El seminario "La ética del psicoanálisis", de Jacques Lacan, es sin duda un seminario arduo, oscuro, en el cual Lacan se
muestra a corazón abierto, y en el que se observa, claramente, cómo toma otros
discursos para acordar, polemizar o denostar pero jamás para ignorar; y
también, cómo va gestando su pensamiento, vuelve sobre lo que dice, sigue,
repiensa, hasta hacer nacer nuevos conceptos, construyéndolos a medida que los
expone. Lo cual de por sí, constituye toda una transmisión y una enseñanza
acerca del modo de trabajo que era el suyo.
Lacan atraviesa la historia, la
filosofía, la literatura, la mitología, etc. pero de una manera diferente a la
de un turista ocioso; y cuando nos remite a Aristóteles, a Kant, a Bentham,
al amor cortés, a Sade, en modo alguno es por algún preciosismo estilístico o
por un capricho intelectual, sino porque cada uno de ellos son referentes
históricos que incidieron en las costumbres, moldearon la subjetividad de cada
época y modelaron prácticas, técnicas, y disciplinas, por lo general en
relación al poder de un Amo. Y además, porque está tratando de dar cuenta de la
ubicación del sujeto del inconsciente, que no es ni el de la filosofía ni el de
la ciencia.
Inmannuel Kant |
Por eso
cuando dice, refiriéndose a Kant y su Crítica de la razón práctica, “Es
imposible que progresemos juntos en este seminario, en las cuestiones
planteadas por la ética psicoanalítica, si no tienen ese libro como término de
referencia”, o cuando reparando en Aristóteles señala “lean La Ética a
Nicómaco”, o cuando indica que “El malestar en la cultura” será un punto de
referencia ineludible, se trata de eso, ir a esos textos, de ningún modo porque
el maestro lo mande ni para imitarlo, sino para hacer lo que hacía: estudiar,
leer allí lo que esas obras marcan en tanto direccionan una investigación,
marcan una orientación, y muestran que no se supera a Descartes, Kant, Marx,
Hegel, Freud, sino que se navega en las aguas de sus argumentaciones,
navegación que puede posibilitar ubicar ciertas boyas que permitan seguir pensando
algunas cuestiones que atañen a la ética que sostiene nuestra práctica
cotidiana.
Mencioné “El
malestar en la cultura”(1930), obra de Freud por lo general leída demasiado
rápidamente, tomada como un texto casi filosófico, y a la cual Lacan califica
como obra esencial, primera, en la comprensión del pensamiento freudiano. Por
lo tanto, es imperativo, al menos para mí, recorrerla hoy en algunas de sus
articulaciones centrales.
Para Freud,
la cultura es una suma de producciones que protegen al ser humano de la naturaleza y regulan las relaciones de
los hombres entre sí, para que nadie quede a merced de la fuerza bruta. Indica
que una de las exigencias de la cultura para con el hombre es la de: “Amarás al
prójimo como a ti mismo”. Allí empieza con una serie de disquisiciones: ¿por
qué debe hacer eso?, ¿puede estar el amor por encima de la justicia?, ¿se puede
amar al que nos perjudica?, ¿por qué existe ese precepto?. Si existe, es porque
lo que básicamente surge en el hombre son las tendencias agresivas. Entonces
para hacer posible la vida en civilización, hay que plantearse renuncias y
compromisos que se ven permanentemente amenazados por el retorno de lo
reprimido.
Es que todos buscamos la felicidad. Nuestros pacientes, y nosotros mismos, cuando hacemos un pedido de
análisis, es porque algo no anda, o sea que la búsqueda es de algún estado de
estabilidad, por qué no decirlo, de "felicidad".
Para Freud, nos encontramos con muchos impedimentos
para lograr la felicidad: nuestro propio cuerpo, la naturaleza, la relación con
los otros. Ante esos obstáculos que se le presentan al programa del principio
del placer, el hombre apela a: intoxicarse, intentar dominar las pulsiones,
sublimar, amar, medidas parciales todas ellas, de las cuales ninguna procura la
felicidad duradera y llegamos a la triste conclusión de que el objetivo del
principio del placer es irrealizable. Finalmente debemos aceptar que cada uno
tiene que buscar su propia manera de ser feliz.
Ahora bien, ¿qué es lo que nos mantiene en la tarea
de conservar la cultura?, ¿por qué no terminamos de destruirla, si nos hace tan
infelices?, ¿qué es lo que nos anima a cumplir con nuestro deber?. En este
punto es interesante retomar lo que plantea en el Proyecto de una psicología
para neurólogos: somos seres sumergidos en el desamparo; hay una indefensión
primaria que será la fuente de las motivaciones morales. El ser humano nace
bajo el dominio del Otro, que en el Proyecto es el primer objeto de la
dependencia. Este Otro absoluto queda así como lugar causal, su voluntad será
causa. Es que si perdemos el amor de los seres significativos, perecemos física
o psíquicamente.
Entramos así en una cuestión que tiene que ver con
cómo se constituye lo ético. Freud establece y sostiene un paralelismo
permanente entre la instauración de lo ético en el individuo y en la cultura.
¿Por qué renunciamos a hacer lo que no se debe? La respuesta, que está en la
malla de los mandatos culturales, hay que ubicarla en la trama edípica. Se
trata del temor a la reacción de la autoridad, sea que lo consideremos por el
lado del líder de masas, Moisés, Dios, o por el lado del padre individual,
presencia simbólica que necesita ser permanentemente reforzada, padre muerto
representado por el tótem, que nos castigará retirándonos su amor, si
infringimos la ley.
¿Qué es la ética en el Moisés, sino la limitación de
lo pulsional?. ¿Qué significa caer en desgracia, sino que ya no somos amados
por el padre?. Las imágenes en la religión, los personajes ejemplares en la
cultura y en el desarrollo individual, nos muestran que se trata de un pacto
que está lejos de ser un mero acuerdo contractual, es un pacto de sangre, que
proviene del asesinato y de la presencia simbólica del padre muerto. Y es un
pacto ético permanentemente amenazado.
En la evolución individual, la autoridad se va
haciendo cada vez más interior. Ya desde “El yo y el ello”, la voluntad del
Otro la va a plantear con el concepto kantiano de imperativo categórico. La
particularidad de éste, es que debe ser universal, valer para todos los casos.
Para ser categórico, es decir ético, debe designar una norma necesaria,
absoluta e incondicional, que pueda ser adoptada por todos y en todo momento,
un mandato a ser obedecido como un deber moral, por encima de los impulsos
individuales, y con el fin de alcanzar una sociedad humanitaria basada en la
razón y creada por la voluntad.
Es entonces una imperativo que vale no por lo que
dice sino por el lugar desde donde es formulado y ese lugar está en el
territorio del campo del Otro, ese que por estructura se nos marca por la
dependencia humana, quedando así entonces la voluntad como causa, y cuyo
mandato será inapelable. Su formula es como sabemos, "Obra como si la
máxima de tu acción pudiera ser erigida, por tu voluntad, en ley universal de
la naturaleza".
La propuesta de Kant nos impone estar bien en la ley
y se desentiende del bienestar, es decir está mas allá del placer. Queda como
un mandato de la voluntad del Otro que viene, por lo tanto, desde el lugar de
la causa y trasciende los objetos que pasan a ser secundarios, dado que lo
prioritario será la obediencia.
Pero es mandado a obedecer por la conciencia de la ley,
“que es un hecho de la razón”. No se trata de una ley y de un sentimiento impuesto
al sujeto desde afuera, del tipo "amarás a Dios por sobre todas las
cosas"; no es una norma que ordena una acción determinada como:
"prohibido cruzar el semáforo en rojo". Tampoco es un sentimiento
empírico, es “un sentimiento a priori que hace efectiva la razón pura, en sí
misma práctica, inmediatamente legisladora". La acción es determinada a
priori, no a posteriori, por la voluntad.
Marqués de Sade |
Los desarrollos freudianos de El malestar en la
cultura abren el interrogante sobre otro problema central de toda ética: el
mal, la agresión y la violencia, poniendo sobre el tapete tal como lo muestran
Kant y Sade, que tanto en el bien como en el mal, la naturaleza humana va mucho
más allá de lo que el individuo supone. “El ello es totalmente amoral. El yo se
empeña en ser moral. El superyó puede ser hipermoral y entonces volverse tan
cruel como únicamente puede serlo el ello”. Cuanto más limita el hombre su
agresión hacia el exterior, más severo y agresivo se hace su superyó con el yo.
Pero, ¿qué teme el yo del superyó? La castración. La angustia de castración, en la teoría freudiana, es el nudo en torno del cual
pivotea la conciencia moral. ¿Qué pasa, entonces, si se ofende al superyó? No
se trata sólo del riesgo del desamparo, del retiro del afecto por parte de la
figura de la autoridad; se trata de la amenaza de castración, marca del Edipo y
de la entrada en la ética. Para vivir, el yo necesita ser amado por el superyó.
La angustia ante la muerte y ante la conciencia moral no son sino una
elaboración de la angustia ante la castración y así el yo suele someterse al
imperativo categórico del superyó.
Para
ir terminando y dejar por lo menos planteada la cuestión introducida en el
título de este trabajo, quiero señalar que en el seminario de la ética, fiel a
la posición freudiana, Lacan habla de la gula del superyó, esa figura obscena,
feroz, insaciable, esa instancia imposible de satisfacer que nunca queda
satisfecha, que exige siempre más, ese imperativo que no se atempera a veces ni
con el éxito, y que dice: "¡goza!".
Pero
ahora bien, no es ese el único imperativo que menciona allí. Hay otro, al cual
retomó numerosas veces en diferentes lugares de su obra, y que en este
seminario llama el “imperativo original, que propone...el ascetismo freudiano,
ese Wo Es war, soll Ich werden (allí donde eso era, yo (je) debe advenir), en
el que desemboca Freud en la segunda parte de sus "Conferencias sobre el
psicoanálisis"...ese yo (je) que...se interroga sobre lo que quiere. No
sólo es interrogado, sino que cuando avanza en su experiencia, se hace esta
pregunta y...precisamente en relación a los imperativos a menudo extraños,
paradójicos, crueles, que le son propuestos por su experiencia mórbida...¿Se
someterá o no a ese deber que siente en él mismo como extraño, más allá, en
grado segundo? ¿Debe o no someterse al imperativo del superyó, paradójico y
mórbido, semiinconsciente y que por lo demás se revela cada vez más en su
instancia a medida que progresa el descubrimiento analítico y que el paciente
ve que se comprometió en su vía?. Su verdadero deber, si puedo expresarme de
este modo, ¿no es ir contra este imperativo?...”
Este
imperativo freudiano, ¿es un imperativo superyoico? El ¡goza!, del superyó, es
si me permiten decirlo así, gozosamente superyoico, sadokantianamente
superyoico, tiene como aspiración lo universal, lo incondicional; en cambio, el
acerto freudiano, el allí donde eso estaba, yo (je) debe advenir, también lo
es?. Me parece que se trata de un imperativo, pero de otro orden, no universal,
sino particular, atinente al deseo y no al goce. Por eso, si hay un imperativo
que pudiera no ser superyoico, tal vez este podría serlo.
No
deja de prescribir, de alguna manera, el camino a la verdad. Pero una verdad
que al término de la cura podría mostrarse como «incurable», una verdad «no sin
saber», sino un saber sobre la estructura, sobre lo imposible que ella
establece.
La cuestión de un imperativo que pudiera no ser superyoico,
también plantea puntos que tal vez pueden ser interesantes para pensar
diferentes asuntos, como la responsabilidad del analista, el deseo del analista
y otros aspectos, como la regla de abstinencia, el acto del analista, e incluso
la formación, pasando por el secreto profesional, la relación con otras disciplinas cuando existe un conflicto de
intereses en la tarea institucional, problema que se presenta a menudo en la
interacción con prácticas médicas, jurídicas y educativas, cómo
discriminarnos respecto de los abordajes ofrecidos por ciertas prácticas
terapéuticas, fuertemente influidas por ideologías religiosas o
pseudo-religiosas, cosa que sucede, por ejemplo, en el enfoque de las
adicciones, qué posición tomar respecto de los problemas generales de la salud
mental etc.
Para
el analista, la dificultad del ejercicio de su práctica, es a la vez muy singular
y específica, como lo muestra el itinerario seguido tanto por Freud como por
Lacan, que fueron variando al compás de sus ideas, a partir de considerar el
poder de la palabra, que así afirma la exigencia de una ética e impone al analista una severa
responsabilidad.
Sabemos
que para Freud, el psicoanálisis no era un sistema filosófico ni una visión del
mundo, sino esencialmente un método construido sobre el modelo de las ciencias
de su época, que tiene un objetivo práctico, la cura analítica y también sus,
¿por qué no?, “reglas de conducta”, que no deben apreciarse con relación a los
decretos de la moral, sino según el respeto debido a la técnica
psicoanalítica.
Nadie
nos ha obligado a ser analistas pero si hemos elegido serlo, queda así nuestra
responsabilidad enteramente comprometida.
2005
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