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miércoles, 19 de noviembre de 2014

De un imperativo que no fuera superyoico. Rolando Ugena



  El seminario "La ética del psicoanálisis", de Jacques Lacan, es sin duda un seminario arduo, oscuro, en el cual Lacan se muestra a corazón abierto, y en el que se observa, claramente, cómo toma otros discursos para acordar, polemizar o denostar pero jamás para ignorar; y también, cómo va gestando su pensamiento, vuelve sobre lo que dice, sigue, repiensa, hasta hacer nacer nuevos conceptos, construyéndolos a medida que los expone. Lo cual de por sí, constituye toda una transmisión y una enseñanza acerca del modo de trabajo que era el suyo.
 
Bentham
         Lacan atraviesa la historia, la filosofía, la literatura, la mitología, etc. pero de una manera diferente a la de un turista ocioso; y cuando nos remite a Aristóteles, a Kant, a Bentham, al amor cortés, a Sade, en modo alguno es por algún preciosismo estilístico o por un capricho intelectual, sino porque cada uno de ellos son referentes históricos que incidieron en las costumbres, moldearon la subjetividad de cada época y modelaron prácticas, técnicas, y disciplinas, por lo general en relación al poder de un Amo. Y además, porque está tratando de dar cuenta de la ubicación del sujeto del inconsciente, que no es ni el de la filosofía ni el de la ciencia.

Inmannuel Kant
          Por eso cuando dice, refiriéndose a Kant y su Crítica de la razón práctica, “Es imposible que progresemos juntos en este seminario, en las cuestiones planteadas por la ética psicoanalítica, si no tienen ese libro como término de referencia”, o cuando reparando en Aristóteles señala “lean La Ética a Nicómaco”, o cuando indica que “El malestar en la cultura” será un punto de referencia ineludible, se trata de eso, ir a esos textos, de ningún modo porque el maestro lo mande ni para imitarlo, sino para hacer lo que hacía: estudiar, leer allí lo que esas obras marcan en tanto direccionan una investigación, marcan una orientación, y muestran que no se supera a Descartes, Kant, Marx, Hegel, Freud, sino que se navega en las aguas de sus argumentaciones, navegación que puede posibilitar ubicar ciertas boyas que permitan seguir pensando algunas cuestiones que atañen a la ética que sostiene nuestra práctica cotidiana.
          Mencioné “El malestar en la cultura”(1930), obra de Freud por lo general leída demasiado rápidamente, tomada como un texto casi filosófico, y a la cual Lacan califica como obra esencial, primera, en la comprensión del pensamiento freudiano. Por lo tanto, es imperativo, al menos para mí, recorrerla hoy en algunas de sus articulaciones centrales. 
          Para Freud, la cultura es una suma de producciones que protegen al ser humano  de la naturaleza y regulan las relaciones de los hombres entre sí, para que nadie quede a merced de la fuerza bruta. Indica que una de las exigencias de la cultura para con el hombre es la de: “Amarás al prójimo como a ti mismo”. Allí empieza con una serie de disquisiciones: ¿por qué debe hacer eso?, ¿puede estar el amor por encima de la justicia?, ¿se puede amar al que nos perjudica?, ¿por qué existe ese precepto?. Si existe, es porque lo que básicamente surge en el hombre son las tendencias agresivas. Entonces para hacer posible la vida en civilización, hay que plantearse renuncias y compromisos que se ven permanentemente amenazados por el retorno de lo reprimido.
Es que todos buscamos la felicidad. Nuestros pacientes, y nosotros mismos, cuando hacemos un pedido de análisis, es porque algo no anda, o sea que la búsqueda es de algún estado de estabilidad, por qué no decirlo, de "felicidad".
Para Freud, nos encontramos con muchos impedimentos para lograr la felicidad: nuestro propio cuerpo, la naturaleza, la relación con los otros. Ante esos obstáculos que se le presentan al programa del principio del placer, el hombre apela a: intoxicarse, intentar dominar las pulsiones, sublimar, amar, medidas parciales todas ellas, de las cuales ninguna procura la felicidad duradera y llegamos a la triste conclusión de que el objetivo del principio del placer es irrealizable. Finalmente debemos aceptar que cada uno tiene que buscar su propia manera de ser feliz.
Ahora bien, ¿qué es lo que nos mantiene en la tarea de conservar la cultura?, ¿por qué no terminamos de destruirla, si nos hace tan infelices?, ¿qué es lo que nos anima a cumplir con nuestro deber?. En este punto es interesante retomar lo que plantea en el Proyecto de una psicología para neurólogos: somos seres sumergidos en el desamparo; hay una indefensión primaria que será la fuente de las motivaciones morales. El ser humano nace bajo el dominio del Otro, que en el Proyecto es el primer objeto de la dependencia. Este Otro absoluto queda así como lugar causal, su voluntad será causa. Es que si perdemos el amor de los seres significativos, perecemos física o psíquicamente.

Entramos así en una cuestión que tiene que ver con cómo se constituye lo ético. Freud establece y sostiene un paralelismo permanente entre la instauración de lo ético en el individuo y en la cultura. ¿Por qué renunciamos a hacer lo que no se debe? La respuesta, que está en la malla de los mandatos culturales, hay que ubicarla en la trama edípica. Se trata del temor a la reacción de la autoridad, sea que lo consideremos por el lado del líder de masas, Moisés, Dios, o por el lado del padre individual, presencia simbólica que necesita ser permanentemente reforzada, padre muerto representado por el tótem, que nos castigará retirándonos su amor, si infringimos la ley.
¿Qué es la ética en el Moisés, sino la limitación de lo pulsional?. ¿Qué significa caer en desgracia, sino que ya no somos amados por el padre?. Las imágenes en la religión, los personajes ejemplares en la cultura y en el desarrollo individual, nos muestran que se trata de un pacto que está lejos de ser un mero acuerdo contractual, es un pacto de sangre, que proviene del asesinato y de la presencia simbólica del padre muerto. Y es un pacto ético permanentemente amenazado.
En la evolución individual, la autoridad se va haciendo cada vez más interior. Ya desde “El yo y el ello”, la voluntad del Otro la va a plantear con el concepto kantiano de imperativo categórico. La particularidad de éste, es que debe ser universal, valer para todos los casos. Para ser categórico, es decir ético, debe designar una norma necesaria, absoluta e incondicional, que pueda ser adoptada por todos y en todo momento, un mandato a ser obedecido como un deber moral, por encima de los impulsos individuales, y con el fin de alcanzar una sociedad humanitaria basada en la razón y creada por la voluntad.
Es entonces una imperativo que vale no por lo que dice sino por el lugar desde donde es formulado y ese lugar está en el territorio del campo del Otro, ese que por estructura se nos marca por la dependencia humana, quedando así entonces la voluntad como causa, y cuyo mandato será inapelable. Su formula es como sabemos, "Obra como si la máxima de tu acción pudiera ser erigida, por tu voluntad, en ley universal de la naturaleza".
La propuesta de Kant nos impone estar bien en la ley y se desentiende del bienestar, es decir está mas allá del placer. Queda como un mandato de la voluntad del Otro que viene, por lo tanto, desde el lugar de la causa y trasciende los objetos que pasan a ser secundarios, dado que lo prioritario será la obediencia.
          Pero es mandado a obedecer por la conciencia de la ley, “que es un hecho de la razón”. No se trata de una ley y de un sentimiento impuesto al sujeto desde afuera, del tipo "amarás a Dios por sobre todas las cosas"; no es una norma que ordena una acción determinada como: "prohibido cruzar el semáforo en rojo". Tampoco es un sentimiento empírico, es “un sentimiento a priori que hace efectiva la razón pura, en sí misma práctica, inmediatamente legisladora". La acción es determinada a priori, no a posteriori, por la voluntad.
Marqués de Sade

Los desarrollos freudianos de El malestar en la cultura abren el interrogante sobre otro problema central de toda ética: el mal, la agresión y la violencia, poniendo sobre el tapete tal como lo muestran Kant y Sade, que tanto en el bien como en el mal, la naturaleza humana va mucho más allá de lo que el individuo supone. “El ello es totalmente amoral. El yo se empeña en ser moral. El superyó puede ser hipermoral y entonces volverse tan cruel como únicamente puede serlo el ello”. Cuanto más limita el hombre su agresión hacia el exterior, más severo y agresivo se hace su superyó con el yo.
Pero, ¿qué teme el yo del superyó? La castración. La angustia de castración, en la teoría freudiana, es el nudo en torno del cual pivotea la conciencia moral. ¿Qué pasa, entonces, si se ofende al superyó? No se trata sólo del riesgo del desamparo, del retiro del afecto por parte de la figura de la autoridad; se trata de la amenaza de castración, marca del Edipo y de la entrada en la ética. Para vivir, el yo necesita ser amado por el superyó. La angustia ante la muerte y ante la conciencia moral no son sino una elaboración de la angustia ante la castración y así el yo suele someterse al imperativo categórico del superyó.
Para ir terminando y dejar por lo menos planteada la cuestión introducida en el título de este trabajo, quiero señalar que en el seminario de la ética, fiel a la posición freudiana, Lacan habla de la gula del superyó, esa figura obscena, feroz, insaciable, esa instancia imposible de satisfacer que nunca queda satisfecha, que exige siempre más, ese imperativo que no se atempera a veces ni con el éxito, y que dice: "¡goza!".
Pero ahora bien, no es ese el único imperativo que menciona allí. Hay otro, al cual retomó numerosas veces en diferentes lugares de su obra, y que en este seminario llama el “imperativo original, que propone...el ascetismo freudiano, ese Wo Es war, soll Ich werden (allí donde eso era, yo (je) debe advenir), en el que desemboca Freud en la segunda parte de sus "Conferencias sobre el psicoanálisis"...ese yo (je) que...se interroga sobre lo que quiere. No sólo es interrogado, sino que cuando avanza en su experiencia, se hace esta pregunta y...precisamente en relación a los imperativos a menudo extraños, paradójicos, crueles, que le son propuestos por su experiencia mórbida...¿Se someterá o no a ese deber que siente en él mismo como extraño, más allá, en grado segundo? ¿Debe o no someterse al imperativo del superyó, paradójico y mórbido, semiinconsciente y que por lo demás se revela cada vez más en su instancia a medida que progresa el descubrimiento analítico y que el paciente ve que se comprometió en su vía?. Su verdadero deber, si puedo expresarme de este modo, ¿no es ir contra este imperativo?...
Este imperativo freudiano, ¿es un imperativo superyoico? El ¡goza!, del superyó, es si me permiten decirlo así, gozosamente superyoico, sadokantianamente superyoico, tiene como aspiración lo universal, lo incondicional; en cambio, el acerto freudiano, el allí donde eso estaba, yo (je) debe advenir, también lo es?. Me parece que se trata de un imperativo, pero de otro orden, no universal, sino particular, atinente al deseo y no al goce. Por eso, si hay un imperativo que pudiera no ser superyoico, tal vez este podría serlo.
No deja de prescribir, de alguna manera, el camino a la verdad. Pero una verdad que al término de la cura podría mostrarse como «incurable», una verdad «no sin saber», sino un saber sobre la estructura, sobre lo imposible que ella establece.
         La cuestión de un imperativo que pudiera no ser superyoico, también plantea puntos que tal vez pueden ser interesantes para pensar diferentes asuntos, como la responsabilidad del analista, el deseo del analista y otros aspectos, como la regla de abstinencia, el acto del analista, e incluso la formación, pasando por el secreto profesional, la relación con otras disciplinas cuando existe un conflicto de intereses en la tarea institucional, problema que se presenta a menudo en la interacción con prácticas médicas, jurídicas y educativas, cómo discriminarnos respecto de los abordajes ofrecidos por ciertas prácticas terapéuticas, fuertemente influidas por ideologías religiosas o pseudo-religiosas, cosa que sucede, por ejemplo, en el enfoque de las adicciones, qué posición tomar respecto de los problemas generales de la salud mental etc.
Para el analista, la dificultad del ejercicio de su práctica, es a la vez muy singular y específica, como lo muestra el itinerario seguido tanto por Freud como por Lacan, que fueron variando al compás de sus ideas, a partir de considerar el poder de la palabra, que así afirma la exigencia de una ética e impone al analista una severa responsabilidad.
Sabemos que para Freud, el psicoanálisis no era un sistema filosófico ni una visión del mundo, sino esencialmente un método construido sobre el modelo de las ciencias de su época, que tiene un objetivo práctico, la cura analítica y también sus, ¿por qué no?, “reglas de conducta”, que no deben apreciarse con relación a los decretos de la moral, sino según el respeto debido a la técnica psicoanalítica. 
         Nadie nos ha obligado a ser analistas pero si hemos elegido serlo, queda así nuestra responsabilidad enteramente comprometida.

2005

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