“Algunos
tipos de carácter dilucidados por el trabajo psicoanalítico”, es el título
de un texto freudiano sumamente rico en sus derivaciones. Por un lado, por los
numerosos interrogantes que plantea; también, porque convoca uno de los asuntos
centrales de la clínica psicoanalítica: ¿qué es triunfo, qué es fracaso? Y
además, porque sugiere que en el trabajo de mantener la distancia entre deseo y
goce, entre lo deseable y lo obtenible, permite advertir que el anhelo no es el
deseo y el objeto de éste no es el que lo causa.
S. Freud |
Seguramente conviene reparar en que se
trata de un escrito de 1916, posterior a “Sobre
una introducción del narcisismo” y anterior a la publicación de “Más allá del principio del placer”. En
él, Freud señala de entrada y no sin
sorpresa, que el tratamiento de la neurosis lo ha forzado en dirección al
carácter; pero, y esto quizás es más interesante aún, lo aborda con un modo
diferencial respecto de ciertas concepciones unitarias y unívocas, y lo plantea
como “rasgo” de carácter, anticipando
así la problemática del carácter abrochada a la identificación, que habría de
trabajar años después en “El yo y el ello”.
Por la vía del medio-decir del arte, que
no lo dice todo, que insinúa y permite pasar goce a lo inconsciente, se va acercando
al asunto que le interesa y distingue entonces: las excepciones, los que fracasan
al triunfar y los que delinquen por conciencia de culpa, tema este, el
de la culpa, que atraviesa el texto.
Para introducir la cuestión de los que
tienen esa pretensión de excepcionalidad a partir de haber sido víctimas de una
grave injusticia, se remite a la figura de Ricardo
III, de W. Shakespeare, y lo hace recortando del monólogo introductorio de
Glocester (Gloster), quien después será coronado rey, lo siguiente:
Ricardo III |
“Mas
yo, que no estoy hecho para traviesos deportes
ni
para cortejar a un amoroso espejo;
yo,
que con mí burda estampa carezco de amable majestad
para
pavonearme ante una ninfa licenciosa;
yo,
cercenado de esa bella proporción,
arteramente
despojado de encantos por la Naturaleza,
deforme,
inacabado, enviado antes de tiempo
al
mundo que respira; a medias terminado,
y
tan renqueante y falto de donaire
que
los perros me ladran cuando me paro ante ellos…
Y
pues que no puedo actuar corno un amante
frente
a estos tiempos de palabras corteses,
estoy
resuelto a actuar como un villano
y
odiar los frívolos placeres de esta época”.[1]
Para Freud, Ricardo III es una estampa magnífica de la insaciable búsqueda de resarcimiento
por tempranas injurias al narcisismo, que funcionan como fuente de rebeldía,
encono, odio y reproche que coronan la envidia
fálica. Su “lectura” sobre el párrafo
anterior es, entonces, “La naturaleza ha
cometido conmigo una grave injusticia negándome la bella figura que hace a los
hombres ser amados. La vida me debe un resarcimiento, que yo me tomaré. Tengo
derecho a ser una excepción, a pasar por encima de los reparos que detienen a
otros. Y aun me es lícito ejercer la injusticia, pues conmigo se la ha cometido”.
Sobre los que
fracasan cuando triunfan, Freud nuevamente menciona su sorpresa respecto de
esas “satisfacciones de las que infaltablemente se sigue un perjuicio”, y
presenta algunos casos de quienes “enferman
precisamente cuando se les cumple un deseo hondamente arraigado y por mucho
tiempo perseguido. Parece como si no pudieran soportar su dicha, pues el
vínculo causal entre la contracción de la enfermedad y el éxito no puede
ponerse en duda. Tuve oportunidad de tomar conocimiento del destino de una
mujer, que quiero describir a modo de paradigma de esos vuelcos trágicos”[2]
Así, con la frescura y el rigor
acostumbrado de su letra, pone a trabajar casos propios, otra creación de
Shakespeare, Macbeth y una obra de
Ibsen, Rosmersholm.
W. Shakespeare |
Comienza presentando a una mujer “de buena cuna y bien criada”, que “no pudo de muchacha, aún muy joven, poner
freno a su gana de vivir; escapó de la casa paterna y rodó por el mundo de
aventura en aventura, hasta que conoció a un artista que supo apreciar su
encanto femenino, pero también atinó a vislumbrar que había en la descarriada
una disposición más fina. La recogió en su casa y ganó en ella una fiel
compañera, a quien sólo parecía faltarle la rehabilitación social para alcanzar
la dicha plena. Tras una convivencia de años, él impuso a su familia que la
aceptase y estaba dispuesto a hacerla su mujer ante la ley”. En ese
momento, dice Freud, “empezó ella a
denegarse. Descuidó la casa cuya ama legítima estaba destinada a ser ahora, se juzgó
perseguida por los parientes que querían incorporarla a la familia, por celos
absurdos bloqueó al hombre todo trato social, lo estorbó en su trabajo
artístico y pronto contrajo una incurable enfermedad anímica”[3].
Es decir que, cuando la escena normalizante
construida con su plena colaboración había logrado inducir la demanda del Otro,
la que daría por exitosa la rehabilitación social que parecía faltarle para
alcanzar la dicha, aparece la Versagung[4]. Es
en esa precisa coyuntura, que sucede el rehusamiento de un yo que adoptando un sesgo separativo, defiende el lugar del $ por medio de la alienación,
articulándolo con el no-yo.
Versagung subsidiaria del “te demando que rechaces lo que te ofrezco…porque
no es eso”, según el aforismo acuñado por Lacan en “O peor…”[5];
suerte de tejemaneje de la pulsión de muerte, capaz de sustraer al $ de la demanda del Otro disfrazada con
la recompensa del éxito “legal”.
Despunta así el desencuentro en lo
real de una demanda instituyente, “te
pido que seas mi mujer”, que desencadena el estallido de la celotipia y que
permite denunciar que los que fracasan
cuando triunfan son los que triunfan cuando fracasan.
«Nada
se gana, al contrario, todo se pierde,
cuando
nuestro deseo se cumple sin contento:
vale
más ser aquello que hemos destruido,
que
por la destrucción vivir en dudosa alegría».
(Acto
III, escena 2.)
Freud, que parece mostrarse algo
errante respecto de Lady Macbeth, (“no sabemos el porqué” se ha transformado
así, dice) se pregunta: “¿Qué fue lo que
destruyó ese carácter que parecía forjado del metal más duro? ¿Fue sólo la
desilusión, la otra cara de la hazaña cumplida? ¿Acaso debemos inferir que
también en Lady Macbeth una vida anímica en su origen dulce y de femenina
blandura se fue empinando hasta alcanzar una concentración y una tensión
extrema que no podían ser duraderas, o tenemos que salir en busca de indicios
que nos hagan comprender humanamente ese derrumbe por una motivación más
profunda? Considero imposible acertar aquí con una decisión”, se contesta.
Y más adelante vuelve a interrogarse: ¿cuáles
pueden ser los motivos, que en un lapso tan breve [una semana] hacen de un
ambicioso pusilánime una fiera desenfrenada y de la instigadora de temple de
acero una enferma contrita por el arrepentimiento? He aquí algo que a mi juicio
no puede averiguarse. Creo que no
tenemos más remedio que renunciar a ello en esa triple oscuridad en que se han
condensado la mala conservación del texto, la ignorada intención de su creador
y el sentido secreto de la saga.”
Para Freud, el problema de Macbeth es casi
insoluble, tanto que escribe: “Si en la figura
de Lady Macbeth no hemos podido averiguar por qué ella, tras el triunfo, se
derrumba en la enfermedad, quizá nos resulte más promisoria la creación de otro
gran dramaturgo que gusta aplicarse con rigor insospechado a la tarea del
examen psicológico”. Y examina entonces la obra de Ibsen, en la cual el
desencuentro en lo real se muestra de manera ostensible en Rebeca West, la
dramática protagonista.
Ibsen |
Sobre ella señala que cuando llega a
Rosmersholm, donde moran el pastor Rosmer y su esposa Beata, se encuentra
con un “lugar en el cual no se conoce la risa y la alegría fue sacrificada al
cumplimiento del deber”. En ese ámbito, comienza a tejerse la trama de la
obra. Rebeca, “dominada por «una pasión
salvaje e indomable» hacia ese hombre de noble cuna”, decide “quitar de en medio a la mujer que le estorba
el camino”. Como al descuido, “deja en sus manos un libro donde se indica
que el fin del matrimonio es concebir hijos” (Beata no puede tenerlos), le
deja entrever que él está a punto de abandonar la fe que comparten y por último
le hace entender que ella, Rebeca, “pronto
abandonará la casa para ocultar las consecuencias de un comercio carnal
prohibido con Rosmer”. Ese plan criminal triunfa: Beata se suicida.
Durante un largo tiempo viven Rebeca y
Rosmer en una relación de amistad, pero cuando
el amo le pide que sea su mujer, en contra de lo esperado Rebeca se niega y
le dice que si la asedia “seguirá el
camino de Beata”. Rosmer no comprende ese rechazo; pero, dice Freud, es
todavía más incomprensible para nosotros, que sabemos más de las obras y
propósitos de Rebeca. De lo único que no podemos dudar, agrega, es de que “su ´no´
debe tomarse en serio”.
Reflexionando sobre ello señala: ¿Cómo es posible que la aventurera de la
voluntad osada, nacida libre, que se abre paso sin miramiento alguno para la
realización de sus deseos, no quiera asir al vuelo el fruto del triunfo que
ahora se le ofrece? Ella misma nos lo esclarece en el cuarto acto: «Ahí está
justamente lo terrible: ahora que toda la dicha del mundo me es ofrecida a
manos llenas, he cambiado, de manera que mi propio pasado me bloquea el camino
hacia la felicidad». 0 sea, ella ha cambiado en el ínterin, su conciencia moral
se ha despertado, ha cobrado una conciencia de culpa que le deniega el goce”.
Esa conciencia de culpa que se ha despertado y que le deniega lleva a Rebeca a confesar
su crimen.
“En
el diálogo que pone fin a la pieza, Rosmer le pide otra vez que sea su mujer. El
le perdona el crimen que cometió por amor a él. Y hete aquí que ella no
responde lo que debería -que ningún perdón podría quitarle el sentimiento de
culpa que le valió su alevoso engaño a la pobre Beata-, sino que carga sobre sí
otro reproche que por fuerza nos suena extraño en la librepensadora, y en modo
alguno merece la importancia que le atribuye Rebeca: «¡Ah!, amigo mío, no
vuelvas sobre eso! ¡Es algo imposible! Pues has de saber, Rosmer, que yo tengo
... un pasado».
Pasado marcado por el incesto, el hombre que fue su
tutor al morir su madre, y del que fue amante, era su padre. Ella no lo
sabía...
Pero, agrega Freud, “Si
reconstruimos su pasado -que el dramaturgo apenas insinúa- con detalle y
completándolo, diremos que ella no pudo dejar de tener alguna vislumbre de la
relación íntima entre su madre y el doctor West. Por fuerza ha de haberle
causado una gran impresión el convertirse en la sucesora de la madre junto a
ese hombre; ella estaba bajo el imperio del complejo de Edipo, aunque no
supiera que esta fantasía universal se había realizado en su caso. Cuando llegó
a Rosmersholm, el yugo interior de aquella primera vivencia la empujó a crear,
mediante una acción violenta, la misma situación que la primera vez se había
realizado sin su cooperación: eliminar a la mujer y madre para ocupar su lugar
junto al hombre y padre. Ella pinta con una vivacidad convincente el modo en
que se vio compelida, contra su voluntad, a obrar paso a paso para eliminar a
Beata”
Desde luego, ella quiere aludir a que ha mantenido
relaciones sexuales con otro hombre, y nosotros ahora nos enteramos de que esas
relaciones, de una época en que era libre y no tenía que dar cuentas a nadie,
parecen ser un obstáculo mayor para su unión con Rosmer que su conducta
realmente criminal hacia la mujer de este.
.«¡Pero
ustedes creen que yo procedía con fría y calculada premeditación! Yo no era
entonces la que soy ahora, cuando estoy frente a ustedes y lo cuento. Y además
existen, diría yo, dos clases de voluntad en nosotros. ¡Yo quería eliminar a
Beata, por cualquier medio! Y sin embargo no creía que eso ocurriría alguna
vez. A cada paso que eso me estimulaba a dar hacia adelante, era para mí como
si algo me gritara: ¡Ahora detente! ¡Ni un paso más! Y no obstante, no pude
detenerme. Me veía forzada a avanzar otro poco, a dar un último paso, y después
otro ... y otro más todavía. Así ocurrió eso. De esta manera suceden tales
cosas».
Poco antes ella había dicho: “«…Rosmersholm me ha quitado la fuerza; ¡aquí
se ha quebrantado y se ha paralizado mi osada voluntad! Para mí ya pasó el
tiempo en que me atrevía a todo y a todos. He perdido la energía para la
acción, Rosmer». Tiempo entonces de detención, pero también tiempo de
relanzamiento por la vía del acting-out, disponiéndose -opción imposible- en el
“no soy”.
De ahí que en esta estructuración
advenga supletoriamente una solución defensiva al precio de la alienación, que
en Freud se nombra como denegación (verleugnung) y frustración, y en Lacan
denota la captura mediante la cual el viviente sexuado se instituye como
sentido desde el campo del Otro al precio de entregar, forzosamente, algo de su
ser, el que de ahí en más, no ek-sistirá sino dividido.
F. Nietzsche |
En la última parte del texto, Freud
aborda a “los que delinquen por conciencia de culpa”. En primer lugar, poniendo
en acto que no era de los que se aburren fácilmente, vuelve a mostrarse asombrado;
el trabajo analítico, escribe, le trajo otro “sorprendente resultado”: muchas “fechorías”
se consuman sobre todo porque son prohibidas y porque a su ejecución va unido
cierto alivio anímico para el malhechor. Un modo de tener ocupada la conciencia
de culpa, que por paradójico que pueda sonar, preexiste a la transgresión. Y nos remite a los
aforismos “Sobre el pálido delincuente”, del Zaratustra de Nietzsche, ese en el
que en sus ojos, en los que habla el gran desprecio, dice «Mi yo es algo que debe ser superado: mi yo
es para mí el gran desprecio del hombre». [6]
¿Qué criterio entonces, de triunfo o
fracaso para nuestra clínica? La apuesta
freudiana se vislumbra con firmeza, apuesta por la Verdad del deseo.
[1] Freud S., “Algunos
tipos de carácter dilucidados por el trabajo psicoanalítico”, Amorrortu,
volumen XIV
[2] Idem nota anterior
[3] Idem
[4] Versagung, rechazo;
también denuncia, “como se dice denunciar un tratado o se habla de retractarse
de un compromiso…se puede poner a veces la Versagung en el polo opuesto, ya que
la palabra puede significar a la vez promesa
y ruptura de promesa…” Lacan J., El
seminario, Libro IV, La relación de objeto, clase del 27 de febrero de 1957
[5] Lacan, J. , El seminario, Libro XIX, “O peor…”,
clase del 9 de febrero de 1972, Paidós, página 80.