivamente en el plano
“sintáctico”, como el hombre-máquina de la habitación china; por eso no puede
hablarse allí de pensamiento ni de mente. En el sujeto humano hay además otro
campo. Lo propio del hombre es habitar en el plano del sentido. Lo comprenda
bien o mal, poco o mucho, la palabra siempre “le dice algo”, pero además el
sujeto está implicado en lo que dice: cuando habla, dice “algo”, o al menos
quiere decirlo. Esto constituye para Searle el plano “semántico”, a lo cual da
toda la importancia con rasgo distintivo de la mente humana.
Recordemos
que Lacan, al principio de su enseñanza, había subrayado también que el plano
del sentido es lo propio del hombre. Cuando en “Acerca de la causalidad
psíquica” afirma que “la locura es vivida íntegra en el registro del sentido”
(Lacan 1946, p. 71), nos quiere decir en
el contexto, que toda la actividad psíquica del sujeto, no sólo la locura, se
especifica por el sentido, y que éste nada tiene que ver con el registro
orgánico. Agrega además, cuarenta años antes que Searle, que la creencia en el
formalismo de la mente es “el sueño del fabricante de autómatas” y que esa
concepción “vela por que la máquina responda” (Lacan 1946, p.60).
Tanto
cuando Lacan nos habla del sentido, como Searle de la semántica, es necesario
referir esos planos a la realidad del sujeto, si queremos entender de qué se
trata. No hay sentido, no hay semántica, en un organismo que no pueda asumir un
lugar de sujeto, y es eso lo que define al ser del hombre a diferencia de la
máquina inteligente. “Tal vez sorprenda
que pase yo por encima del tabú filosófico que afecta a la noción de lo verdadero en la epistemología
científica desde que se difundieron las tesis especulativas llamadas pragmatistas.
Hemos de ver que el problema de la verdad condiciona en su esencia al fenómeno
mental y que, de querer soslayarlo, se poda el fenómeno de la significación,
con cuyo auxilio pienso mostrar que aquél tiene que ver con el ser mismo del
hombre”. (Lacan, 1946, p. 49).
Es cierto
que el inconsciente opera con elementos simbólicos formales, pero la verdad, lo
que podemos asir de la verdad del sujeto, es imposible de concebir fuera del
registro del sentido. Recordemos la cita de “La instancia de la letra…” donde
Lacan decía que el significante no puede operar si no estando en el sujeto, y
que ello implica que dicho significante ha pasado al nivel del significado,
para darnos cuenta que Lacan ubica al sujeto en el nivel del significado. Es
decir, en esa “etapa”, como la llama, que se sitúa por debajo de la barra y que
sólo es accesible por su representación en la cadena significante.
Cuando
Searle habla del nivel semántico como lo propio del hombre, está proponiendo,
quizá inconscientemente, su propia teoría del sujeto. Es claro que Searle no
tiene una definición sobre los elementos con los que opera la mente, y que esos
elementos, si giramos la mirada a Lacan, son los significantes. La falta de
este elemento, lo hará desembocar en la neurofisiología, a la que deberá
agregar lo que llama “semántica”, o sea las leyes de la producción de
significados, nivel donde debemos suponer, aunque sea de manera implícita, la
función del sujeto. Así piensa Searle suturar el “hiato” entre la mente y el
cerebro.
En esta dirección,
y volviendo por un momento a la habitación china, Searle nos dice:
“El quid
del argumento no es que de una u otra manera tenemos la «intuición» de que no
comprendo el chino, de que me inclino a decir que no lo comprendo pero que,
quién sabe quizá realmente lo entienda. Este no es el punto. El quid del relato
es recordarnos una verdad conceptual que ya conocíamos, a saber, que hay
diferencia entre manipular los elementos sintácticos de los lenguajes y
realmente comprender el lenguaje en un nivel semántico. Y aquí viene su aporte:
Lo que se pierde en la simulación del comportamiento cognitivo de la I.A., es la distinción entre
la sintaxis y la semántica. (p. 419). Es la distancia que él recupera con su
experiencia de la “habitación china”.
Y agrega que
lo que hace del computador un elemento tan poderoso, es justamente estar
liberado de toda preocupación semántica y limitarse solamente a manipular
símbolos (en Lacan: significantes) según reglas sintácticas, sin ninguna
preocupación por el sentido que –lo sabemos- es siempre equívoco, y pone el
problema de la verdad “en otra parte”, es decir, en el sujeto. Dimensión (dit-mansion) de la que carecen las
máquinas, y permiten a los usuarios la tranquilidad de que no cometerán “actos
fallidos”, ni sus resultados estarán infiltrados por lo inconsciente. Para
resumir, de lo que carecen las máquinas es de la función “sujeto”. Aquí puede
aplicarse lo que dijo Lacan de su perro: que puede reconocer al amo pero no
reconocerse a sí mismo.
Si un
computador es “poderoso”, se debe a que “uno y el mismo sistema de hardware puede instanciar un número
indefinido de programas de computación diferentes, y uno y el mismo programa de
computación puede operarse en hardwares
diferentes”.
¿No
encontramos acaso aquí un modo informático de decir que el hardware no es el cerebro sino la estructura de los significantes
que todos los hablantes compartimos y que no emanan del cerebro sino que son
“impuestos” por el Otro del lenguaje? De alguna forma, los hablantes somos “el
programa” del Otro, sólo que, a diferencia de la máquina, nos caracteriza una
condición: somos transgresores por definición. Aún a pesar nuestro somos
sujetos.
Por
supuesto que Searle es más optimista que nosotros, pues no tiene que lidiar con
lo inconsciente en lo que tiene de deseo o de pulsión. En el caso de comprender realmente un lenguaje, tenemos algo más que un
nivel formal o sintáctico. Tenemos la semántica. No manipulamos meramente
símbolos formales no interpretados, sabemos realmente qué significan (p.
419).
4. El significado, categoría mental.
Si es
verdad, como dice Searle que “la sintaxis por sí misma nunca es suficiente para
la semántica”, la cuestión ahora se traslada al trabajo de dilucidar de qué
manera se produce el significado en el hombre, ya que la máquina (el
procesamiento de la información) no lo tiene, tal como se probó en la
habitación china.
O en otros
términos, ¿cómo se establece una relación entre el significante y el
significado? Recordemos que este es el punto donde Lacan abandona a Saussure. A
la relación biunívoca entre significado y significante que caracteriza al signo
para, en ese paralelismo, producir la significación, Lacan le opone su
“algoritmo”, donde la temática de la lingüística queda “suspendida desde ese
momento de la posición primordial del significante y del significado como
órdenes distintos y separados inicialmente por una barrera resistente a la
significación” (Lacan 1957, p. 183). Separación irreductible que hará necesario
el despliegue de la cadena significante para, mediante su retroacción, abrochar
una significación provisoria, que no pertenece a ninguno de sus elementos “en
su aislamiento nominal”. Esta sería, muy simplemente la respuesta de Lacan a la
pregunta por la forma en que se relacionan significante y significado.
En el
fondo, es también la pregunta de Searle; pero su concepción biologista de la
mente, lo llevará por otro camino.
Searle
abandona la metáfora del ordenador para detenerse en los procesos que se
cumplen en el cerebro, pero esta vez no como metáfora, sino como causa real de
la actividad mental. Para que haya diferencias en la mente, afirma, debe haber
diferencias en el nivel neurofisiológico. Así, si yo quiero agua en un momento
y luego no quiero agua, tiene que haber una diferencia en mi cerebro que dé
cuenta de esta diferencia en mis estados mentales. Quiere decir que para tener
sed, algo debe pasar en algún centro cerebral, y ese algo será la causa de la
sed, y para no tenerla, el cerebro debe estar informado de que la sed ha sido
saciada, volviendo a estar la causa de la no-sed en el cerebro. Sería
retrógrado oponerse a tal evidencia, pero ese circuito ¿explicaría la anorexia
nerviosa, la bulimia? ¿El hambre de la bulímica implica que el centro del
hambre haya sido estimulado? ¿El no-hambre de la anoréxica implica que hay
saciedad cerebral?
Y ya en un
sentido más metafórico pero no por eso menos real en tanto “estado mental”, esa
demostración ¿explicaría la “sed de venganza”, el “hambre de gloria”? ¿Qué
“disparos de neuronas” causan estos diferentes estados de hambre o de sed?
Dejemos estos interrogantes por ahora, pues Searle nos seguiría respondiendo
que “todo” estado mental existe si, y sólo si, hay en el cerebro un “disparo de
neuronas” o de una red de neuronas que lo cause. “El aroma de una rosa, la
experiencia del azul del cielo, el gusto de las cebollas, el pensamiento de una
fórmula matemática, todo esto es producido por índices variables de disparos de
neuronas, en circuitos diferentes relativos a condiciones locales diferentes
del cerebro” (p. 427).
El problema
de la relación causa-efecto, o en términos cognitivistas: funcionamiento
cerebral de base—estados mentales “superiores”, es propuesto por Searle a
través de cuatro enigmas: 1. la conciencia (“¿Cómo puede ser conciente este
trozo de materia gris y blanca que está dentro de mi cráneo?”) 2. la
intencionalidad (“¿Cómo pueden ser acerca
de algo [nivel semántico] procesos en mi cerebro que, después de todo consisten
finalmente en «átomos en el vacío»?”, “¿Cómo pueden átomos en el vacío representar
algo?”) 3. La subjetividad (“¿Cómo pueden los estados mentales ser subjetivos,
en el sentido de que yo tengo mis estados y no los suyos?”). 4. Causación
intencional: (“¿Podría algo, por decirlo de alguna manera, tan ‘gaseoso’ y
‘etéreo’ como un estado mental conciente tener algún impacto en un objeto
físico como el cuerpo humano?”).
La solución
de Searle al problema del dualismo, presentada como superación definitiva,
consiste en reducir los dos niveles de la oposición a uno sólo, donde el
dualismo desaparece mágicamente al desaparecer sus términos.
Dice que si
bien es cierto que “todo lo que importa en nuestra vida mental, todos nuestros
pensamiento y sentimientos están causados por procesos dentro del cerebro”
(429), no lo están al modo de “el relámpago causa el trueno”, con lo cual
estaríamos ante dos fenómenos discretos. Si se tratara de eventos en un reino
físico que fueran la causa de eventos en otro reino, el mental, seguiríamos
dentro del dualismo y deberíamos explicar esa relación.
No se trata
de propiedades diferentes entre dos sistemas diferentes, sino que se trata de
la distinción, que es habitual en física, entre micro y macro propiedades de un
mismo sistema. El arroyo que corre frente a mi ventana tiene la propiedad de la
fluidez, pero su causa es el comportamiento de los movimientos de las moléculas
de H2O. En este caso es claro que las propiedades macro de
superficie (surface properties) que
observamos, son causadas por el comportamiento de elementos del micro nivel y,
al mismo tiempo, que los fenómenos de superficie sólo son rasgos (físicos) del
sistema en cuestión.
En este
sofisticado razonamiento, la causa sigue recayendo en el micro nivel del
sistema, físico en el caso de la fluidez, neurofisiológico en el caso de la
mente, ya que Searle pone el acento en el proceso (la relación electroquímica
entre neuronas, por ejemplo), y no en la materia. Por consiguiente, considera
innecesario que se deba recurrir a ningún élan
vital para explicar los procesos del cerebro que de otra manera sería materia
inerte.
Según
Searle, sería superfluo suponer un principio vital exterior, ya que el cerebro
tiene vida propia, y esa vida es la conciencia. La mente por lo tanto, no es un
epifenómeno, es la conciencia del cerebro.
A esta
altura resulta inevitable pensar en un retorno al cogito cartesiano, pero esta vez no como propiedad de la res cogitans sino de la res extensa. ¡Los procesos cerebrales
son cognitivos! ¡Finalmente hemos dado con la mente, y está bajo los tegumentos
del cuerpo!
“Para decirlo de otro modo, de acuerdo con mi punto de
vista las palabras «mental» y «físico» no son opuestas entre sí porque las
propiedades mentales, interpretadas ingenuamente, sólo son una clase de
propiedades físicas, y las propiedades físicas se oponen correctamente no a las
propiedades mentales sino a rasgos tales como las propiedades lógicas y las
propiedades éticas, por ejemplo” (p.
438).
La
desaparición de la relación entre mente y cuerpo mediante este pase de
prestidigitador, hace que ya no tenga ningún sentido seguir discutiendo el tipo
de relación entre los términos. Así Searle se saca de encima la imputación de
sostener la teoría “emergentista” de las propiedades mentales con respecto a
los sistemas neurofisiológicos que le hace H. Putnam en una discusión sobre filosofía
de la mente que tuvo lugar en la
New York University.”Si se considera que el
emergentismo implica algo misterioso en la existencia de las propiedades
emergentes, algo que yace más allá del alcance de las ciencias físicas o
biológicas tal como son normalmente interpretadas, entonces nos parece claro
que las propiedades mentales no son emergentes en ese sentido”. (p. 439).
Frente a la
teoría emergentista, Searle propone la “doctrina de la superveniencia” de lo
mental en lo físico. No puede haber diferencias mentales, afirma, sin las
correspondientes diferencias físicas. Y no hay nada de especial, arbitrario o
misterioso en esa superveniencia, ya que la encontramos en toda la realidad: “Si un recipiente con agua tiene hielo en
cierto momento y líquido en otro momento, entonces tiene que haber una
diferencia en el comportamiento de las micro-partículas que dé cuenta de la
diferencia. De manera semejante, una diferencia en mi estado mental, implica
necesariamente una diferencia en mi cerebro”. (p. 439).
De esta
manera Searle supone haber “resuelto” el problema de la dualidad mente-cuerpo.
Simplemente, no existe. El principio de “suficiencia neurofisiológica” indica
que los fenómenos observables, llamados “macro”, tales como las intenciones,
emociones, miedos, angustias, son el correlato observable de procesos
neurofisiológicos. Son los mismos principios que animan la creencia de que la
psicofarmacología es la solución para los problemas mentales. A esta teoría,
Searle la llama “explicación interna”, para oponerse así a todo otra
explicación que sería “externa”, tal como atribuir la causa de los fenómenos a
condiciones sociales, políticas, familiares o psicológicas.
Hasta el
sueño mismo cae bajo esta explicación: “cualesquiera sean los demás rasgos que
los sueños puedan poseer, son causados por procesos neurofisiológicos” (p.
441), y lo mismo vale para todos los otros estados mentales.
Es
interesante observar que Searle no descarta que pueda haber otras causas
accesorias. Hasta podría aceptar que en el sueño, por ejemplo, interviene el
inconsciente freudiano prestando ciertos contenidos, pero lo esencial, lo que
importa al conocimiento de los procesos cognitivos, es que el sueño, como todo
otra manifestación, es idéntico al proceso neurofisiológico que lo genera.
Podemos
hablar de causas sociales-culturales o políticas o de intereses del sujeto,
pero todas ellas remiten a la verdadera causalidad que siempre reside en un
proceso cerebral autónomo. ¿Esto implicaría que lo neurofisiológico no sólo es
la sede de las conexiones formales sino también del significado? Efectivamente,
es el abismo al que se lanza Searle. Si todos los fenómenos mentales son
“características” del cerebro, esto indica necesariamente que el cerebro piensa
y siente, es decir que “los disparos de neuronas” tienen propiedad semántica.
“Si los eventos fuera del cerebro (que se le hable a un sujeto, por ejemplo)
ocurrieran sin causar nada en cerebro, no habría eventos mentales, mientras que
si ocurren eventos en el cerebro, los eventos mentales ocurrirían aun cuando no
hubiera estímulo externo”. Aquí muy astutamente Searle pone el ejemplo de la
experiencia de dolor en un miembro amputado. Pero, preguntamos ¿ese dolor se
debe a algún evento que permanece residual en el sistema nervioso central, o más
bien está causado por la permanencia de la imagen mental del cuerpo que aún no
se ha reconstruido en su estado actual? Supongo que a esta pregunta Searle
respondería que esa imagen mental está también en el cerebro.
Si Searle
ha pagado el precio de dotar de “alma” al cerebro, animándolo no sólo de vida
biológica sino también mental, este animismo parece un precio demasiado alto, y
además tan vitalista como el élan vital que pretende disipar.
Searle ha
logrado sin duda uno de sus objetivos: diferenciar “la mente” de la máquina:
los procesos formales, efectivamente, no poseen “semántica”, no tienen
significación, es cuestión del hombre atribuírselos; decir que una máquina
“sabe” jugar al ajedrez es una forma de antropomorfismo. Pero en su afán
demostrativo ha hecho de la mente una característica del cerebro, como si el
cerebro fuera un sujeto. Queda al borde de decir que el cerebro es un sujeto,
cuando dice que la subjetividad es una propiedad más del cerebro. Si yo soy
diferente a usted, es porque yo tengo mi cerebro y usted el suyo, así de
sencillo.
Me gustaría
plantearle a Searle el siguiente dilema: cuando existan transplantes de
cerebro, y Pedro que es un campesino reciba el cerebro de Juan que es físico
nuclear, ¿seguiría siendo campesino, o se transformaría en físico nuclear?
5. Enri Ey y John Searle, el sueño órgano-dinamista
¿Qué
podemos decir de esta teoría como psicoanalistas, pertrechados con la enseñanza
de Lacan? Precisamente Lacan es quien había entrevisto cuál era el problema de
esta postura animista: “En esta concepción del psiquismo se halla siempre
disimulado, «el hombrecito que hay en el hombre», y velando porque la máquina
responda” (Lacan 1946, p. 60). “El
hombrecito en el hombre” se refiere a suponer un sujeto en el nivel de lo
orgánico. ¿No es esto lo que hace Searle cuando afirma que la subjetividad está
en el cerebro?
Es muy significativo encontrar en el antiguo texto de
Lacan ya mencionado “Acerca de la causalidad psíquica” (1946), que la
descripción que hace del órgano-dinamismo de Henry Ey, pueda aplicarse,
variando pocas cosas, a la teoría de Searle sobre la causa, de cuarenta años
después.
He aquí la descripción: “Rigurosamente, el
órgano-dinamismo de H. Ey se incluye con toda validez en esta doctrina (el
organicismo que viene criticando) por el mero hecho de no poder relacionar la
génesis de la perturbación mental en su condición de tal (En Searle sería «los
estados mentales en su condición de tales») ya sea funcional o lesional en su
naturaleza, global o parcial en su manifestación y tan dinámica como se lo
supone en su resorte, con otra cosa que no sea el juego de los aparatos
constituidos en la extensión interior del tegumento del cuerpo. El punto
crucial es, desde mi punto de vista, que ese juego, por muy energético e
integrante que se lo conciba, descansa siempre, en último análisis, en una
interacción molecular dentro del modo de la extensión «parte extra partes» en
que se construye la física clásica, quiero decir, dentro de ese modo que
permite expresar esta interacción con la forma de una relación entre función y
variable, que es lo que constituye su determinismo”. (Lacan 1946, p. 47).
Es exactamente la relación entre función y variable lo
que Searle usará para puntualizar la no dualidad mente-cerebro. La mente es la
función de una variable de la “extensión” en el sentido cartesiano de la res extensa, hecha de una interacción
entre neuronas o módulos neuronales que resulta así “determinante”. De tal modo
que si el cerebro es X, la mente será Y, en una relación de correspondencia
unívoca entre ordenada y abscisa.
Searle suscribiría seguramente a lo que Ey dice del
fenómeno psicopatológico: “Las enfermedades mentales son insultos y trabas a la
libertad; no están causados por la actividad libre, es decir puramente
psicogenética” (57). Una enfermedad mental para Searle, igual que para Ey, se
remitiría en última instancia a un trastorno anatómico o funcional del
encéfalo, y resultaría por lo tanto es un “insulto” a la libertad existencial.
También para Searle, como para Ey, “la integración es el
ser” (aseveración tomada por E. Ey de Goldstein, y citada por Lacan), siendo la
integración de los estados cerebrales los responsables de todas las funciones
“mentales” del sujeto: “Con que, en esa integración (Goldstein) necesita
comprender no sólo lo psíquico, sino todo el movimiento del espíritu, y, de
síntesis en estructuras y de formas en fenómenos, implica, en efecto, hasta los
problemas existenciales”. (Lacan 1946, p. 57).
Si el organicismo de Ey, queda retratado en la siguiente
frase de Lacan: “el espíritu inmanente a la materia se realiza por su
movimiento”, no menos retratado queda en ella el neurofisiologismo de Searle.
Según él, la actividad mental (el espíritu) no es un “epifenómeno” de la
materia, sino que es una inmanencia real de ella, como lo es la función a la
variable, y además, para Searle “se realiza por su movimiento”, es decir, son
los “movimientos” en el nivel micro de la sinapsis neuronal, los que causan a
lo mental. Sin ese movimiento no habría mente, ni pensamiento, ni espíritu.
Pero si lo mental (aún en el caso de la locura) es vivido
por el sujeto íntegramente en el plano del sentido, como propone Lacan, ¿esto
significa que el cerebro es el órgano de una cosa tan ambigua y efímera para el
hombre como el sentido?
No seguiremos
la argumentación de Lacan en torno a la causalidad en este antiguo texto, pues
allí todavía hace depender la causa, del mecanismo de la identificación
considerada imaginariamente; avanzaremos más bien hasta sus planteos
posteriores que sitúan la causa en el registro de lo simbólico, y allí nos
quedaremos, sin desconocer que finalmente Lacan da lugar a lo real en su
exploración de la causa, cuestión que queda fuera del interés básico de este
capítulo.
6. Una explicación “exterior” de la causa.
En cuanto a
lo que sí nos interesa, Lacan tanto como Searle desechan la explicación de la
causa por factores “externos” tales como lo social, lo político, lo ideológico,
lo histórico e incluso lo psicológico. Todos esos factores son explicaciones
imaginarias y empíricas, que sin duda tienen un papel en los motivos, pero sólo
al modo de “condiciones” determinadas, pero de ningún modo de causas
determinantes.[2][2]
Nuevamente
Searle: la causa del fenómeno no está en el fenómeno mismo, en lo cual se ve
que Lacan es tan poco conductista como Searle. Esta diferencia, aparentemente
pequeña entre lo que son las “condiciones” en su multiplicidad —y que podríamos
hacer proliferar indefinidamente— y el lugar donde se sitúa la “causa”, nos
permitirá intentar si no una solución, al menos algún recorrido que tenga un
punto de anclaje en la realidad simbólica del hombre.
Lacan y
Searle transitan juntos este primer tramo del camino: no sólo ambos rechazan
que la causa esté en lo “exterior”, sino que también participan en el trabajo de
disolver la dualidad mente-cuerpo. Pero justo aquí comienzan las diferencias.
Mientras
que para Searle el fenómeno mental está causado por un proceso
neurofisiológico, para Lacan, incluso lo neurofisiológico es una “condición”
más, seguramente necesaria, entre todas aquellas vertientes del discurso que
impiden pensar el lugar de la causa.
Para
Searle, la irritación que siento hoy no está causada por mi dolor de muelas,
sino por los procesos neurofisiológicos que corren en las áreas del cerebro que
informan del dolor, y que se experimentan en la conciencia de algunos como
irritabilidad. El hecho de que no todos reaccionen con irritabilidad al dolor
de muelas, indica que éste no puede ser la causa necesaria de la irritación que
siento.
Esta
explicación de la causa no sería para nada la de Lacan. Por el contrario, él
toma del texto de R. Jakobson “Dos tipos de afasia y dos aspectos del lenguaje”
(Jakobson 1967, 99-143) la demostración de que, aún en una patología tan
claramente causada por un trastorno cerebral como es la afasia, el deterioro
verbal sigue las leyes “exteriores” del lenguaje, no las “interiores” de la
organización cerebral. Aquí encontramos un “exterior”, pero no se trata del
“contexto” en ninguna de sus formas de realidad empírica, sino en la forma de
la realidad simbólica.
Esto permite inferir que si bien el cerebro es
“condición” de la función del habla (podemos estar seguros de que la lesión
cerebral del área de Brocca produce trastornos en la emisión y comprensión del
lenguaje), no por eso es la causa del lenguaje, ya que su organización le es
totalmente exterior. Por lo tanto, no queremos, ni podríamos oponernos a la
idea searleana de que sin las sinapsis neuronales no habría mente, ni
pensamiento, ni espíritu. Sin duda, estamos de acuerdo. Sin esa “condición”
necesaria no habría mente.
Pero no es
lo mismo decir que el sujeto necesita del cerebro para hablar, a declarar que
el cerebro es la causa del lenguaje, salto arbitrario que se da en ciencia no
sólo en cuanto a la causa del lenguaje sino a la de muchas otras funciones del
sujeto.
A ese
“exterior” (el de las leyes de la estructura), que no es el exterior en el
sentido habitual de “medio circundante” (Umwelt),
remitirá Lacan el problema de la
causalidad psíquica, invirtiendo el postulado de Searle que situaba la causa en
lo interior de los procesos neuroquímicos, cuando decía: “Las cadenas causales
externas sólo son importantes en la medida en que realmente impactan el sistema
nervioso central” (p. 430). Searle llama “causa” a lo que nosotros llamaríamos
“condición”, y donde él hablaría de condiciones particulares (la cultura, el
lenguaje), nosotros comenzaríamos a hablar de causa, no sin antes realizar una
cierta torsión sobre esos conceptos, desplumándolos de toda la carga
sociológica que arrastran.
El “exterior” de Lacan es una noción paradójica, no captable por la
intuición que tenemos del espacio, pues no funciona sino como “interior”. Es
“lo exterior en lo interior”.
Por lo tanto, si Searle había aplanado el problema de la causa a la
identidad entre lo exterior y lo interior, dejando todo suspendido de un sólo
término: lo neurofisiológico, Lacan por el contrario incorpora un tercer
término; este exterior que no pertenece al ámbito contextual de lo físico, de
lo psicológico ni de los hechos pero que sin embargo los causa, es lo que se
llama “lo simbólico”.
El lenguaje, por ejemplo, —construido de acuerdo a leyes muy precisas de
funcionamiento comunes a todas las lenguas, no dependientes del cerebro (como
en la lingüística cartesiana de Chomsky), ni creadas por un acuerdo colectivo—,
se constituye sin embargo en la función esencial y distintiva del hombre. El
hecho de que la estructura del cerebro y su fisiología sea idéntica en todos
los seres humanos, no significa que en él residan los “universales de la
cultura”.
Lo simbólico es una exterioridad que funciona en el interior de cada
sujeto, pero no en la red de sus neuronas, sino en las marcas materiales que
dejan los significantes del Otro en un “aparato” psíquico. Ese
exterior-interior que es simbólico, y cuyas marcas son particulares para cada
sujeto, es lo que el psicoanálisis denomina “inconsciente”. Como vemos, el
inconsciente freudiano, no puede homologarse en absoluto al inconsciente
“subpersonal” de Froufe, por ejemplo.
De la misma manera funciona la prohibición
del incesto, que legislando sobre los acoplamientos sexuales permitidos y
prohibidos, organiza las relaciones sociales en su conjunto a partir de haber
determinado el deseo sexual de cada sujeto. La prohibición del incesto
pertenece al campo del Otro (la
Ley simbólica), pero al mismo tiempo no tiene sentido en sí
misma ni explicación, por eso el Otro (Autre)
se representa como tachado (A), lo cual significa que no puede dar cuenta del
sentido de la ley. Lacan hace de esa característica, una sentencia: “No hay
Otro del Otro”. El (A) es puramente significante, y en ese sentido,
contradiciendo a Searle que supone en su Otro, el cerebro, una dimensión
semántica, puramente formal. Aquí Lacan coincide más con la I.A. que con Searle.
Tenemos
entonces que la causa no puede ser aprehendida replegándose sobre la fisiología
del cerebro, sino poniendo en juego tres términos: el Sujeto, el objeto y el
Otro, o también, en un lenguaje más cognitivo, la mente-el cuerpo-el Otro. O
también, ya que habíamos dicho que el sujeto vive en la dimensión del sentido:
el sujeto-el sentido-el Otro.
La
dualidad mente-cuerpo queda, si no superada, al menos subordinada a lo
simbólico del Otro, instancia decisiva en el plano de la causa. Es el Otro (A),
a pesar de su insuficiencia, el que determina todos los efectos, reales,
imaginarios y simbólicos, en el sujeto, que ocupa el nivel de lo “determinado”
bajo la barra “resistente a la significación” (Lacan, 1957, p. 188).
¿Cómo es
posible el “influjo” de lo mental (digamos más concretamente, del pensamiento)
sobre lo físico?, se pregunta Searle. Textualmente: “¿Podría algo, por decirlo
de alguna manera, tan «gaseoso» y «etéreo» como un estado mental conciente
tener algún impacto en un objeto físico como el cuerpo humano”. (p. 423).
Recordemos
su respuesta: los estados mentales pueden causar la conducta mediante el
proceso causal ordinario, porque son estados físicos del cerebro. “Los estados
mentales y los procesos mentales son fenómenos biológicos reales en el mundo,
tan reales como la digestión, la fotosíntesis, la lactancia o la secreción de
bilis” (p. 423). En otros términos: lo mental puede influir sobre lo físico,
porque lo mental también es físico (procesos neurofisiológicos).
En Lacan,
sin embargo, las cosas son muy diferentes. Inspirado en Freud, interpreta que
los síntomas histéricos (lo mental en lo físico), son estados físicos que no
tienen nada que ver con el cerebro y su fisiología. Sabemos que el cuerpo,
capturado por el síntoma histérico, no responde a las vías de inervación
motoras o sensitivas descriptas por la neurología, sino al deseo inconsciente.
¿Es algo “gaseoso” o “etéreo” el deseo? De ninguna manera, es algo tan material
como un síntoma motor o sensitivo que afecta al cuerpo histérico.
Lacan
recurre a Lévi-Strauss para ilustrar cómo opera el simbolismo inconsciente
sobre el cuerpo. En “La eficacia simbólica” Lévi-Strauss narra la experiencia
de un pueblo primitivo donde es tabú comer de la escudilla donde come el jefe
de la tribu. Un nativo come de ella sin saber que pertenece al jefe, y
justamente porque no sabe, no padece consecuencia alguna. Luego, cuando se
entera que ha comido de la escudilla prohibida por el tabú (prohibición
simbólica sin razón ninguna en lo real), comienza a sufrir síntomas de rechazo
en su cuerpo: vómitos, convulsiones, fiebre, y en algunos casos hasta la muerte
(Lévi-Strauss 1945, p. 168-182). ¿Se trata acaso de las consecuencias de haber
ingerido alimentos en mal estado? Sería ingenuo suponerlo. Comencemos por preguntarnos,
más bien, cuál es el mecanismo que permite que la determinación simbólica tenga
semejante consecuencia sobre lo real del cuerpo? Aunque en verdad, tampoco ésta
sería la buena pregunta. No se trata de lo simbólico influyendo sobre lo real
(lo físico), ya que ese real, el cuerpo, ya forma parte de lo simbólico por el
hecho de estar sujeto a las leyes arbitrarias, —como lo es toda ley— que
estructuran el mundo de la tribu, regulando los cuerpos y las mentes.
No existe la dualidad simbólico-material cuando se trata del hombre. La
materia de que estamos hechos ha sido subvertida en funcionamiento hasta tal
punto por lo simbólico, que se ha convertido en un objeto simbólico más,
sujetado a sus leyes más fuertemente aún que a las de la biología natural.
Porque el cuerpo es una realidad simbólica, la palabra puede operar efectos
“materiales” sobre él. Y porque el cuerpo está inoculado por el lenguaje, el
deseo inconsciente puede apropiarse de sus miembros como metáforas del deseo.
La resolución que Lacan da al problema de la relación mente-cuerpo (res cogitans-res extensa), va aún más
lejos que Lévi-Strauss con su “eficacia simbólica”: no sólo el estatuto del
cuerpo está subvertido por lo simbólico, sino que además, la palabra es cuerpo,
tiene la materialidad sutil de su localización y diferenciación en el campo del
lenguaje: “La
palabra o el concepto no es, para el ser humano, más que la palabra en su
materialidad. Es la cosa misma. No es simplemente una sombra, un soplo, una
ilusión virtual de la cosa; es la cosa misma”. (Lacan 1953, p. 264).
Este “materialismo” de la palabra se expresa en la chispa de un único
término: moterialismo, neologismo con el que Lacan indica que el
funcionamiento material del cuerpo está subordinado al funcionamiento simbólico
de la palabra (mot). Por eso nuestra materia orgánica no forma parte de
un hardware inerte, sino del moterialismo: el materialismo del
significante: “Es, si me permiten emplearlo
por primera vez, en ese moterialismo (materialismo de la palabra) donde reside
el asidero del inconsciente —quiero decir que es lo que hace que cada cual no
haya encontrado otras maneras de sustentar lo que recién llamé el síntoma-“. Lacan 1975, p. 126).
Así como
Searle se había referido al cerebro mediante su neologismo wetware, nosotros, teniendo en cuanta la organización formal del
significante, podríamos decir que el inconsciente es nuestro wordware, o más lacanianamente, motware.
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[3][1] Todas las siguientes citas con indicación de página
pero sin nombre de autor pertenecen a este mismo texto de Searle.
[4][2] Resuenan en esta enseñanza los ecos de Hegel con su
concepto de negatividad como
condición determinante de la antropogénesis, y los de Lèvi-Strauss, para quien
el origen de la ley no está determinado por ninguna de las contingencias
bio-psico-sociales sino que es ella misma, la ley, determinante de todas
esas condiciones determinadas.
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