l.
Forma parte del grupo de cartas dirigidas a Dión o a sus amigos. Los datos
históricos que sitúan la carta son los siguientes. Dión de Siracusa, amigo de
Platón, en quien este pusiera sus esperanzas políticas, acaba de morir. Era
hermano político de Dionisio e/ Viejo de Siracusa. Estuvo asociado al gobierno
de Sicilia. Ya en este tiempo había llevado a la corte siciliana al filósofo
ateniense. Más tarde, bajo el reinado de Dionisio el Joven, Platón volvió a
Siracusa, llamado siempre por su amigo. Se pensaba que entonces iba a ser
posible reformar el gobierno de la ciudad, preparando una constitución en la
que se aliaran la libertad y la autoridad. Pero la realidad fue muy otra. Dionisio
desterró a Dión. Y luego de las vanas tentativas de Platón para influir en el
espíritu del tirano, el filósofo regresó a Atenas. Dión, luego del último
regreso de Platón, abandonó el Peloponeso: venció a Dionisio, reduciéndolo con
su ejército a la acrópolis y forzó al tirano a que abandonara el país. Pero no
era fácil organizar el país en medio de luchas incesantes. Heraclides, que
había sido víctima de Dionisio y compañero de destierro de Dión, ambicionaba el
primer puesto. No toleraba el papel preponderante del libertador de la ciudad y
persuadió a sus conciudadanos de que debían liberarse de la influencia de
Dión. Este tuvo que retirarse a Leontinos. Las querellas debilitaron el
espíritu de oposición a la tiranía. Dionisio, que había sido olvidado,
aprovechó la ocasión, se presentó en Siracusa y reconquistó el poder. La ciudad
llamó de nuevo a Dión, quien, por segunda vez, entregó la ciudad a la
siracusanos. Pero esto no significó el fin de las disensiones internas.
Heraclides recomenzó sus intrigas e hizo lo posible por hacer fracasar las
sabias reformas de Dión, hasta que este toleró que se condenara a muerte al
intrigante. Tampoco esto significó la paz. Esta vez el causante de las
turbulencias fue un ateniense, Calipo, de quien Dión había sido huésped durante
su destierro. Partidario primero de Dión, junto con su hermano Filóstrato, se
señaló en la lucha de liberación de Sicilia. Pero muerto Heraclides, adversario
peligroso, comenzó a organizar hipócritamente la muerte de Dión y su propia subida al poder. Asesinado Dión,
Calipo se hizo con la tiranía, que, según Diodoro, ejerció durante trece meses.
Esas son las circunstancias que supone la Carta VII: Calipo está en el poder y
los amigos de Dión, desterrados, preparan su venganza y la reconquista de
Sicilia. El crimen había sido cometido en 354 0 353; Platón tenia setenta y tres o setenta y cuatro años.
2. Platón dirige la carta a los parientes y amigas de Dión, respondiendo
al deseo de estos de que el filósofo colabore en sus proyectos de restauración.
Os ayudaré-les dice-con tal que pretendáis lo mismo que deseaba él. Platón tuvo
ocasión de conocer bien cuáles eran los proyectos del muerto. Para facilitar su
comprensión va a exponerlos y a explicar su génesis. Incluso podría reivindicar
la paternidad de dichos planes.
Comienza
por explicar sus experiencias políticas y su estado de ánimo al ir a Sicilia,
llevando su narración hasta el momento del destierro de Dión y su regreso a
Atenas. Recuerda entonces que lo que debía constituir la parte principal de su
carta eran sus consejos. Y recuerda así mismo que estos consejos se los había
ya dado él a Dionisio. Este no hizo caso y fue causa de las desgracias de
Sicilia. ¿Qué hay que hacer para realizar los planes de Dión? Emprender la
reforma interior de los conciudadanos, restituir en el país los valores morales.
Esta es la base indispensable de las reformas exteriores. Y luego hay que convocar una asamblea que
establezca una Constitución. Reemprende luego la narración de sus viajes y sus
actividades en Sicilia. Al regresar definitivamente a Atenas, encuentra a Dión
en Olimpia. Este, organizado el partido de la resistencia, prepara la guerra.
Platón desaprueba el método, ofreciendo su colaboración solo para la acción diplomática
y pacífica. La conclusión se basa en reflexiones análogas a las de los consejos:
la necesidad de una reforma moral personal.
3.
La autenticidad de la Carta VII apenas necesita demostración. Es esta, en
efecto, la que lleva más marcado el sello platónico. Muy probablemente es la
más antigua que se conserva, la que ha proporcionado los materiales para
redacciones más tardías.
Las
objeciones más serias e importantes que se han presentado a la autenticidad de
la carta son las de Karstern, que podemos reducir a tres capítulos: a) forma y composición de la carta; b) dificultades históricas; c) filosofía de la
carta.
a) El estudio atento del relato del autor de la carta nos lleva a la
conclusión de que se ha elegido la forma adecuada para desarrollar una serie de
pensamientos que el autor quería dar a conocer y también la forma que le permitiera
hacerlos llegar al mayor número posible de lectores. Es, en suma, lo que
nuestros periódicos o revistas habrían llamado una «carta abierta». Así lo
entendieron también los antiguos unánimemente.
El
fin real del escrito es el de legitimar su propia conducta en los asuntos de
Sicilia. La parte parenética es, en realidad, un mero pretexto para hacer
frente a las críticas que los sucesos de Sicilia habían provocado. De la misma
manera que en otros tiempos se había hecho a Sócrates responsable de las funestas
empresas de sus discípulos, un Alcibíade,s o un Critias, resultaba natural se
sospechara de la actitud de Platón junto a Dionisio. Las partidarios de Dión
quizá podían achacarle el haberle embarcado en una actitud que dio precisamente
lugar a su muerte. Además, los autores del crimen eran atenienses y habían
estado relacionados coa la Academia. Platón debía justificar su conducta por
el honor de la escuela y el futuro de la misma, por el buen nombre de su
patria, incluso por el destino de sus doctrinas más estimadas. Este es el
sentido de la Carta VII. El interés de todo el drama se centra en tres
personajes: Platón, Dión y Dionisio. Los acontecimientos externos tienen poca
importancia, en relación con los motivos internos que los provocan. Este juego
de las pasiones humanas está analizado en la carta con una agudeza de psicólogo
que bien puede recordar la República y
con un acento de verdad que solo puede proceder de quien realmente ha vivido
lo que escribe.
El
primer argumento en contra de la autenticidad se basa en la aparente falta de
composición o estructura de la carta. La impresión es la de un mosaico de
fragmentos dispersos. La composición difiere, evidentemente, de la de los
sofistas y retóricos, tan limpiamente articulada. En cambio, se encuentra en
ella esa agilidad de fondo tan característica de los Diálogos, esa insensible evolución del tema propuesto
al comienzo, con esa composición que puede parecer caprichosa y que va de lo
esencial a la digresión para regresar sin sentir al tema. Si se lee atentamente
la carta, una segunda vez si es preciso, se verá hasta qué punto es imposible
suprimir ni un solo párrafo sin dañar con ello el conjunto.
b) Se presentan tres dificultades históricas. En 324 a-b se habla de un Hiparino. ¿De cuál se trata?
Hubo un Hiparino hijo de Dión, y otro hermano de padre de Dionisio el Joven y
sobrino de Dión. Sostienen algunos críticos que el autor de la carta solo pudo
referirse al hijo de Dión. Pero según Plutarco y Cornelio Nepote, este Hiparino
murió antes que su padre. Este anacronismo probaría, pues, la inautenticidad de
la carta. Se han propuesto para ello varias soluciones, de las que la más
evidente parece la que dice que se trataba aquí no del hijo de Dión, sino del
sobrino que estaba muy vivo aún entonces. La cuestión de la edad no es
obstáculo. Dión tenía unos veinte años cuando Platón fue a Sicilia por primera
vez. Hacia 354, cuando se escribe la
carta, Hiparino debe de tener esta misma edad. Ahora bien: Dionisio se casó con
la hermana de Dión en 398, y no es
imposible que esta hubiera dado a luz a los veinte años de casada. Por otra
parte, el hijo de Dión careció
en
absoluto de importancia, mientras que el sobrino, hijo de Dionisio el Viejo y
hermanastro de Dionisio el Joven, era considerado verdaderamente como e/
heredero de los pensamientos y proyectos del liberador de Sicilia. Muerto su
tío, él estuvo al frente del partido de la resistencia contra Calipo, y unos
meses más tarde se apodera él del reino y gobierna durante dos años.
La
segunda dificultad se refiere a la organización política de la época de los
Treinta. La descripción que da de ella el autor de la carta parece demostrar
ignorancia de los asuntos políticos de Atenas. Las inexactitudes, empero, que
en este aspecto veía el crítico mencionado han quedado rebatidas con la
aparición de la Constitución de Atenas, de Aristóteles, que en su capítulo 35 describe una organización política en todo conforme con la de la carta.
No hay, pues, aquí error histórico.
La
tercera dificultad, la cuestión de Darío y el reparto de Persia, no es en
realidad ninguna dificultad hoy día. No coincide, en efecto,
con Heródoto (III, 89), pero sí, en
cambio, está perfectamente de acuerdo con las afirmaciones de las Leyes
(III, 695 c).
c)
La digresión filosófica de la carta es el pasaje en que más hincapié hacen los
adversarios de la autenticidad. Es imposible seguir punto por punto el
razonamiento de Karstern sobre esta digresión. Todos sus puntos han sido revisados
hoy en día y carecen de fuerza. El sentido de este pasaje filosófico se ha
demostrado perfectamente platónico. No se trata de doctrinas esotéricas u
ocultas, expuestas de manera más o menos misteriosa y extraña a la manera de
Platón. Basta una atenta comparación del fragmento con las doctrinas del Fedro para ver que esta parte de la Carta VII no
es ni más ni menos que el eco de las teorías del diálogo. También en este
insiste Platón en la idea de que, pintura o escritura, todo sistema
representativo del pensamiento tiene un doble inconveniente: el de no ser más
que una traducción aproximativa del objeto, y el de no podernos dar, a causa
de su fijeza o inmovilidad, las continuas explicaciones que seria necesario
añadirles. Véanse, por ejemplo, los pasajes 276 c y 277 d-278 b del Fedro. Lo específico de la carta (y gracias a estos matices deja de ser esta
una burda imitación de aquel) está en una exposición más técnica de los
motivos que impiden reconocer un valor científico a un escrito cualquiera.
Porque todo elemento de expresión tiene algo de convencional, como nos enseñó
el Cratilo (432 b-e-435).
Resumiendo,
pues: la tradición, el relato de los sucesos, la marcha doctrinal del texto, la
composición en apariencia caprichosa y descuidada, así como las imperfecciones
del estilo, que permitirían incluso fechar la carta por solo estas, son todo
razones que convergen a la autenticidad platónica indiscutible de la Carta
VII.
PLATÓN A LOS
PARIENTES Y AMIGOS DE DION: Mucho éxito.
Me habéis escrito diciéndome
que podía estar bien seguro de la conformidad de vuestros pensamientos con los
de Dión y me movéis así insistentemente a que, en la medida de lo posible, os
ayude con mis obras y con mis palabras. Ciertamente, si en verdad vuestra
manera de ver las cosas y vuestros deseos son los mismos que los suyos,
consiento en colaborar; si no es así, necesito reflexionar mucho sobre ello. De
sus pensamientos y sus proyectos puedo yo, sin duda, hablar, no por conjeturas,
sino con certeza. Cuando yo, en efecto, vine por vez primera a Siracusa, tenía
cerca de cuarenta años; Dión tenía la edad que tiene en la actualidad Hiparino2,
y él veía entonces las cosas como no dejó de verlas: los siracusanos, según su
opinión, debían ser libres y debían regirse de acuerdo con las mejores leyes.
No tendrá, pues, nada de sorprendente que
una divinidad haya conformado las ideas políticas de Hiparino a las de Dión.
Vale la pena que los jóvenes y los viejos sepan cuál fue la forma en que estas
se engendraron. Por eso voy a intentar contaros esto desde sus comienzos: las
circunstancias presentes me brindan una buena ocasión para ello.
Desde
tiempo atrás, en mi juventud, sentía yo lo que sienten tantos jóvenes. Tenía el
proyecto, para el día en que pudiera disponer de mí mismo, de entrarme en
seguida por la política. Pues bien, ved cuál era el estado en que se me
ofrecían los asuntos del país: acosada la forma existente de gobierno por todos
lados, se produjo una revolución; en cabeza del nuevo orden establecido fueron
puestos, como jefes, cincuenta y un ciudadanos: once en la capital, diez en el
Pireo (estos dos grupos fueron puestos al frente del ágora y de todo lo
concerniente a la administración de las ciudades), mientras que los otros
treinta constituían la autoridad superior con poder absoluto. Bastantes de
entre ellos eran o bien parientes míos o mis conocidos, que me invitaron a colaborar
inmediatamente en trabajos que, según decían, me convenían 3. Yo me hice unas
ilusiones que nada tenían de sorprendente a causa de mi juventud. Me
imaginaba, en efecto, que ellos iban a gobernar la ciudad, conduciéndola de los
caminos de la injusticia a los de ¡ajusticia. Por eso observaba yo afanosamente
lo que ellos iban a hacer. Ahora bien: yo vi a estos hombres hacer que, en poco
tiempo, se echara de menos el antiguo orden de cosas, como si hubiera sido una
edad de oro. Entre otros, a mi querido y viejo amigo Sócrates, a quien no temo
proclamar el hombre más justo de su tiempo, quisieron asociarlo a otros
encargados de llevar por fuerza a un ciudadano para condenarlo a muerte, y esto
con el fin de mezclarlo en su política por las buenas o por las malas. Sócrates
no obedeció y prefirió exponerse a los peores peligros antes que hacerse
cómplice de acciones criminales4. A la vista de todas estas cosas, y
de muchas otras del mismo tipo y de no menor importancia, me sentí lleno de
indignación y me aparté de las desgracias de esta época. Muy pronto cayeron los
Treinta, y con ellos cayó su régimen. Nuevamente, aunque con más calma, me
sentía movido por el deseo de mezclarme en los asuntos del Estado. Por ser
aquel un período de mucha turbación, sucedieron muchos hechos turbulentos, y
no es extraordinario que las revoluciones sirvieran para multiplicar los actos
de venganza personal. No obstante, los que en aquel momento regresaron utilizaron
una gran moderación'. Pero (yo no sé cómo ocurrió esto) he aquí que gentes
poderosas llevan a los tribunales a este mismo Sócrates, nuestro amigo, y
presentan contra él una acusación de las más graves, que él ciertamente no
merecía en manera alguna: fue por impiedad por lo que los unos lo procesaron y
los otros lo condenaron, e hicieron morir al hombre que no había querido tener
parte en el criminal arresto de uno de los amigos de aquellos, desterrado
entonces, cuando, desterrados, ellos mismos estaban en desgracia. A1 ver esto y
al ver los hombres que llevaban la política, cuanto más consideraba yo las
leyes y las costumbres y más iba avanzando en edad, tanto más difícil me fue
pareciendo administrar bien los asuntos del Estado. Por una parte, sin amigos
y sin colaboradores fieles, me parecía ello imposible. (Ahora bien: no era
fácil encontrarlos entre los ciudadanos de entonces, porque nuestra ciudad no
se regía ya por los usos y costumbres de nuestros antepasados. Y no se podía
pensar en adquirirlos nuevos sin grandes dificultades.) En segundo lugar, la
legislación y la moralidad estaban corrompidas hasta tal grado que yo, lleno de
ardor al comienzo para trabajar por el bien público, considerando esta
situación y de qué manera iba todo a la deriva, acabé por quedar aturdido. Sin
embargo, no dejaba de espiar los posibles signos de una mejoría en estos
sucesos y, de manera especial, en el régimen político, pero siempre esperaba el
momento adecuado para obrar. Finalmente llegué a comprender que todos los
Estados actuales están mal gobernados, pues su legislación es prácticamente
incurable sin unir unos preparativos enérgicos a unas circunstancias felices.
Entonces me sentí irresistiblemente movido a alabar la verdadera filosofía y a
proclamar que solo con su luz se puede reconocer dónde está la justicia en la
vida pública y en la vida privada. Así, pues, no acabarán los males para los
hombres hasta que llegue la raza de los puros y auténticos filósofos al poder
o hasta que los jefes de las ciudades, por una especial gracia de la divinidad,
no se pongan verdaderamente a filosofar6.
Esta
era la marcha de mis pensamientos cuando llegué a Italia y a Sicilia por vez
primera. Entonces esa vida llamada allí feliz, llenada por esos perpetuos
banquetes italianos y siracusanos, me desagradó en absoluto: atracarse de
comida dos veces al día, nunca acostarse solo por la noche y todo lo que
acompaña a esta clase de existencia'. Con semejantes costumbres no hay ningún
hombre bajo la capa del cielo que, viviendo esta vida desde su niñez, pueda
llegar a ser sensato (¿,qué naturaleza podría haber tan maravillosamente equilibrada?)
no adquirir jamás la sabiduría, y lo mismo diré de todas las demás virtudes. De
igual manera, no hay ninguna ciudad que pueda llegar a mantenerse en paz bajo
sus leyes, por muy buenas que estas sean, si los ciudadanos creen deberse
entregar a dispendios locos y, por otra parte, vivir en las más completa inactividad,
excepto para los banquetes y las reuniones para beber (y cuando ponen todos
sus esfuerzos en ir tras sus amoríos). Tales Estados necesariamente no dejarán
de moverse, de forma revolucionaria, de la tiranía a la oligarquía y a la
democracia8 y los que se hallen en el poder no soportarán ni tan
siquiera oír el nombre de una forma de gobierno de justicia y equidad o
igualdad.
Así,
pues, durante mi viaje a Siracusa, yo me hacía estas reflexiones y las
precedentes. ¿Se debía ello al azar? Más bien creo que alguna divinidad se
esforzaba entonces en preparar todos los hechos que han sucedido ahora
relativos a Dión y a los siracusanos9 (y es preciso temer aún peores
males si vosotros no seguís ahora los consejos que os doy por segunda vez10).
Pero ¿de qué manera puedo yo mantener que entonces mi llegada a Sicilia fue el
origen de todos estos acontecimientos? En mis relaciones con Dión, que era
joven aún, exponiéndole mis puntos de vista sobre lo que me parecía mejor para
los hombres y estimulándolo a realizarlo, es muy probable que yo no me diera
cuenta de que de alguna manera trabajaba inconscientemente en la caída de la
tiranía. Pues Dión, muy abierto a todas las cosas y de manera especial a los
razonamientos que yo le hacía, me comprendía admirablemente, mejor que todos
los jóvenes con quienes nunca haya podido tener yo trato frecuente. El decidió
llevar, desde entonces, una vida distinta de la de la mayoría de los ítalos o
sicilianos, haciendo mucho más caso de la virtud que de una existencia de
placer y sensualidad. Desde entonces, su actitud se hizo más y más odiosa a
los partidarios del régimen tiránico, y esto llegó hasta la muerte de
Dionisio.
Luego
de este suceso, él hizo el propósito de no guardar ya más para sí solo estos
sentimientos que le había hecho adquirir la verdadera filosofía. Comprobó, por
los demás, que habían sido ganados otros espíritus, pocos sin duda, pero
algunos, sin embargo, y entre ellos creyó muy pronto él se podía contar, con la
ayuda de los dioses, el joven Dionisio. Pues bien, si ello era así, ¡qué vida de
increíble felicidad iba a ser para él, Dionisio, así como para todos los
siracusanos! Por otra parte, juzgó él que yo debía ir lo más rápidamente
posible a Siracusa para colaborar en sus designios: él no había olvidado con
qué facilidad nuestra amistad le había inspirado el deseo de la vida bella y
dichosa. Si en aquel momento lograba inspirar este mismo deseo a Dionisio, como
intentaba hacerlo, tenía las mayores esperanzas de establecer en todo el país,
sin carnicerías, sin matanzas, sin todos los males que se producen actualmente,
una vida feliz y verdadera. Lleno de estos justos pensamientos, Dión convenció
a Dionisio de que me hiciera llamar, y él mismo me hizo rogar que fuera lo más
aprisa posible, no importaba cómo, antes que otras influencias` se dejaran
sentir sobre Dionisio, llevándolo a una existencia que pudiera ser distinta de
la vida perfecta. He aquí cuáles eran las razones con que me presionaba, aun
cuando con ello deba alargarme un poco: «¿Qué mejor ocasión podríamos esperar
nosotros-decía él que la que actualmente nos ofrece la divinidad?» Junto a
esto me hacía ver él este imperio de Italia y Sicilia y el poder que él tenía
allí, la juventud de Dionisio y el gusto tan vivo que sentía por la filosofía y
la ciencia, sus sobrinos y sus parientes`, tan fáciles de ganar para la
doctrina y la vida que yo no dejaba de predicar, y dispuestos todos a presionar
a Dionisio. En una palabra, nunca como en aquel momento era posible esperar
conseguir la unión, en unos mismos hombres, de la filosofía y del gobierno de
las grandes ciudades. Esas eran sus exhortaciones y otras muchas de este mismo
género. Pero yo, por una parte, no dejaba de sentir inquietud respecto de los
jóvenes, por lo que un día pudiera ocurrir (pues sus deseos son prontos y
cambian a menudo en sentidos contrarios); y sabía, por otra parte, que Dión
poseía un carácter naturalmente grave y que era ya de edad madura. Habiendo
reflexionado y habiéndome preguntado con vacilaciones si era conveniente o no
ponerme en ruta y ceder a lo que se me pedía, lo que, sin embargo, hizo que la
balanza se inclinara, fue el pensamiento de que si alguna vez se podía
emprender la realización de mis planes legislativos y políticos, este era el
momento de intentarlo: no había que hacer sino persuadir suficientemente a un
solo hombre y todo estaba ganado.
Con estas disposiciones de
espíritu, me aventuré a partir. Ciertamente, no iba empujado por los motivos
que algunos imaginan, pero me avergonzaba sobre todo de pasar a mis propios
ojos por un charlatán de feria14, que nunca quiere ponerse de manos
a la obra (y también el aventurarme a traicionar en primer lugar" la
hospitalidad de Dión y la amistad del mismo, en un momento en que él corría
peligros bastante serios). Pues bien, si le llegaba la desgracia, si, expulsado
por Dionisio y sus demás adversarios, se presentaba ante mí como un desterrado
y me decía: «¡Oh Platón!, llego a ti como un proscrito; no me han faltado
hoplitas ni caballeros para defenderme contra mis enemigos, sino estos
razonamientos persuasivos por medio de los cuales tú puedes, yo lo sé bien,
impulsar a los jóvenes al bien y a la justicia, al mismo tiempo que crear entre
ellos, en toda ocasión, vínculos de amistad y de camaradería. Esto me ha faltado
por negligencia y culpa tuya, y este es el motivo por el que ahora he
abandonado como desterrado Siracusa y por el que me encuentro f aquí. Pero la
suerte que yo he corrido es aún para ti el menor motivo de vergüenza: esa
filosofía que tú tienes en la boca siempre y que tú dices es menospreciada por
los demás hombres, ¿cómo no habrás traicionado su causa junto con la mía, en
cuanto dependía de ti? Así es; si hubiéramos vivido en Megara16b, ante mi llamada, habrías
acudido a toda prisa a mi llamada sin ninguna duda o te hubieras juzgado el
último de los hombres. Y ahora pones como excusa la longitud del viaje, la
importancia de la travesía, la fatiga. ¿ Crees que en el futuro vas a poder
escapar al reproche de debilidad? Ciertamente, está muy lejos de ello.» Pues
bien, a estas palabras, ¿qué respuesta habría podido yo dar que pareciera
razonable? Ninguna. Así, pues, partí por motivos razonables y justos, en la
medida en que los motivos humanos pueden serlo, dejando a causa de ellos mis
habituales ocupaciones, que no eran oscuras, para irme a vivir bajo una
tiranía que no parecía avenirse ni con mis enseñanzas ni con mi persona. A1
trasladarme a vuestro país cumplía yo un deber con Zeus Hospitalario y liberada
a la filosofía del reproche que se le hubiera hecho en mi persona si por amor
de las comodidades y por timidez me hubiera deshonrado.
A mi llegada (no conviene,
en efecto, que me alargue) no encontré más que enredos en torno a Dionisio: se
calumniaba a Dión ante el tirano. Yo lo defendí con todas mis fuerzas, pero mi
poder era muy mezquino, y al cabo de unos tres meses, Dionisio acusaba a Dión
de conspirar contra la tiranía, lo hizo embarcar en un pequeño navío y lo
desterró ignominiosamente. Luego de esto, todos nosotros, los amigos de Dión,
temíamos ver que se culpaba a uno u otro de nosotros de complicidad en las
intrigas de Dión y que se nos castigaba por ello. Respecto de mí, llegó a
Siracusa el rumor de que yo había sido condenado a muerte por Dionisio, por ser
la causa de todo lo que había ocurrido. Pero este último, viéndome alarmado de
esta manera y temiendo que nuestro miedo no nos llevara a actos más graves, nos
trataba a todos con benevolencia, y a mí en particular me animaba y me comprometía
a que tuviera confianza, rogándome insistentemente que me quedara, ya que, si
lo abandonaba, esto no iba a representar para él ningún bien, y que ocurriría
lo contrario si yo me quedaba. Por este motivo fingía suplicarme esto
insistentemente. Pero nosotros sabemos bien hasta qué punto las peticiones de
los tiranos van mezcladas con la coacción. El tomó sus medidas para impedir mi
partida: hizo que me condujeran y alojaran en la acrópolis18 . Ni un
solo capitán de navío me hubiera podido sacar de allí, no digo yo en contra
de la voluntad de Dionisio, pero ni tan siquiera sin una orden expresa de
embarcarme emanada de él. Tampoco había un solo mercader ni uno solo de los
funcionarios que tenían a su cargo las fronteras que, de sorprenderme en plan
de abandonar solo el país, no me hubiera detenido y me hubiera llevado a
Dionisio, tanto más cuanto que por aquel entonces se difundía un nuevo rumor
totalmente contrario al anterior: Dionisio, se decía, abrigaba una hermosa
amistad para con Platón. ¿Qué había efectivamente de ello? Es muy conveniente
decir la verdad. Con el tiempo, sin duda, me quería siempre más a medida que se
familiarizaba con mi modo de ser y mi carácter, pero él quería ver que yo
manifestaba más estima por él que por Dión y que yo creía mucho más en su
amistad que en la de Dión. Es maravilloso ver cómo hacía de esto un punto de
honra. Pero vacilaba en emplear para ello el medio que hubiera sido el más
seguro si esto hubiera debido hacerse, es decir, frecuentar mis lecciones
filosóficas en calidad de discípulo y oyente: temía, haciendo caso de las
afirmaciones de los calumniadores, que esto disminuyera de alguna manera su
libertad y que no fuera Dión el que hubiera maquinado todo esto19`.
En cuanto a mí, lo soportaba todo, fiel al primer objetivo que me había
llevado allí, para el caso en que el deseo de la vida filosófica llegara a
apoderarse de él. Pero sus resistencias lo dominaron.
Estas son, pues, las
vicisitudes entre las que transcurrió el primer período de mi llegada y mi
estancia en Sicilia. Partí inmediatamente 20, pero volví todavía
ante las súplicas insistentes de Dionisio. ¡Cuán razonables y justos fueron
mis motivos y todas mis acciones! Sin embargo, antes de contároslo, os daré mis
consejos y os expondré qué es lo que hay que hacer en la situación presente,
dejando para más tarde el responder a los que me preguntan sobre mis
intenciones al ir allá por segunda vez, para que lo que es accesorio en mi narración
no se convierta en el punto principal21. He ahí, pues, lo que tengo
que decir.
El consejero de un hombre
enfermo, si este enfermo sigue un régimen malo, ¿no tiene acaso como primer
deber el hacerle modificar su género de vida? 22. Si el enfermo
quiere obedecer, él le dará entonces nuevas prescripciones. Si el enfermo se
niega a ello, sostengo que es propio de un hombre recto y de un verdadero
médico el no prestarse más a nuevas consultas. A1 que se resignara a ello lo
consideraría yo, por el contrario, como un hombre débil y un medicastro. Lo
mismo hay que decir de un Estado a cuyo frente haya un solo jefe o varios. Si
está gobernado normalmente, sigue el buen camino y desea un consejo sobre un
punto útil, y será razonable dárselo. Si, por el contrario, se trata de Estados
que se apartan del todo de una legislación justa y se niegan en absoluto a
seguir sus pasos, antes ordenan a su consejero que deje la Constitución
tranquila y que no cambie nada de ella bajo pena de muerte, para que, atento a
sus instrucciones, venga a convertirse en el servidor de su voluntad y sus
caprichos, mostrándole por qué medios todo les resultará en adelante más cómodo
y más fácil; al hombre que soportara un papel como este le tendría yo como un
cobarde y un débil; por el contrario, consideraría valiente al que se negara a
prestarse a ello. Esos son mis sentimientos, y cuando alguien me consulta sobre
un punto o cuestión importante relacionada con su vida, sea cuestión de dinero
o de higiene de alma o cuerpo, si su conducta habitual me parece responde a
ciertas exigencias o si, por lo menos, parece querer conformarse a mis
prescripciones en las materias que sujeta a mi consejo, con mucho gusto me hago
su consejero y no me desembarazo de él dejando de asistirle. Pero si no se me
pide nada o si es evidente que no se me va a escuchar por nada del mundo, yo
no voy por mí mismo a ofrecer mis consejos a esas personas y tampoco haré
violencia a nadie, aunque sea mi propio hijo. A mi esclavo, sí, le daré
consejos, y si se niega a hacerles caso, se los impondré. Pero considero impío
coaccionar a un padre o a una madre, excepto en los casos de locura 23
Aunque ellos abracen un género de vida que les agrada a ellos y no a mí, no me
parece conveniente irritarlos vanamente con reproches, como tampoco adularlos
con mis plácemes, procurándoles con qué satisfacer unos deseos que yo, por mi
parte, no admitiría el vivir acariciándolos por mí .mismo. Estas son las
disposiciones en que debe vivir un sabio frente a su país. En el caso en que
este no le parezca bien gobernado, que hable, pero solamente si no ha de hablar
en vano o si no arriesga la vida24; pero que no emplee la violencia
para cambiar la Constitución de su patria cuando no sea posible obtener un
buen régimen más que a costa de exilios y de carnicerías; en tal caso, que
permanezca tranquilo e implore de los dioses los bienes para sí mismo y para la
ciudad.
De esta manera, pues, podría
yo daros mis consejos, y así es como, de acuerdo con Dión, encargaba a
Dionisio, al comienzo, a que cada día viviera de forma que se fuera haciendo
cada vez más dueño de sí mismo y se ganara fieles amigos y partidarios, no
fuera a ocurrirle a él lo que a su padre. Este último había adquirido en
Sicilia un gran número de ciudades importantes devastadas por los bárbaros.
Pero luego de haberlas reconstruido, no fue capaz de constituir en ellas
gobiernos firmes, puestos en manos de amigos escogidos por él, bien entre los
extranjeros, fuera cual fuera su lugar de procedencia, bien entre sus hermanos 25,
a los que había educado él mismo, ya que eran menores que él, y a los
que, de simples particulares, había hecho magistrados públicos y, de pobres
que eran, inmensamente ricos. Pese a sus esfuerzos, no pudo hacer de ninguno
de ellos un socio o compañero de su poder, ni empleando la-persuasión, ni
utilizando la instrucción, ni por medio de sus beneficios o su afecto de
familia. En esto se mostró siete veces inferior a Darío, quien, fiándose de
gentes que no eran sus hermanos ni habían sido educados por él, antes eran tan
solo aliados suyos en la victoria sobre el eunuco medo, dividió su reino en
siete partes, cada una de ellas mayor que toda Sicilia, y encontró en ellos
colaboradores fieles que no le crearon ninguna dificultad, como tampoco se las
crearon los unos a los otros26. De esta manera, dio ejemplo de lo
que había de ser el buen legislador y el buen rey, ya que, gracias a las leyes
que él promulgó, ha conservado hasta ahora el imperio persa. Veamos también
los atenienses. Ellos no colonizaron personalmente las numerosas ciudades
griegas invadidas por los bárbaros, sino que las tomaron pobladas. Sin
embargo, conservaron el poder en ellas durante setenta años, porque en todas
las ciudades poseían partidarios. Dionisio, en cambio, que había reunido toda
Sicilia en un solo Estado, al no fiarse de nadie en su sabiduría, se mantuvo
con dificultades, pues escaseaba en amigos y gentes que le fueran fieles. Ahora
bien: no hay señal más evidente de virtud o vicio que la abundancia o escasez
de tales hombres. Ved también los consejos que Dión y yo dábamos a Dionisio,
puesto que la situación que su padre le había creado le privaba de la
sociabilidad que da la educación y de la que procuran las buenas relaciones.
Nosotros le exhortábamos a que se preocupara primeramente de asegurarse; entre
sus parientes y los compañeros de su misma edad, otros amigos que estuvieran de
acuerdo entre sí para tender a la virtud, y le exhortábamos, sobre todo, a que
reinara el acuerdo en él mismo, ya que tenía extraordinaria necesidad de ello.
No hablábamos tan abiertamente (esto hubiera sido peligroso), sino con
palabras encubiertas, e insistíamos en el hecho de que ahí estaba, para todo
hombre, el medio de mantenerse y guardarse a sí mismo y a los que él gobernara,
y de que obrar de otra manera significaba ir a parar a los resultados
opuestos. Si caminando por el camino que nosotros le señalábamos, haciéndose
reflexivo y prudente, reconstruía las ciudades devastadas de Sicilia, las
ligaba entre sí por medio de leyes y constituciones que estrecharan su mutua
unión y su inteligencia con él de cara a defenderse contra los bárbaros, no
solamente llegaría él a duplicar o doblar el reino de su padre, sino que
realmente lo multiplicaría varias veces. Pues se encontraría en mucho mejores
condiciones para someter a los cartagineses de las que había tenido GelónZ',
mientras que en la actualidad, por el contrario, su padre se había visto
obligado a pagar un tributo a los bárbaros. Estos eran nuestros razonamientos
y nuestros consejos, los que dábamos nosotros, que conspirábamos contra Dionisio,
según se insinuaba por diversos lados, rumores estos que encontraron acogida y
crédito en el espíritu de Dionisio, que hicieron se desterrara a Dión y que
nos causaron un gran temor. Para poner fin a esta relación de los numerosos
sucesos que tuvieron lugar en breve tiempo, Dión volvió del Peloponeso y de
Atenas y dio a Dionisio una lección con los hechos. Así, pues, cuando hubo liberado
la ciudad y la hubo entregado por dos veces a los siracusanos, se vio pagado
por ellos de la misma manera que lo había sido por Dionisio, cuando,
formándolo y preparando en él un rey digno de ocupar el poder, se esforzaba por
establecer entre ellos una total familiaridad de vida. Pero Dionísio prefería
todavía la familiaridad de los calumniadores, que acusaron a Dión de aspirar a
la tiranía y de que con esta finalidad realizaba todas sus empresas de esta
época. Se decía que él esperaba que, dejándose coger por los encantos del
estudio, Dionisio se desinteresaría del gobierno y se lo confiara a él, y que
él, Dión, haciéndose fraudulentamente con el poder, expulsaría de esta manera
a Dionisio. Vencieron entonces estas calumnias, como vencieron también cuando
fueron divulgadas por segunda vez en Siracusa: victoria por lo demás absurda y
vergonzosa para los que la habían conseguido.
¿Qué sucedió, pues? Es
preciso que lo sepan los que reclaman mi colaboración y mi ayuda en los
actuales asuntos. Yo, ateniense, amigo de Dión y aliado suyo, fui a casa del
tirano con el fin de hacer ceder la discordia ante la amistad. Pero sucumbí en
mi lucha contra los calumniadores. Y cuando Dionisio, por medio de honores y
de riquezas, quiso arrastrarme a su lado y hacer de mí un testigo y un amigo
dispuesto a justificar el exilio de Dión, todos sus esfuerzos fracasaron. Ahora
bien: más tarde, volviendo a su patria, Dión llevó consigo dos hermanos;
hermanos que no había creado la filosofía; sino esta camaradería corriente, lazo
de las amistades vulgares que hacen nacer las relaciones de hospitalidad o las
que pueda haber entre iniciados en los diversos misterios28. Estos
fueron, pues, sus compañeros de regreso, unidos a él por los motivos que he
dicho y por la ayuda que ellos le prestaron en el viaje. Así llegaron a
Sicilia. Una vez allí, advirtiendo que Dión era, ante esos mismos sicilianos
que él había liberado, sospechoso de aspirar a la tiranía, traicionaron a su
amigo y a su huésped y, más aún, fueron, por así decirlo; sus propios
asesinos, acudiendo, con las armas en la mano, a prestar su ayuda a los que en
realidad le asesinaron. Esta acción sacrílega y vergonzosa no la quiero
mantener oculta, pero tampoco quiero volver a contarla más (¡hay tantas gentes
que se han encargado de contarla en todas partes y se encargarán de hacerlo
en el futuro!). Pero yo arrancaré la opinión que se ha difundido respecto de
Atenas, de que esos dos miserables habrían puesto una nota infamante a nuestra
ciudad, pues afirmo que también era un ateniense aquel que nunca ha traicionado
a Dión, cuando le hubiera sido fácil procurarse, a este precio, riquezas y
tantos otros honores. No es, en efecto, una amistad vulgar la que los unía,
sino una común educación libre: en sola ella debe confiar el hombre sensato,
mucho más que a las afinidades de alma y de cuerpo. Por eso no es en manera
alguna justo que nuestra ciudad sufra el oprobio por los asesinos de Dión,
como si estos hubieran sido alguna vez de esos hombres que cuentan.
He dicho todo esto para que
sirva de advertencia a los amigos y parientes de Dión. Por lo demás, repito
por tercera vez el mismo aviso dirigido a vosotros los terceros. Que Sicilia no
esté sometida a los déspotas, como ninguna otra ciudad (este es al menos mi consejo),
sino a las leyes. Pues aquello no es bueno ni para los que esclavizan ni para
los que son esclavizados, ni para ellos, ni para sus hijos, ni para los hijos
de sus hijos. Es incluso una empresa enteramente nefasta. Solo los espíritus
mezquinos y serviles pueden gustar de echarse sobre semejantes ganancias, solo
las gentes que ignoran todo lo que es justo y bueno en las cosas divinas y
humanas, tanto de cara al futuro como en las circunstancias presentes. He
procurado convencer de estos a Dión primero, en segundo lugar a Dionisio y en
tercer lugar, ahora, a vosotros. Escuchadme, por el amor de Zeus tercer
salvador30. Mirad en seguida a Dionisio y a Dión: el primero no me
ha hecho caso, y vive todavía, aunque miserablemente; el segundo, que ha seguido
mis consejos, ha muerto, pero con honra, pues al que aspira al bien supremo
para sí mismo y para la ciudad, sea lo que sea lo que tenga que sufrir, no le
puede ocurrir nada que no sea justo y bello. Ninguno de nosotros es, naturalmente,
inmortal y el que llegara a serlo no encontraría la felicidad, como tanta gente
la imagina. No hay, en efecto, verdadero bien ni verdadero mal para aquel que
carece absolutamente de alma, sino solamente para el alma, unida al cuerpo o
separada de él. Hay que creer verdaderamente en esas antiguas y santas
tradiciones que nos revelan la inmortalidad del alma, y la existencia de
juicios y de terribles castigos que experimentar, cuando ella se vea libre del
cuerpo. Por esta razón consideramos un mal menor el ser víctimas de grandes
crímenes o grandes injusticias que el cometerlos31. El hombre que
ambiciona las riquezas y tiene el alma pobre no escucha este lenguaje. Si lo
escucha, cree que debe reírse de él, y sin ninguna clase de pudor se echa, como
un animal salvaje, sobre todo lo que puede comer o beber o sobre todo lo que es
capaz de procurarle hasta la saciedad el indigno y grosero placer que se llama
equivocadamente amor3z. Es un ciego que no ve cuáles de sus
acciones llevan en sí la impiedad ni qué mal va siempre unido a sus crímenes,
impiedad que el alma injusta arrastra necesariamente consigo, sobre esta
tierra y debajo de ella, en todas sus vergonzosas y miserables peregrinaciones.
Con estos razonamientos, pues, o con otros del mismo género persuadía yo a
Dión, de manera que podría indignarme muy justificadamente contra los que le
han dado muerte tanto como contra Dionisio: unos y otros me han causado el daño
más grave, a mí, y también puedo decir que a todos los hombres. Los primeros
han dado muerte a un hombre que quería practicar la justicia; el segundo se ha
desviado de la justicia durante todo su reinado. Y, sin embargo, él tenía el
poder supremo, y si hubiera unido verdaderamente en una sola persona la filosofía
y el poder, habría hecho brillar a los ojos de todos, griegos y bárbaros, y
habría grabado suficientemente en el espíritu de todos esta verdad, a saber:
que ni la ciudad ni el individuo pueden ser felices sin una vida de sabiduría
gobernada por la justicia, bien porque poseen estas virtudes por sí mismos,
bien porque hayan sido educados e instruidos de manera justa en las costumbres
de unos maestros piadosos. Este es el daño que ha causado Dionisio; todo lo
demás me parece de poca importancia al lado de esto. Y el asesino de Dión, por
su parte, ha obrado sin saberlo exactamente como Dionisio. Pues Dión, tengo la
certeza de ello en la medida en que un hombre puede responder de los hombres,
si hubiera poseído el poder, no habría gobernado sino de la manera siguiente:
cuando, primeramente, hubiera liberado de la servidumbre, hubiera purificado y
aderezado como una dama libre a Siracusa, su patria, hubiera adoptado todas las
medidas posibles para dotar a los ciudadanos del ornato de las mejores y más
justas leyes, luego de lo cual se habría tomado con todo empeño la tarea de
repoblar Sicilia y librarla de los bárbaros, expulsando a los unos y sometiendo
a los otros con más facilidad que lo hiciera Hierón 33. Si
todo esto hubiera sido realizado por un hombre justo, valeroso, al tiempo que
sabio y filósofo, esta estima de la virtud se hubiera ganado a sí la gran masa
del pueblo, y si Dionisio me hubiera escuchado, difundida esta virtud entre
casi todos los hombres, los habría salvado. Pero de hecho se ha abatido sobre
las cosas algún genio o alguna divinidad vengativa: a causa del menosprecio de
las leyes y de los dioses y, sobre todo, por la audacia de la necedad en la
que los males echan en todos raíces, con las que crecen y producen luego frutos
de una extremada amargura a los que los han hecho crecer; esta divinidad lo ha
revuelto y destruido todo por segunda vez.
Pero por el momento no vamos
a tener más que palabras de buen augurio, a fin de evitar los malos presagios
por tercera vez. Y no menos os aconsejo a vosotros, sus amigos, que imitéis a
Dión, su amor a la patria y la sabiduría de su vida, y también que intentéis,
con mejores auspicios, realizar sus designios (vosotros me habéis oído
explicar cuáles eran estos). A aquel de entre vosotros que no pueda vivir según
el sistema dórico, a la manera de los antepasados, y quiera seguir el tipo de
existencia que llevaron los asesinos de Dión y las costumbres sicilianas, no lo
llaméis para que acuda en vuestra ayuda, no vayáis a creer que se puede contar
con él ni que este tal vaya nunca a obrar sanamente. A los demás, convocadlos
para colonizar Sicilia y para vivir bajo leyes comunes iguales; que vengan o
bien de la misma Sicilia o bien de cualquier parte del Peloponeso. Y no temáis
tampoco a Atenas, pues también allí hay hombres que aventajan a todos los
demás en virtud y odian a los audaces asesinos de sus huéspedes. Ahora bien: si
todo esto tardara en llegar y os encontráis metidos en sediciones continuas y
en toda clase de turbulencias que renacen cada día, todo el que ha recibido de
la divinidad el mínimo destello de buen sentido comprenderá que los males de
las revoluciones no acabarán nunca mientras los vencedores no renuncien a
devolver mal por mal en batallas, destierros y asesinatos, y tomando venganza
de sus enemigos. Que, por el contrario, se dominen lo suficiente para
establecer leyes comunes, tan favorables a los vencidos como a ellos y para
exigir la observancia de las mismas, empleando dos medios de coacción: el
respeto y el temor. Conseguirán el temor dando muestras de la superioridad de
sus fuerzas materiales, y se granjearán el respeto mostrándose hombres que,
sabiendo dominar sus propios deseos, prefieren servir a las leyes y pueden
hacerlo. No es posible que una ciudad en la que germina la revolución ponga fin
a sus miserias de otra manera, antes en el interior de ciudades así reinan las
turbulencias, las enemistades, los odios, las traiciones36. Y los vencedores, sean quienes sean, si quieren verdaderamente
la conservación del Estado, escogerán entre ellos a los hombres que saben son
los mejores entre los griegos, ante todo, hombres de edad ya avanzada, casados
y con hijos, y descendientes de una numerosa línea de antepasados virtuosos e
ilustres, y todos ellos en posesión de una fortuna suficiente (para una ciudad
de diez mil habitantes habrá bastante con cincuenta). Hay que ganárselos a
fuerza de ruegos y honores, luego suplicarles y coaccionarles, luego de haber
prestado juramento, a promulgar leyes, a no favorecer ni a los vencedores ni a
los vencidos, antes a establecer la igualdad y la comunidad de derechos en
toda la ciudad. Una vez puestas las leyes, todo radica en este punto. Pues si
los vencedores se muestran más sumisos a las leyes que los vencidos, la
salvación y la felicidad reinarán en todo y los males habrán sido
exterminados. De lo contrario, no me llaméis a mí ni a nadie para que colabore
con personas que hacen caso omiso de estos consejos. Se parecen, en efecto,
como si fueran hermanos, a los planes que Dión y yo, movidos por el afecto que
profesamos a Siracusa, hemos intentado llevar a la práctica de común acuerdo, y
ello por segunda vez. La primera vez fue en aquel primer intento realizado con
el mismo Dionisio para conseguir realizar el bien común, si bien una fatalidad
más fuerte que los hombres dio al traste con él. Esforzaos, pues, ahora por ser
más dichosos y conseguir vuestro fin, con la ayuda del destino y la asistencia
de los dioses'38.
Esos son, pues, mis consejos
y mis prescripciones, así como el relato de mi primer viaje a casa de
Dionisio. En cuanto a mi segunda partida y mi segunda travesía, aquellos a quienes
esto interese podrán ver ahora cuán justo y razonable fue el hacerlo. El primer
período de mi estancia en Sicilia39 se acabó tal como lo he contado
antes de mis consejos a los parientes y amigos de Dión. Después de ello me
esforcé por convencer a Dionisio de que me dejara partir. Sin embargo, para el
momento en que se restableciera la paz (había entonces guerra en Sicilia40°) pactamos nuestros
convenios: Dionisio prometió volvernos a llamar, a Dión y a mí, cuando hubiera
reforzado su poder, y pidió a Dión que no considerara su partida de Sicilia
como un exilio, sino como un simple cambio de alojamiento. Ante estas palabras
me declaré dispuesto a volver. Al concluirse la paz me volvió a llamar, pero
rogó a Dión que esperara todavía un año. En cuanto a mí, me mandaba que
regresara a cualquier precio. Dión me empujaba a que me pusiera en camino y me
instaba a ello con razones de Sicilia, en efecto, venía el rumor de que
Dionisio había sido nuevamente dominado por un maravilloso celo en favor de la
filosofía. Por eso Dión me rogaba ardientemente que respondiera a esta
llamada. Yo sabía bien que los jóvenes experimentan a menudo, ante la
filosofía, sentimientos semejantes. Me pareció, sin embargo, más seguro, por el
momento al menos, dejar de lado a Dión y a Dionisio, y les causé a ambos mucho
descontento, respondiendo que yo era muy viejo y que no se obraba en absoluto
de acuerdo con nuestros convenios. Creo que con este motivo Arquitas41
fue a ver a Dionisio (pues, antes de mi partida, había establecido yo
relaciones amistosas entre Arquitas, el Gobierno de Tarento y Dionisio);
también en Siracusa había personas que habían oído conversaciones de Dión, y
otras que los habían conocido por estas últimas y tenían la cabeza llena de
fórmulas filosóficas. Ellos intentaron, supongo, de discutirlas con Dionisio,
convencidos de que él había aprendido de mí toda mi doctrina. Este, que, por
otra parte, no tenía el espíritu totalmente cerrado, era extremadamente
vanidoso. Quizá también hallara placer en estas cuestiones y tenía vergüenza
de manifestar demasiado que no había aprendido nada durante mi estancia allí.
De ello nació su deseo de ser instruido más a fondo, al tiempo que se sentía
movido a ello por la vanidad. (Ya he contado anteriormente por qué no había
seguido él mis lecciones cuando mi primer viaje42 .) Así, pues, al
ver que yo me había vuelto felizmente a mi tierra y que me negaba a hacer caso
de su segunda llamada, tal como acabo de decirlo, Dionisio, me parece, se vio
dominado por la inquietud vanidosa de que ciertas personas pudieran creer que
él no contaba a mis ojos, como si al haber experimentado sus dotes naturales,
su carácter y su manera de vivir, estuviera yo tan descontento como para no
querer volver a su lado. Pero, en toda justicia, he de decir la verdad y
admitir que, luego de conocidos los hechos, se menosprecia mi propia filosofía
y, por el contrario, se estima la sabiduría del tirano. Así, pues, Dionisio,
llamándome por tercera vez43,
me envió una trirreme para facilitarme el viaje; me envió así mismo a
Arquedemo, uno de los naturales de Sicilia de quienes, pensaba él, hacía yo más
caso, uno de los discípulos de Arquitas, y algunos otros conocidos míos de
Sicilia. Todos me contaban las mismas noticias, acerca de los maravillosos
progresos que había hecho Dionisio en la filosofía. Me mandó también una carta
muy larga, mostrándose buen conocedor de mis sentimientos para con Dión y el
deseo de este último de verme embarcar para Siracusa. La carta, concebida según
todos estos datos, comenzaba poco más o menos así: «Dionisio a Platón.» Venían
luego los cumplidos habituales y añadía inmediatamente: «Si te dejaras
convencer por mí de venir ahora a Sicilia, primeramente se arreglarían según
tus deseos los asuntos de Dión (tus deseos no serán sino razonables, lo sé bien
y yo los atenderé). Si no, ninguna de las cosas que dicen relación con la
persona de Dión o con sus asuntos se arreglará a tu gusto.» Esas eran sus
expresiones. Resultaría demasiado largo y fuera de lo que pretende esta carta
el contar lo demás. Me llegaban igualmente otras cartas de Arquitas y de los
tarentinos, haciéndome grandes elogios de la filosofía de Dionisio, y me añadían
que si yo no iba ahora a Sicilia, esto significaría la ruptura completa de sus
lazos de amistad con Dionisio, lazos de los que yo había sido el autor y que no
tenían poca importancia para la política. Tales eran, pues, las instancias que
se me dirigían: los amigos de Sicilia y de Italia me tiraban hacia ellos; los
de Atenas me empujaban literalmente afuera con sus súplicas, siempre con la
misma cantinela: no hay que traicionar a Dión ni a los huéspedes y amigos de
Tarento. Yo mismo reflexionaba, pensando que nada hay de sorprendente en que un
hombre joven bien dotado, al oír hablar de cosas elevadas, se sienta lleno de
un bello amor a la vida perfecta. Era, pues, conveniente verificar con todo
cuidado lo que pudiera haber en todo ello y no hurtar el cuerpo ni asumir la
responsabilidad de una ofensa como esta, ya que esto iba a ser efectivamente
una ofensa, si realmente se me había dicho la verdad. Partí, cerrándome los
ojos con este razonamiento. Tenía yo muchas aprehensiones y los presagios no
parecían nada favorables. Fui, pues (y a Zeus Salvador le debo la tercera copa:
al menos en esto tuve éxito45); fui, en efecto, felizmente salvado,
y luego del dios, he de dar las gracias a Dionisio: muchos eran los que querían
mi muerte; él se opuso a ello y manifestó una sombra de vergüenza ante mí.
A mi llegada creí que, en
primer lugar, me debía asegurar de si Dionisio era realmente como un fuego
frente a la filosofía o si todo lo que se me había contado en Atenas carecía de
todo fundamento. Pues bien: para hacer esta comprobación existe un método que
es muy elegante. Da un resultado perfecto aplicada a los tiranos, sobre todo si
ellos están llenos de expresiones filosóficas mal comprendidas, como era
exactamente el caso de Dionisio; inmediatamente me di cuenta de ello: es necesario
mostrarles qué es la obra filosófica en toda su extensión, cuál es su propio
carácter, sus dificultades y el trabajo que ella exige. Si el oyente es un
verdadero filósofo, apto para esta ciencia y digno de ella, por estar dotado de
una naturaleza divina, la ruta que se le enseña le parece maravillosa y siente
la necesidad inmediata de emprender este camino, pues no podría vivir de otra
manera. Entonces, redoblando con sus esfuerzos los de su guía, no afloja su
paso hasta haber alcanzado plenamente el objetivo o bien hasta haber conseguido
suficiente fuerza para caminar sin su instructor. Este es el estado de ánimo en
que vive este hombre: se entrega, sin duda, a sus actividades ordinarias, pero,
en todo y siempre, se conforma con la filosofía, este género de vida que le
confiere, junto con la sobriedad, una inteligencia pronta y una memoria tenaz,
así como la capacidad de razonar. Cualquier otra clase de conducta no deja de
resultarle espantosa. En cambio, los que se contentan con el barniz de las
opiniones, sin ser verdaderamente filósofos, como son las personas cuyo cuerpo
está bronceado por el sol, al ver que hay tantas cosas que aprender, que hay
tanto que penar, al considerar este régimen cotidiano el único suficientemente
regulado para adecuarse a este objetivo, encuentran que es difícil y que para
ellos es imposible esto: ni tan siquiera son capaces de ejercitarse en ello, y
algunos llegan a convencerse de que ya han oído bastante sobre ello y no tienen
necesidad de sufrir más por ello. He ahí un experimento claro e infalible
cuando se trata de gentes dadas a los placeres e incapaces de esfuerzo alguno:
esas gentes no tienen por qué acusar a su maestro, sino a sí mismos, si no
pueden practicar lo que es necesario para la filosofía.
Este es el sentido
en que yo hablaba entonces a Dionisio. Sin embargo, no lo desarrollaba todo y
Dionisio no me lo pedía: él se las daba de hombre que sabe muchas cosas y las
más sublimes, de hombre que no tiene nada más que aprender, satisfecho con las
frases oídas a otros. Incluso más tarde, así lo he oído decir, acerca de estas
cuestiones que entonces aprendiera compuso un tratado que dio como su propia
enseñanza, de ninguna manera como una reproducción de lo que había recibido.
¿Qué hay de todo ello? No sé nada de ello. Otros, no lo ignoro, han escrito
sobre estas mismas materias. ¿Quiénes? Ni ellos mismos podrían decirlo. En todo
caso, he ahí lo que yo puedo afirmar respecto de todos los que han escrito o
han de escribir y pretenden ser competentes acerca de aquello que constituye el
objeto de mis preocupaciones, por haber sido instruidos sobre ello por mí o por
otros o por haberlo descubierto personalmente: según mi modo de ver, es
imposible que hayan comprendido, sea lo que sea, la materia. Por lo menos, bien
de cierto que no hay ni habrá ninguna obra sobre semejantes temas. No hay, en
efecto, ningún medio de reducirlos a fórmulas, como se hace con las demás
ciencias, sino que cuando se han frecuentado durante largo tiempo estos
problemas y cuando se ha convivido con ellos, entonces brota repentinamente la
verdad en el alma, como de la chispa brota la luz, y en seguida crece por sí
misma. Sin duda, yo sé muy bien que si fuera necesario exponerlos por escrito o
de viva voz, yo sería quien mejor podría hacerlo; pero también sé que si la
exposición fuera defectuosa, yo sufriría por ello más que nadie. Si yo hubiera
creído que era posible escribir y formular estos problemas para el pueblo de
una manera satisfactoria, ¿qué otra cosa más bella habría podido realizar yo
en mi vida que manifestar una doctrina tan saludable para los hombres y hacer
llegar a todos la verdadera naturaleza de las cosas? Ahora bien: yo no creo que
el razonar sobre esto sea, como se dice, un bien para los hombres, excepción
hecha de una selección, a la que le bastan unas indicaciones para descubrir por
sí misma la verdad. A los demás, o bien los llenaríamos de un menosprecio
injusto respecto de estos problemas, cosa inconveniente, o bien los llenaríamos
de una vana y necia suficiencia por la sublimidad de las enseñanzas recibidas.
Por lo demás, tengo la intención de extenderme más largamente sobre esta
cuestión: quizá alguno de los puntos que trato resultará más claro, una vez me
haya explicado. Hay, en efecto, una razón seria que se opone a que uno intente
escribir cualquier cosa en materias como estas, una razón que ya he aducido yo
a menudo, pero que creo he de repetir aún.
En todos los seres
hay que distinguir tres elementos, que son los que permiten adquirir la ciencia
de estos mismos seres: ella misma, la ciencia, es un cuarto elemento; en quinto
lugar hay que poner el objeto, verdaderamente conocible y real. El primer
elemento es el nombre; el segundo es la definición; el tercero es la imagen;
el cuarto, la ciencia. Pongamos un ejemplo para que se comprenda mi
pensamiento y que sirva para aplicarlo a todo. «Círculo» es la expresión de una
cosa, cuyo nombre es este mismo que acabo de pronunciar. En segundo lugar, su
definición, compuesta de nombres y verbos: aquello cuyos extremos equidistan
perfectamente del centro. Esta es la definición de lo que se llama redondo,
círculo, circunferencia. En tercer lugar está el dibujo que se traza y se
borra, la forma que se delinea en forma circular y que es perecedera. En
cambio, el círculo en sí, al que referimos todas estas representaciones, no
experimenta nada semejante a esto, pues es totalmente distinto. En cuarto
lugar está la ciencia, la intelección, la opinión verdadera, relativas a estos
objetos: esas cosas constituyen una clase única y no residen ni en los sonidos
proferidos ni en las figuras materiales, sino en las almas. De donde resulta
evidente que se distinguen tanto del círculo real como de los tres modos que he
dicho. De entre estos elementos, la inteligencia es la que, por afinidad y semejanza,
está más cerca del quinto elemento; los otros se alejan más de este. Las mismas
distinciones podrían hacerse respecto de las figuras, rectas o circulares,
así como respecto de los colores, de lo bueno, de lo bello, de lo justo, de un
cuerpo cualquiera, fabricado artificialmente o natural, del fuego, del agua y
de todas las cosas semejantes, de toda especie de seres vivos, de las
cualidades del alma y de las acciones y pasiones de toda clase48. Si
alguien no llega a captar, de cualquier manera, las cuatro representaciones de
estos objetos, no obtendrá nunca una perfecta ciencia del quinto elemento. Por
otra parte, todo esto expresa tanto la cualidad como el ser de cada cosa, por
medio de este débil auxiliar que son las palabras; por eso, ningún hombre
razonable se arriesgará a confiar sus pensamientos a este vehículo, y mucho
menos cuando este queda fijo, como ocurre con los caracteres escritos. Y hay
aún una cosa que hay que entender bien. Todo círculo concreto, dibujado o
hecho con el torno, está lleno del elemento contrario al quinto: en todas sus
partes, en efecto, limita con la línea recta, mientras que el círculo en sí,
decimos nosotros, no contiene ni poco ni mucho la naturaleza opuesta a la suya.
El nombre, decimos, no tiene en ninguna parte fijeza. ¿Quién nos impide llamar
recto a lo que llamamos circular o circular a lo que llamamos recto? El valor
significativo no será menos fijo cuando se haya hecho esta transformación y se
haya modificado el nombre. Otro tanto diremos de la definición, puesto que ella
se compone de nombres y de verbos: no tiene nada que sea suficientemente firme.
Y hay mil razones para demostrar la oscuridad de estos cuatro elementos. La
principal de ellas es la que dábamos un poco más arriba, a saber, que de los
dos principios, la esencia y la cualidad, el alma busca el conocimiento, no de
la cualidad, sino de la esencia. Pues bien: ella no busca que estos cuatro
modos le presenten esto en los razonamientos o en los hechos, ya que la
expresión y la manifestación que ellos nos dan es siempre fácilmente refutada
por los sentidos, lo cual coloca al hombre, por así decirlo, ante un paso sin
salida y lo llena de incertidumbre. Por eso, donde nos falta el entrenamiento
en la búsqueda de la verdad, a causa de nuestra educación deficiente, y donde
nos basta la primera imagen que se nos da, podemos interrogar y responder sin
provocarnos la risa unos a otros, supuesto que estamos en disposición de
avanzar como sea o de refutar estos cuatro modos de expresión. Pero donde hay
que responder por el quinto elemento y hay que sacarlo a la luz, el primero de
los que saben refutar tiene la superioridad y hace que el que explica, tanto si
habla como si escribe o responde, produzca a la mayoría de sus oyentes la
impresión de que no sabe nada de lo que él se esfuerza en escribir o decir; a
veces, en efecto, se ignora que lo que se refuta es menos el alma del escritor
o del orador que la naturaleza de cada uno de los cuatro grados de
conocimientos, esencialmente defectuosos. Pero, a fuerza de manejarlos todos
subiendo y bajando del uno al otro, se llega penosamente a crear la ciencia
cuando el objeto y el espíritu son ambos de buena calidad. Si, por el
contrario, las disposiciones naturales no son buenas-y esta es la disposición
de la mayoría frente al conocimiento o lo que se llama costumbres-, si falta
todo esto, ni el mismo Linceo podría dar la vista a estas gentes. En una
palabra, el que no tiene ninguna afinidad con el objeto no conseguirá la visión
ni gracias a la facilidad de su entendimiento ni gracias a su memoria
-primeramente porque no encontrarán ninguna raíz en una naturaleza extraña-.
Por eso, sea que se trate de los que no sienten inclinación ninguna hacia lo
justo y lo bello y no armonizan con estas virtudes-por muy dotados que, por
otra parte, puedan estar para aprender y retener-, o de los que, poseyendo este
parentesco del alma, son reacios a la ciencia y carecen de memoria, ninguno de
entre ellos aprenderá nunca toda la verdad que es posible conocer sobre la
virtud y el vicio. Es, en efecto, necesario aprender ambas cosas a la vez, lo
falso y lo verdadero de la esencia entera, a costa de mucho trabajo y tiempo,
como decía al comienzo. Solamente cuando uno ha rozado, unos contra otros,
nombres, definiciones, percepciones de la vista e impresiones de los sentidos;
cuando se ha discutido en discusiones benévolas, donde las respuestas no las
dicta la envidia y tampoco ella dicta las cuestiones, solamente entonces, digo,
sobre el objeto estudiado, se hace la luz de la sabiduría y la inteligencia
con toda la intensidad que pueden soportar las fuerzas humanas. Por esta razón
todo hombre serio se guardará mucho de tratar por escrito cuestiones serias y
de entregar, de esta manera, sus pensamientos a la envidia y a la falta de
inteligencia de la multitud. De ahí hay que sacar esta simple conclusión:
cuando nosotros vemos un trabajo escrito por un legislador, por ejemplo, acerca
de las leyes, o por cualquier otro sobre otro tema cualquiera, decimos que el
autor no se ha tomado esto muy en serio, si él mismo es serio, y que su
pensamiento permanece encerrado en la parte más preciosa del escritor. Que si
realmente él hubiera confiado sus reflexiones a los caracteres escritos, como
si fueran cosas de una extremada importancia, «será seguramente porque» no los
dioses, sino los mortales, «le han hecho perder su espíritu52».
El que haya seguido esta
exposición y digresión comprenderá lo que de ella se deduce: que el mismo
Dionisio, o cualquier otro de mayor o menor categoría, haya escrito un libro
acerca de los elementos primordiales de la naturaleza: según mi opinión, en lo
que haya escrito no hay nada que atestigüe unas lecciones sanas o unos
estudios sanos. De no ser así habría sentido para con estas verdades el mismo
respeto que yo, y no se habría atrevido a entregarlas a una publicidad
inoportuna. Ciertamente, él no las escribió para recordarlas, pues no se corre
el peligro de olvidarlas una vez uno las ha recibido en su alma, ya que nada
hay más corto53 Más bien será
por ambición, y en tal caso es bien despreciable, por lo que él habrá expuesto
como suya esta doctrina, o bien por darse la importancia de compartir una
educación de la que no es digno, ambicioso de la gloria que esta participación
lleva consigo. Si una sola conversación le hubiera bastado a Dionisio para
adueñarse de todo esto, uno podría explicarse la cosa; pero ¿cómo ha ocurrido
esto? Zeus lo sabe, como dice el tebano54. Yo hablé con él de la
manera que he contado, una sola vez, y nunca más luego. Quien quiera conocer la
manera en que se han desarrollado los hechos en verdad debe darse cuenta en
este momento del motivo por el cual no hemos tenido una segunda conversación,
ni una tercera, ni otra alguna. Dionisio, luego de haberme escuchado una sola
vez, ¿creía realmente saber ya bastante de
ello, y sabía verdaderamente bastante de ello, enseñado por sus propios
descubrimientos o por las lecciones de otros maestros? ¿O bien pensaba que mi
enseñanza carecía de valor? ¿O bien, tercera hipótesis; juzgaba que estas lecciones
no eran para él, sino que estaban por encima de él, y se sentía positivamente
incapaz de llevar una vida de sabiduría y virtud? Si juzga que mi doctrina es
insignificante, está con ello en oposición con numerosos testigos que afirman
lo contrario y que, en estas cuestiones, podrían considerarse jueces mucho más
competentes que él. ¿Había él inventado o adquirido estos conocimientos?
Pensaba entonces que eran preciosos para la educación de un alma libre. ¿Por
qué, en tal caso, a menos de ser un ser bien extraño, habría fácilmente
desdeñado a su guía y a su maestro? Voy a contaros cómo, de hecho, me ha
desdeñado.
Poco después de estos
acontecimientos, él, que hasta entonces había dejado a Dión la disposición
libre de sus bienes y el usufructo de sus rentas, pensó en prohibir a los
encargados de ello que se las siguieran enviando al Peloponeso, como si hubiera
olvidado por completo su carta; estos bienes, pretendía él, no corresponden a
Dión, sino al hijo de Dión, que es su propio sobrino y del que, por consiguiente,
él es legalmente el tutor55`. Esto es todo lo que había ocurrido
hasta esta época. En estas condiciones, yo veía exactamente a qué tendía la
filosofía del tirano, y había motivo suficiente para indignarme con ello, aun a
pesar mío. Estábamos entonces en verano y los navíos se hacían a la mar. No es
solamente contra Dionisio, sino también contra mí mismo, pensaba yo, con quien
debía irritarme, así como contra los que me habían hecho fuerza para obligarme
a franquear por tercera vez el estrecho de Escila Para afrontar aún la funesta Caribdis56
Me decidí a decir a Dionisio
que me era imposible prolongar mi estancia cuando se le estaban haciendo a Dión
tales injusticias. Pero él se esforzaba por calmarme y me rogaba que me
quedara, no juzgando bueno para su persona el que yo pudiera partir tan pronto
con tales hechos que divulgar. A1 ver que no podía persuadirme me afirmó que él
mismo quería preparar mi viaje. Pues yo pensaba subir al primer navío que fuera
a partir, profundamente te irritado como estaba, y estaba muy decidido a
arrostrarlo todo si alguien me ponía obstáculos, puesto que, evidentemente; yo
no era en manera alguna el ofensor, sino todo lo contrario, el ofendido. Y él,
viendo que yo no admitía de ningún modo la idea de permanecer, imaginó el
siguiente medio para retenerme durante este período de navegación. A1 día siguiente
de la conversación dicha fue a verme y me habló en este tono tan hábil: «Que no
haya más entre nosotros dos-dijo-este obstáculo de Dión y de sus intereses, y
deshagámonos ya de una causa incesante de discordias.
He ahí, pues, lo que voy a
hacer, en tu favor, por Dión. Le pido que, después de haber recuperado su
fortuna, habite en el Peloponeso, y en manera alguna como un desterrado, sino
con el permiso de volver cuando él, yo y vosotros, sus amigos, nos hayamos
puesto de acuerdo en ello57. Pero esto, evidentemente, con la
condición de que no conspire contra mí.
Vosotros me seréis fiadores
de ello, tú y los tuyos58, así como los parientes de Dión que ya se encuentran aquí: que os dé, pues,
garantías a vosotros. Los bienes que él quiera tomar consigo serán depositados
en el Peloponeso y en Atenas, en casa de quien vosotros os parezca oportuno.
Dión percibirá los intereses de ellos, pero no podrá disponer del capital sin
contar con vuestro consentimiento. En cuanto a mí, no tengo suficiente
confianza en él para creer que me había de ser leal en el uso que hiciera de
sus riquezas, ya que estas son considerables. Me fío más de ti y de los tuyos.
Mira, pues, si esto te agrada y, en este caso, quédate aquí aún este año; en
verano partirás, llevándote esta fortuna. Estoy seguro de que Dión te estará
muy reconocido si haces esto por él».» Yo escuchaba este razonamiento con
desgana. Respondí, con todo, que quería reflexionar y que al día siguiente le
iba a dar mi opinión sobre el particular. Esto es lo que entonces se convino.
Pero luego, cuando entrando dentro de mí mismo, deliberaba, me hallaba en una
gran perplejidad. He ahí en principio el pensamiento predominante: «Veamos si
Dionisio no tiene la menor intención de cumplir su promesa; al partir yo, ¿no
escribirá quizá Dión, con alguna verosimilitud, con lo que me acaba de decir,
tanto él mismo, como, por orden suya, muchos otros de sus partidarios? El daba
su consentimiento y yo, lejos de querer entrar por sus puntos de vista, no
había tenido ningún cuidado de los asuntos de Dión. Por lo demás, si le
molestaba verme partir y si, sin haber dado él la orden a cualquiera de las
naves, deja entender fácilmente a todos que yo no me voy de su plena voluntad,
¿quién querrá embarcarme, una vez me haya evadido del palacio de Dionisio?59. Para colmo de desgracias,
en efecto, yo habitaba en el jardín contiguo a palacio, y el portero nunca me
hubiera dejado salir sin una orden expresa de Dionisio. Si, por el contrario,
permanezco allí durante este año, puedo hacer saber a Dión en qué situación me
encuentro y lo que pretendo hacer, y si Dionisio cumple, por poco que sea, lo
que promete, mi manera de obrar no habrá sido ridícula, ya que la fortuna de
Dión, evaluada con justicia, no se eleva a menos de cien talentos. Pero si las
cosas ocurren como con probabilidad se pueden prever en la actualidad,
seguramente no sabré qué partido tomar. Sin embargo, quizá sea necesario tener
aún paciencia durante un año e intentar la experiencia de los hechos para
desenmascarar las malas mañas de Dionisio.»
Habiéndome decidido, al día
siguiente di mi respuesta a Dionisio : «He decidido quedarme, mas, sin
embargo, te pido-añadí-que no me consideres como el apoderado de Dión.
Escribámosle los dos nuestras actuales decisiones, preguntémosle si las
encuentra suficientes y, en caso contrario, si desea y pide se introduzcan
algunos cambios, que nos lo haga saber lo más aprisa posible, y tú, en espera
de esto, no modificarás nada su situación.» Esto fue lo que se dijo y se
convino entre nosotros, poco más o menos en estos términos. Con esto, los
navíos se hicieron a la vela y no me fue ya posible embarcarme, y fue entonces
cuando Dionisio pensó en advertirme que solamente la mitad de los bienes
debía pertenecer a Dión y la otra mitad a su hijo. Por eso, añadió él, iba a
valorar esta fortuna, me daría a mí la mitad, para que me la llevara conmigo, y
reservaría la otra mitad para el niño: ese era el partido más justo. Estas
palabras me consternaron, pero juzgué ridículo añadir una palabra más. Hice con
todo la observación de que era preciso esperar la carta de Dión y hacerle saber
esta nueva cláusula. Pero Dionisio se puso en seguida a vender audazmente la
fortuna entera del desterrado, donde y como le agradaba y a quien le parecía
bien a él. A mí no me dijo ni palabra del asunto, y yo, por mi parte, no le
volví a hablar de los intereses de Dión, pues veía que era inútil"`.
Hasta ahí, pues, acudí en
ayuda de la filosofía y dé mis amigos de la manera dicha. De allí en adelante,
para Dionisio y para mí, la existencia discurrió así: yo miraba hacia fuera,
como un pájaro que desea volar de su jaula, y él tramaba el medio de apaciguarme
sin entregarme nada de los bienes de Dión. No obstante, pretendíamos ser amigos
ante Sicilia entera.
Mientras tanto, Dionisio
quiso disminuir la paga de los mercenarios veteranos, en contra de las
tradiciones de su padre. Pero los soldados, furiosos, se reunieron y decidieron
oponerse a ello. El tirano intentó recurrir a la fuerza haciendo cerrar las
puertas de la acrópolis; ellos se dirigieron inmediatamente contra las
murallas, cantando el peán guerrero de los bárbaros. Entonces Dionisio, muy
asustado, cedió completamente e incluso concedió a los peltastas que entonces
se habían reunido más de lo que reclamaban. Corrió en seguida el rumor de que
el autor de estas turbulencias había sido Heraclides. A1 oír estos rumores.
Heráclides huyó y se mantuvo escondido. Dionisio quería detenerlo, pero no
sabía cómo hacerlo. Envió, pues, a Teódoto a su jardín. Yo me encontraba
entonces casualmente allí y me paseaba. Ignoro qué es lo que dijeron al
principio, pues no lo oí, pero sé y recuerdo perfectamente las razones que tuvo
Teodoto con Dionisio en mi presencia: «Platón--dijo-, yo intento persuadir a
Dionisio de que, si consigo traer aquí a Heraclides.para que responda a las
acusaciones presentadas contra él, y en el caso en que no se juzgue oportuno
permitirle que permanezca en Sicilia, se le permita se embarque para el
Peloponeso, con su hijo y su mujer, y que viva allí sin intentar nada contra
Dionisio, con el pleno disfrute de sus bienes. He enviado ya un mensajero a él
y voy a enviar otro aún: es posible que, de esta manera, ceda a una de mis dos
llamadas. Pero yo suplico a Dionisio y le pido por gracia, para el caso en que
se encontrara a Heraclides en el campo o aquí, de que no se le inflija otro
agravio que el destierro del país hasta nueva decisión de Dionisio. ¿Consientes
tú en ello?», añadió, dirigiéndose a Dionisio. «Consiento en ello-dijo este
último-, y lo mismo si se le encuentra en los alrededores de tu casa, no le
ocurrirá otro mal que el que se acaba de decir.» Pues bien: al día siguiente,
por la tarde, Eurybio y Teódoto, llenos de turbación, acudieron a mí a toda
prisa: «Platón-me dijo Teódoto-, ¿fuiste testigo ayer de las promesas hechas
por Dionisio a ti y a mí respecto de Heraclides?» «Sin duda», respondí yo.
«Pues bien: ahora -continuó él-los peltastas corren por todas partes para
buscarlo y hay peligro de que se encuentre por los alrededores. Es absolutamente
necesario que nos acompañes a ver a Dionisio.»
Partimos, pues, y fuimos
introducidos ante el tirano. Los otros dos, con los ojos llenos de lágrimas,
guardaban silencio. Yo tomé la palabra: «Mis compañeros tienen miedo de que no
pretendas tomar contra Heraclides medidas contrarias a lo que convinimos ayer.
Se ha observado, en efecto, me parece, que se esconde por aquí.» Apenas me
hubo oído, Dionisio se encolerizó; su rostro pasó por todos los colores, como
le ocurre al hombre que se enciende en ira. Teódoto, cayendo a sus pies, le
cogió la mano llorando y suplicándole que no hiciera nada semejante. Yo, para
animarlo, repliqué: «Tranquilízate, Teódoto; Dionisio no se atreverá a obrar
contra sus promesas de ayer.» Entonces él, mirándome con ojos de verdadero
tirano, dijo: «A ti no te he prometido absolutamente nada.» «Sí,
ciertamente-repliqué yo-, y precisamente la gracia que este hombre te pide.» E
inmediatamente después de estas palabras le volví la espalda y me marché.
Entonces Dionisio se puso a hacer que apresaran a Heraclides, pero Teódoto
envió emisarios a este último para darle prisa a que huyera. El tirano lanzó en
su seguimiento a Tixlas, al frente de una compañía de peltastas, pero
Heraclides, se dice, le adelantó unas cuantas horas y pudo salvarse en el
territorio de Cartago63.
Luego de este suceso, el
antiguo proyecto de no entregar los bienes de Dión le pareció a Dionisio que
encontraba un motivo justificado en sus relaciones de enemistad conmigo y, en
primer lugar, me hizo salir de la acrópolis, con el pretexto de que las mujeres
habían de ofrecer un sacrificio de diez días en el jardín en que vivía yo. Me
ordenó que pasara este tiempo fuera, en casa de Arquedemo. Me encontraba allí,
cuando Teódoto me hizo ir a su casa, me expresó su viva indignación por todo lo
que había ocurrido y se deshizo en quejas contra Dionisio. Este último supo que
yo había ido a casa de Teódoto. Esto le sirvió de otro pretexto excelente de
desacuerdo conmigo, en todo semejante al primero. Me hizo preguntar si
verdaderamente había ido a casa de Teódoto por invitación de este. «Sin duda»,
respondí yo. «Así, pues-replicó el enviado-, me ordena él que te diga que obras
muy mal haciendo más caso de Dión y de sus amigos que de él mismo.» Luego de
esta comunicación, nunca más me volvió a llamar a su palacio, como si desde
aquel momento en adelante fuera ya evidente que yo estaba unido en amistad con
Teódoto y Heraclides y que era su enemigo. Además, suponía que yo no podía
albergar ningún sentimiento de benevolencia hacia un hombre que había
dilapidado totalmente los bienes de Dión. En adelante, pues, habité fuera de la
acrópolis, entre los mercenarios. Recibí entonces varias visitas, entre otras
la de algunos servidores atenienses, compatriotas míos. Ellos me hicieron saber
que corrían calumnias sobre mi persona entre los peltastas y que algunos habían
proferido amenazas de muerte contra mí si llegaban a cogerme64. Imaginé, pues, para
salvarme, el medio siguiente: hice saber a Arquitas y a mis otros amigos de
Tarento la situación en que me encontraba. Estos, encubiertos en una embajada
que partía de su país, enviaron un navío con treinta remos con uno de entre
ellos, Lamisco, quien, apenas llegado, fue a interceder por mí ante Dionisio;
le dijo que yo deseaba partir y le rogó que no se opusiera a ello. Dionisio
dio su consentimiento, y me despidió, pagándome los gastos del camino. En
cuanto a los bienes de Dión, yo no reclamé ni la más pequeña parte de ellos, y
no se me dio nada de ellos tampoco.
Llegado al Peloponeso, a
Olimpia, me encontré con Dión, que asistía a los juegos, y le conté todo lo
que había pasado. El, tomando a Zeus por testigo, nos exhortó inmediatamente, a
mí, a mis parientes y a mis amigos, a que preparáramos nuestra venganza contra
Dionisio, nosotros por sus trapacerías fraudulentas con quienes eran
huéspedes-así calificaba y juzgaba él su conducta-, y él por el destierro y
exilio injustos. A estas palabras suyas le permití yo que llamara a nuestros
amigos, si ellos consentían en ello. «En cuanto a mí-añadí-, he compartido la
mesa, la habitación y los sacrificios de Dionisio casi forzado por ti y por los
demás. El tirano creía quizá, porque así lo afirmaban numerosos calumniadores,
que. yo conspiraba contigo contra él y contra la tiranía, y, sin embargo, no me
ha condenado a muerte y ha retrocedido ante este crimen. Además, no tengo ya
edad para asociarme a nadie en una empresa guerrera. Por el contrario, soy de
los vuestros, si alguna vez, experimentando la necesidad de uniros por la
amistad, queréis hacer alguna cosa buena. Pero, en la medida en que ello sirva
para causaros mal, buscad en otra parte.»
Así me expresé yo, luego de
haber maldecido mi expedición aventurera y mi fracaso en Sicilia. Pero ellos
no me escucharon y no se dejaron persuadir por mis tentativas de conciliación.
Por eso son ellos responsables de todas las desgracias que les han sobrevenido
ahora. Si Dionisio hubiera entregado los bienes de Dión o se hubiera
reconciliado plenamente con él, no habría ocurrido nada de todo esto, al menos
dentro de lo que humanamente cabe conjeturar-pues a Dión hubiera tenido yo
suficiente voluntad y poder para retenerlo fácilmente-. Pero ahora, al marchar
el uno contra el otro, han desencadenado desastres por todas partes. Dión, no
obstante, sin ninguna duda, no habría tenido otro deseo que este mismo del que
creo estar animado yo, yo y todo hombre moderado, podría bien decir, y en
relación con su poder, con sus amigos, con su propia ciudad, no habría él
pensado, de haber sido poderoso y honrado, más que en difundir sus mayores
beneficios en medio de las grandezas. Ahora bien: no es este el caso del que se
enriquece, él, sus amigos y su ciudad, tramando reuniones secretas y convocando
conjurados; él, pobre e incapaz de dominarse a sí mismo, cobarde víctima de sus
pasiones; y que condenando inmediatamente a muerte a los que poseen bienes,
llamados por él con el nombre de enemigos, dilapida su fortuna y estimula o
envalentona así a sus auxiliares y a sus cómplices, para que ninguno de ellos
vaya a echarle en cara su pobreza. No son estas las condiciones de aquel a
quien una ciudad honra como a su bienhechor por haber distribuido legalmente a
la masa los bienes de algunos, ni del que, en cabeza de una ciudad importante,
la cual es a su vez cabeza de una serie de ciudades menos importantes, asigna a
la suya los bienes de las ciudades más pequeñas, menospreciando toda justicia.
Pues ciertamente ni Dión ni otro alguno aceptaría, deliberadamente, un poder
eternamente funesto a sí mismo y a su linaje, sino que buscaría preferentemente
una Constitución y una legislación verdaderamente justas y buenas que se
impusieran sin el más pequeño derramamiento de sangre, sin un solo exilio.
Dión, siguiendo esta línea de conducta, ha preferido sufrir las injusticias que
cometerlas, tomando empero sus precauciones para evitar ser víctima de ellas.
No obstante, sucumbió en el momento de ir a alcanzar su meta, la victoria sobre
sus enemigos. Su suerte no tiene nada de sorprendente. Un hombre justo,
prudente y reflexivo no puede nunca engañarse del todo sobre el carácter de los
hombres injustos, pero no tiene nada de extraño que sufra el destino del piloto
hábil que, sin ignorar por completo la menaza de la tempestad, no puede prever su
violencia extraordinaria e inesperada, y forzosamente naufraga. Esto es también
lo que ha engañado un poco a Dión. No le pasaba ciertamente inadvertida la
malicia de los que lo han perdido, pero lo que él no podía sospechar era la
profundidad de su necedad, de toda su maldad y de su codicia. Este error lo ha
llevado a la tumba, y un duelo inmenso ha caído sobre Sicilia.
Luego de esto que os acabo
de contar, os he dado ya sumariamente mis consejos, y esto basta. Si he
repetido la narración de mi segundo viaje a Sicilia ha sido por parecerme
necesario contároslo, a causa de lo raro y la poca verosimilitud de los
acontecimientos. Si, pues, mis explicaciones parecen razonables y si se juzgan
satisfactorios los motivos que dan cuenta de mis obras, la exposición que acaba
de hacer habrá conseguido su buena y justa medida.
I
Platón cuenta más adelante su viaje a Siracusa bajo Dionisio el Viejo. Dión
tenía entonces algo más de veinte años.
2
Se trata de Hiparino, hijo de Dionisiu el Viejo y sobrino de Dión. Véase, sobre
esta cuestión, el comentario preliminar a esta carta.
3 Critias, uno de los oligarcas más
detestados, se hallaba entre los treinta tiranos e incluso era uno de los
principales de ellos. Era primo de la madre de Platón. Cármides, tío materno
del filósofo, había estado en esta época al frente del Pireo. Es conocido el
régimen de terror que los Treinta impusieron a Atenas, hasta provocar la
reacción democrática. Sobre la exactitud de lo que aquí dice Platón, efr. el
comentario preliminar.
4 Designado con otros cuatro ciudadanos
para detener a León de Salamina, adversario del régimen oligárquico, Sócrates
se negó a esta misión que consideraba ilegal. Cfr. Apologia, 32 c.
5 El yugo de los Treinta se hizo tan
insoportable que, con la ayuda del pueblo, los exiliados del partido
democrático pudieron rehacerse bajo la dirección de Trasíbulo y Trasilo y
volver a Atenas. Los oligarcas fueron derrocados y se restableció la
democracia. Para poner fin a la guerra civil, se votó una amnistía. Pero Platón
no hallaba ya en el nuevo régimen quienes le pudieran iniciar en la vida
política, como antes Critias y Cármides. Debería haberse afiliado a algún
partido y no le convenía ninguno -325 d-. Además, luego de la condenación de
Sócrates, se apartó definitivamente de los asuntos públicos de su país.
6 Cfr. República, V, 473 d.
7 El lujo de los banquetes italianos y
siracusanos era casi proverbial en la antigüedad.
quía y a la democracia8, y los que se
hallen en el poder no soportarán ni tan siquiera oír el nombre de una forma de
gobierno de justicia y equidad o igualdad
8 Esas son las tres formas defectuosas
de gobierno que se oponen a las tres formas legítimas: la realeza, la
aristocracia y una especie de república constitucional. Cfr. Política, 291
d/293, 302 b/303 c. Aristóteles adopta esta misma distinción entre formas
defectuosas y legítimas, y la desarrolla sobre todo en el libro V de la Política.
9 Véase Plutarco, Dión, 4.
10 La primera vez fue cuando Platón dio
consejos de moderación a Dión y a sus partidarios reunidos en Olimpia. Cfr.,
350 d.
II Dionisio el Viejo murió el año 367.
12
En este tiempo se encontraban en la corte de Dionisio diversos filósofos o
sofistas: Polixeno, Esquines el socrático, Aristipo de Cirene fueron huéspedes
del tirano. Este último, que se las daba de espíritu ingenioso, atraía
fácilmente por sus prodigalidades una nube de aduladores. Se comprende que Dión
desconfiara de las intenciones poco desinteresadas de estos seudofilósofos.
13 No se habla aquí de Hiparino, que era
entonces demasiado joven para poder ejercer una influencia sobre su medio
hermano. Pero, según el Escoliasta de la Carta IV, los dos hermanos de Dionisio
el Viejo se habrían casado con las hermanas de Dión. Había, pues, probablemente,
en la corte de Siracusa varios sobrinos de Dión de la misma edad poco más o
menos de Dionisio el Joven.
14
Cfr. Plutarco, Dibn, Il.
15 Platón teme dos cosas, si se niega a
partir: primera, traicionar la amistad de Dión; segunda, traicionar igualmente
la causa de la filosofía
16
Megara no estaba muy alejada de Atenas. Allí se refugiaron los discípulos de
Sócrates y probablemente el mismo Platón, luego de la condenación y muerte de
su maestro.
17
Zeus en su advocación de protector de los extranjeros, bajo cuyos auspicios
Platón se había trasladado la primera vez a Sicilia
18
Dionisio se alojaba en la ciudadela o acrópolis y allí mantuvo a Platón durante
sus dos estancias en Sicilia, hasta el momento de la ruptura definitiva. Con la
excusa de concederle este honor, en realidad mantenía al filósofo bajo un
estrecho control y vigilancia. Al abrigo de las poderosas murallas que
circundaban la acrópolis. Dionisio pudo mantener largo tiempo en jaque a Dión,
cuando este se apoderó de Siracusa. Véase Plutarco, Dión, 16.
19
Filisto y los adversarios de las reformas, al ver la creciente autoridad de
Platón, temieron unos cambios de los que ellos iban a ser las primeras
víctimas, y acabaron por persuadir de que Dión intrigaba a Dionisio. Decían
ellos que Dión se servía de la elocuencia de Platón para acusar en él, en
Dionisio, el disgusto del poder, y llevarle así a abdicar en favor de sus
propios sobrinos, hijos de su hermana Aristbmaca. Cfr. 333 c y Plutarco. Dión,
15.
20
Platón resume la relación de su segundo viaje a Sicilia. De hecho, debió partir
a causa de la guerra que acababa de estallar entre Sicilia y Lucania. Con
fróntese Carta lll, 317 a; Plutareo, Dibn, 16.
21
La finalidad expresa de la carta es responder a los deseos de los amigos de
Dión, dándoles unos consejos. Sin embargo, en la realidad su fin es escribir
una defensa de su actuación en Sicilia. .
22
Esta comparación entre el consejero político y el médico es familiar a Platón.
Cfr. República, IV, 425 e y ss.: Leyes, IX, 720 a y ss. Sin embargo, salta a la
vista que la carta no es un plagio de las otras obras: en los tres pasajes se
trata el mismo tema de manera distinta.
23
Véase Critón, 51 c. La cuestión del respeto que los hijos deben a los padres se
desarrolla también en el mismo sentido en Leyes, libro IV, 717 b.
24
Cfr. Carta V, 322 b
25
Dionisio tenía tres hermanos: Leptino, Teárides y Testa. Los dos primeros son
los más conocidos. Fueron nombrados por Dionisio jefes de la flota. Leptino
estuvo en desgracia durante algún tiempo y compartió el destierro con Filistos,
pero recobró muy pronto la amistad de su hermano. Cfr. Diodoro, XIV, 102, XV,
7.
26
Con la ayuda de los seis jefes de las grandes familias señoriales de Persia,
Darío dio muerte al falso Esmerdis, el mago Gaumata, que había usurpado fraudulentamente
el poder. Darío fue proclamado soberano. Según Heródoto-Ilí, 89-dividió sus
Estados no en siete, como dice Platón, sino en veinte satrapías. Una
inscripción de Persópolis habla de veinticuatro. El número ciertamente no se ha
determinado con seguridad. Lo cierto es que las satrapías más importantes
correspondieron a las seis grandes familias y sus descendientes, y esto es lo
que seguramente retuvo Platón, al hablarnos de siete satrapías.
27
Gelón, maestro de caballería del tirano de Gelia, Hippócrates, se hizo con la
tiranía al morir este último hacia 490. Conquistó Siracusa y escogió como
residencia suya esta ciudad. Según Heródoto--Vll, 156 -hizo prósperar su
capital. En el 430, los cartagineses, mandados por Amílcar, marcharon contra
Sicilia y pusieron sitio a Himera. Gelón los venció en una famosa victoria, que
el poeta Simónides de Ceos cantó al igual que las famosas acciones de Salamina
y Platea. Los cartagineses, atemorizados, pidieron la paz. Gelón no tocó para
nada las colonias fenicias de Sicilia, pero exigió de los vencidos una
indemnización de guerra de dos mil
talentos y la construcción de dos templos en que se depositó el texto
del tratado.
28
Platón emplea aquí los términos usuales pao:o designar la iniciación en las
pequeñas y grandes Elo•tulmv, que tenían lugar cada año en Atenas en la
primaveiu y el otoño. Luego de los pequeños misterios, el iniciadm recibe el
nombre de my.sré.v o «iniciado»; luego (ti- 1— grandes misterios, es
«vidente».
29
Cfr. 334 d.
30
Véase más abajo 340 a. Esta fórmula alude a las costumbres de los banquetes, en
que se ofrecía la tercera y última copa al dios salvador. Platón alude diversas
veces a ello en los Diálogos.
31
Tal es el tema del Gorgia.s y la República. Al ser ' la justicia la virtud
principal, es un mal mayor el cometer la justicia que el padecerla, y cuando se
tiene la desgracia de cometerla, es conveniente desear el castigo para devolver
al alma su estado de pureza primitiva. A1 final del Gorgia.s, Platón apoya su tesis
en una de estas «antiguas y santas tradiciones» que afirman la existencia de
juicios y sanciones después de la muerte.
32
Cfr. Gargia.s, 493 c; Fedón, 81 b.
33
Hierón-478;466-sucedió a su' hermano Gelón, como tirano de Siracusa. Esta
ciudad adquirió un gran prestigio bajo su gobierno. Acudió en ayuda de Cumas,
atacada por los cartagineses y los etruscos en 473, y dispersó la flota enemiga
en una gran batalla naval que conmemora Píndaro en su primera PíNca -136/
I55--. Se apoderó de Naxos y Catania, trasladó los habitantes a Leontinos y los
sustituyó por cinco mil siracusanos y cinco mil colonos traídos del Peloponeso.
34 La ignorancia es siempre considerada por Platón como la fuente principal de
los males y las faltas, sobre todo la ignorancia-que se desconoce a
sí misma y toma aires de ciencia, Leves. III, 688 e(689 c; 1X, 863 c y ss. 35
Dice «no temáis ni tan siquiera a Atenas», a pesar del crimen del ateniense
Calipo. Era preciso tranquilizar a los sicilianos, que siempre temían que
Atenas se mezclara en sus asuntos interiores y querían ser señores de sí
mismos,
36
Platón repite aquí una idea yuc le es f:nmilcii v que desarrolla de manera
especial en el libro IV do L— Leyes, 715. Quizá pensara en las desgracias (le
Si¡¡¡( —i cuando en este diálogo describe la situación luibuirioa de los
Estados entregados a las luchas de pariolo,
37
Platón se limita aquí a unas indic;i—onv, unit generales. Las circunstancias no
son aún favur:ahlm paia la ejecución de sus proyectos políticos. 1:1 plan
u,lwnu~l~~ aquí se completa en la Carta VIII, 356 c.
38
Los amigos de Dión, bajo la dirección de Hipparino, se organizan nuevamente, a
fin de echar del poder al usurpador Falipo.
39
Luego^el largo paréntesis dedicado a los consejos, la relación de los
acontecimientos reanuda su curso; la parte que comienza aquí debe unirse a 330
c.
40
Véase la Carta [H, 317 a. La expresión «en Sicilia» no quiere decir
necesariamente que Sicilia fuera el teatro de la guerra y no está en
contradicción con la opinión que ve aquí una alusión a las expediciones de
Dionisio contra los naturales de Lucania
41
Arquitas, tirano de Tarentó, célebre pitagórico, era amigo de Platón. Este lo
conoció cuando su primer viaje a Italia, en 388.
42
Cfr. 330 b.
43
La segunda llamada se explica por la negativa mencionada más arriba: 338 e. No
supone, pues, un tercer viaje de Platón, bajo el reinado de Dionisio el Joven.
La expresión significa tan solo que Dionisin debió insistir dos veces ante
Platón, para decidirle a que realizara este segundo viaje.
44
Véase Ia Carta III, 317. Plutarco-Dibn, 18-resume igualmente esas discusiones
entre Dionisio y Platón. El emplea las enseñanzas que le brinda la Carta VII,
si bien añade a ello algunos detalles que proceden de fuentes distintas. Sus
aclaraciones se refieren sobre todo a los motivos que empujaban a Dionisio a
llamar de nuevo a Platón, y a los intermediarios de que se servía el tirano
para hacer presión en el filósofo. Según el historiador, Dionisio se había
formado una pequeña corte de filósofos, con quienes discutía. Pero dándose
cuenta muy pronto de su torpeza, creyó que los consejos y las lecciones de
Platón lo harían más apto para la dialéctica. Estas fueron las razones que le
movieron a traer de nuevo a Platón, y para ello empleó todos los medios, promesas
y aun amenazas veladas, y todas las personas, discípulos o amigos de Platón, y
aun mujeres, como la esposa y la hermana de Dion.
45
Cfr. 334 d. El único éxito que puede mencionar Platón es el de haber regresado
sano y salvo de esta desgraciada expedición. La concisión de la frase griega
hace que el sentido sea muy poco claro. Lo que quiere decir es esto: aA Zeus
Salvador le debo con razón la tercera copa, ya que por lo menos la salvación ha
sido una vez más un hecho para mí, ya que no ha sido otro el resultado que he
obtenido.»
46
Todo este pasaje recuerda las exposiciones del libro Vi] de la República. .
47
Esta frase es bastante oscura y se presta a diversas interpretaciones. Howald
lo interpreta así, luego de alguna corrección textual: «otros, lo sé, han
escrito sobre semejantes materias, pero los que lo han hecho no se han dado al
menos como los autores de ello». Con eso, Platón opondría aquí a Dionisio el
plagiario y los intérpretes equivocados, pero no deshonestos. Pero quizá no sea
necesaria esta interpretación forzada. Más bien habría que ver aquí un rasgo de
humor.unaalusión a la valía de estos autores, ,pc~ a su identidad: «Pero ¿qué
son esas gentes? ¿Qué /Galen? Ni ellas mismas lo saben, ellas no se conocen.» (Cfr.
Souilhé, l. c.)
48
Este texto no está de acuerdo, en manera alguna, con la crítica de Aristóteles,
según la cual Platón no habría sido consecuente y lógico consigo mismo, al
negarse a admitir una Idea de las cosas artificiales ' Fuera de que, aun prescindiendo
de la afirmación de la Carta, la objeción de Aristóteles suscita numerosas
dificultades.
49
Cfr. Cratilo, 384 d/e.
50
Gracias a este trabajo de comparación entre esos modos humanos, los únicos que
nos permiten expresar alguna parte de la verdad, gracias a este «roce» que
entre sí tienen las imágenes, las nociones y las definiciones, se llega a la
intuición del espiritu: 344 b. Dice así Bergson: «pues no se consigue una
intuición de la realidad, es decir, una simpatía intelectual con lo que ella
tiene de más interior, si no se ha ganado su confianza por una larga
camaradería con sus manifestaciones superficiales». Introduction a !a MétapHy.rique», Revue de Métaphy.sique
et de Morule, 1903, pág. 36.
5I
Uno de los argonautas, cuya vista penetrante era ya proverbial. Por hipérbole,
Platon hace aquí de él un dispensador del don de la vista.
52
Cfr. llíada, VII, 360; XII, 234.
53 Cfr. Fedro, 275 d. 278 x.
54
Cfr. Fedtin, 62
55
Dionisio, que, hasta el momento, no había pensado en los bienes de Dión, sueña
en este momento en confiscarlos. Por esta razón, sin duda, considera al
desterrado como civilmente muerto y, por consiguiente, como pariente más
cercano, se declara legalmente administrador de una fortuna que corresponde al
hijo de Dión. Su táctica, empero, será en seguida distinta, ya que, para
aplacar a Platón, consentirá en mirar el destierro de Dión como un simple
cambio de domicilio.
56
Cfr. Odi.cea, XII, 428.
57
El relato de Plutarco-Dión, 15-no corcuerda del todo con el de Platón. Según el
historiador, no fue en la época del tercer viaje cuando Dionisio fingió sentimientos
de menor malevolencia respecto a Dión, sino cuando el segundo viaje. Además, la
actitud de Platón no habría sido la causa de este cambio. Dionisio habría
primero hecho deportar a Dión a Italia-c. 14-, pero por miedo a las turbulencias que esta medida hubiera podido suscitar,
habría declarado que esto no era una proscripción,
y habría permitido a los servidores de Dión que llevaran a su señor al
Peloponeso todo lo que pudieran de sus bienes.
58
Dionisio opone Platón y los suyos a los parientes de Dión; ciudadanos de
Siracusa, Platón no había emprendido solo el viaje de Sicilia. Lo acompañaba
Espeusipo, su sobrino-Plutarco. Dión, 22-y Jenócrates -Diógenes Laercio, IV,
6-. Quizá también hubiera otros discípulos que hubieran conocido a Dión en la
Academia.
59
Respecto de las analogías de situación entre los dos últimos viajes, cfr. 329
e.
60
El resumen de todo este relato y de la escena siguiente se halla en la Carta
Ili. Los términos se reproducen a veces textualmente, pero algunas
divergencias en la redacción demuestran que no todos se han comprendido en su
verdadero sentido. Véase el Preámbulo a estas Cartas.
61
Cfr. Fedro, 249 d.
62
El verbo griego tiene aquí, no solamente el sentido común de atemorizar, sino también
el significado del resultado producido por el temor, que es reducir al silencio, calmar. Dionisio, en efecto,
busca la manera de apaciguar a Platón, sin dejar de realizar sus proyectos, es
decir, sin dejar de confiscar los bienes de Dión
63
Este incidente no es contado ni por Diodoro ni por Plutarco. Diodoro cuenta de
manera distinta el exilio de Heraclides. Dión, al ser sospechoso a Dionisio, se
escapó primero a las amenazas del tirano, escondiéndose en casa de sus amigos,
y huyendo luego al Peloponeso, adonde le acompañaría Heraclides. (Diodoro,
XVI, 6.) Plutarco-Dión, 32-señala también la presencia de Heraclides en el
Peloponeso y se limita a mencionar su situación de exiliado. Habla sobre todo
de sus disensiones con Dión, que comenzaron en esta época y lo llevaron a
separarse del jefe de la oposición y a formar un partido distinto. Son
conocidas las dificultades que en adelante creó a Dión.
64
Según Plutarco-Dibn, 19-, los mercenarios reprochaban a Dtón su influencia
sobre Dionisio. Lo acusaban de impulsar al tirano a la renuncia de su poder
autócrata y, por tanto, a licenciarlos a ellos, que eran el sostén de la
tiranía. El historiador no alude para nada a la revolución de los mercenarios.
Por lo demás, este usa fuentes distintas de las de la carta y tiene cuidado en
hacer notar esta divergencia --I. c.
65
El término griego recuerda las expediciones aventureras de Ulises, en las que
ya pensaba Platón en 345 e.
66
En esta página nerviosa, muy densa y un tanto desordenada, se pueden reconocer
los retratos del oligarca o del tirano, tal como los vemos en el libro VIII de
la República. Los lectores de esta no se llamaban a engaño y pensaban
evidentemente en Dionisio. A estos tipos representativos de la injusticia,
Platón les opone el tipo del sabio, personificado aquí en Dión, y, exactamente
de la misma manera que en el diálogo, la tesis del bien moral y del derecho se
resume en la fórmula de que es preferible sufrir la injusticia que cometerla.
Pero la expresión que provoca ciertas páginas de la República se atenúa en la
Carta y recuerda más bien lo que se dice en las Leyes. Se puede comparar, por
ejemplo, este pasaje con el comienzo del libro VIII de las Leyes, 829 a, donde
Platón hace notar que, para vivir de veras en la felicidad, no solamente es
necesario no cometer ninguna injusticia, sino también no exponerse a padecerla.
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