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miércoles, 19 de noviembre de 2014

De la ínsula, el putamen y un auténtico recién llegado, Rolando Ugena




Ínsula

           Uno de mis alumnos, que había asistido durante todo el año a mi seminario sobre la angustia, vino a verme entusiasmado, hasta tal punto que me dijo que había que meterme en una bolsa y ahogarme. Me amaba tanto que esta era la única conclusión posible para él. Le grité palabras injuriosas y lo eché fuera, lo que no le impidió sobrevivir e incluso unirse finalmente a mi Escuela. (1) 
           Eso decía Lacan, en su tercera visita a Roma, en 1974. Más de 30 años después, 10 hombres y 7 mujeres fueron reclutados por investigadores del Laboratorio de Neurobiología de la Universidad de Londres (2). La condición: que odiaran profundamente a alguien, un compañero de trabajo, una ex pareja, algún vecino; les exhibieron fotos con el rostro de diferentes personas, entre las cuales se encontraba la abominada, y mientras tanto les realizaron resonancias magnéticas del cerebro.
Corolario: cuando veían la cara del rechazado, se causaba actividad en zonas de la corteza y subcorteza cerebral, entre ellas, el putamen y la ínsula. ¡Vaya sorpresa!: esas dos estructuras, según lo habían establecido en una pesquisa anterior, son las que también se excitan con el amor maternal y el romántico. 
Putamen
 Con una diferencia: en tanto el amor inhibe gran parte del córtex, encargado de procesar las ideas racionales, en el odio no se observa dicha inhibición, por el contrario están hiperactivadas, posiblemente, concluyen los neurobiólogos, para calcular mejor las maniobras reservadas a estropear al aborrecido.
Conclusión: el odio es una pasión tan atrayente como el amor y ambos comparten el mismo espacio mental, proposición con la cual es difícil suponer que Freud o Lacan hubieran resultados sorprendidos, si lo que la experiencia atestigua y el análisis articula, es que “el odio sigue como su sombra todo amor por ese prójimo que es también para nosotros lo más extranjero”.(3)
Césare Lombroso

Uno de quienes seguramente sí gozaría frente a semejante exploración, es Cesare Lombroso, aquél médico italiano que después de recopilar y escrutar veintisiete mil cráneos de homicidas, prostitutas, epilépticos, y perversos sexuales, construyera una doctrina del criminal nato muy extendida en esa época, que empapada de patrones biológicos y de fetichismo de las razas superiores, iba preparando el clima ideal en el que frutos monstruosos no tardarían en madurar.
Wundt
En esa atmósfera, en esa avanzada del discurso de la ciencia de fines del siglo XIX, cuyas huellas pueden ser rastreadas tanto en las figuraciones sexuales de Krafft-Ebing, la nosografía de Kraepelin, la psicología de las multitudes de Le Bon, las experimentaciones de Wundt así como en la obra de escritores, filósofos y artistas; asediado por las política de la transmisión hereditaria y los estigmas del antisemitismo, Freud, no sin cierta inflexión romántica, basculando a veces entre una argumentación racional con matices profilácticos y un atrevido apoyo a lo irracional de la locura, las pulsiones y el sueño, dio a luz al psicoanalista, ese que es, aun hoy, “un auténtico recién llegado”. (4)
Con apenas poco más de un siglo en los anales de la cultura, a ese recién llegado, para muchos concebido contra natura, del cual no cesa de anhelarse que la cigüeña se lo lleve de vuelta o de anunciarse su muerte, le toca ocuparse de cultivar una práctica nacida para no ser masiva, sostener la más imposible de las posiciones, y vérselas con lo que no anda.
En un mundo conquistado por la pulsión, y dificultosamente vislumbrado desde las vidrieras del fantasma, el ombligo de su operación se sitúa en el malestar y la mortificación creciente del serhablante, en la “impotencia cada vez mayor del hombre para alcanzar su propio deseo”(5)  en el mercado de los bienes, búsqueda vivida cada vez con mayor desdicha y angustia.
Ese recién llegado, está anudado a una política para nada inocente y a veces hasta descortés, la de abrirle la puerta al sujeto que le interesa, el de la ciencia, ese que racionaliza, que quiere explicar las cosas, para invitarlo a acostarse en el lecho del malentendido y a valorar una apuesta: ganar una pérdida en su patrimonio narcisístico y advertir que eso de lo que gozosamente se queja, que considera tan singular, que cree que sólo a él podía sucederle y de lo cual hace un culto clandestino, le ocurre prácticamente a cada ser hablante.  

Empresa difícil, ya que ese sujeto también despliega sus astucias: la del pedigüeño, que pide que se le hable, que se le den respuestas; la del avestruz, que se imagina oculto y al abrigo de los peligros hundiendo su cabeza en la arena, aún dejando el trasero al aire para un prójimo siempre presto a desplumarlo; acaso la del esperanzado, en tanto la ficción neurótica se adecua a, y converge con, la ciencia y la religión de su época.
Más todavía cuando como hoy, la ciencia es usada como religión y va a su mismo lugar. A menudo de manera fanática, en su afán de entronizarse en la cúspide de la creación como solución final para toda desesperanza humana, pontificando a veces con total desparpajo como nuevo poder celestial sobre la faz de la tierra, pero siempre cumpliendo su papel, avanzar hacia su apocalíptico destino: bautizarse como la verdadera y definitiva religión.
Con la particularidad de que aunque a cada paso se declare atea, cuanto más impía se proclama, más comulga y saborea la hostia cristiana, que no cesa de prometer un futuro infaliblemente mejor.
Punto en el que, desoladoramente, se encuentra con el credo marxista, tan o más cristiano que Cristo, cuando al enunciar ¡proletarios del mundo uníos!, no alcanza a impedir que resuene lo que de la arenga sadiana insiste, ¡un esfuerzo más y la felicidad descansará en tus bolsillos!, ¡otro esfuerzo más, enfermos terminales y vuestros suicidios asistidos se transmitirán por Internet!.
Provista de expedientes que ni siquiera podemos sospechar y escaso recelo por las deyecciones de su producto, supone siempre que gana, coloreando todo con su pátina, y nos confronta con la maldad de la Cosa(6).
Al fin y al cabo, nada que reprochar: cumplen su misión. Ciencia y religión son lo que son, hacen lo que no pueden no hacer y no cesan de concienciar, cristianizar, predicar lo que despunta de un padre dispuesto sobre todo a obstaculizar lo que habilite a gozar un poco en la vida.
El analista, está allí como síntoma y sólo puede sostenerse como tal, quizá, con la sola aspiración de sobrevivir sin sucumbir a la tentación de hacer del psicoanálisis la nueva gaya verdad de nuestra época.
Frente a ese discurso, que a cada paso revela una realidad plena y cabalmente inhumana (7), que renuncia al sujeto aunque se proponga al servicio del hombre, sin místicos extravíos y aunque la cosa tal vez no interese demasiado, más vale, para  el recién llegado, no estar en babia (8).

Presentado en la VIII Jornada Anual de Cuestiones del Psicoanálisis, De la política y el síntoma en la práctica del psicoanálisis, 13 de diciembre de 2008

Notas

1. J. Lacan, El triunfo de la religión, Paidós, 2006, página 77
2. Diario Clarín, 31 de octubre de 2008.
3. J. Lacan, El triunfo de la religión, Paidós, 2006, página 63
4  Idem, página 71
5  Idem, página 22
6  Idem, página 63
7  Idem, página 49
8  J. Lacan, La tercera, en Intervenciones y textos, Manantial, 1988, página 82.

1 comentario:

  1. Un artículo aparecido en el diario Clarín el 31 de octubre de 2008, me llevó a escribir estas líneas

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