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domingo, 7 de junio de 2015

Sobre “Algunos tipos de carácter dilucidados por el trabajo psicoanalítico”, de Freud. Rolando Ugena.



          “Algunos tipos de carácter dilucidados por el trabajo psicoanalítico”, es el título de un texto freudiano sumamente rico en sus derivaciones. Por un lado, por los numerosos interrogantes que plantea;  también, porque convoca uno de los asuntos centrales de la clínica psicoanalítica: ¿qué es triunfo, qué es fracaso? Y además, porque sugiere que en el trabajo de mantener la distancia entre deseo y goce, entre lo deseable y lo obtenible, permite advertir que el anhelo no es el deseo y el objeto de éste no es el que lo causa.
S. Freud

          Seguramente conviene reparar en que se trata de un escrito de 1916, posterior a “Sobre una introducción del narcisismo” y anterior a la publicación de “Más allá del principio del placer”. En él, Freud señala de entrada y  no sin sorpresa, que el tratamiento de la neurosis lo ha forzado en dirección al carácter; pero, y esto quizás es más interesante aún, lo aborda con un modo diferencial respecto de ciertas concepciones unitarias y unívocas, y lo plantea como “rasgo” de carácter, anticipando así la problemática del carácter abrochada a la identificación, que habría de trabajar años después en “El yo y el ello”.

          Por la vía del medio-decir del arte, que no lo dice todo, que insinúa y permite pasar goce a lo inconsciente, se va acercando al asunto que le interesa y distingue entonces: las excepciones, los que fracasan al triunfar y los que delinquen por conciencia de culpa, tema este, el de la culpa, que atraviesa el texto.

          Para introducir la cuestión de los que tienen esa pretensión de excepcionalidad a partir de haber sido víctimas de una grave injusticia, se remite a la figura de Ricardo III, de W. Shakespeare, y lo hace recortando del monólogo introductorio de Glocester (Gloster), quien después será coronado rey, lo siguiente:
Ricardo III

“Mas yo, que no estoy hecho para traviesos deportes

ni para cortejar a un amoroso espejo;

yo, que con mí burda estampa carezco de amable majestad

para pavonearme ante una ninfa licenciosa;

yo, cercenado de esa bella proporción,

arteramente despojado de encantos por la Naturaleza,

deforme, inacabado, enviado antes de tiempo

al mundo que respira; a medias terminado,

y tan renqueante y falto de donaire

que los perros me ladran cuando me paro ante ellos…

Y pues que no puedo actuar corno un amante

frente a estos tiempos de palabras corteses,

estoy resuelto a actuar como un villano

y odiar los frívolos placeres de esta época”.[1]

          Para Freud, Ricardo III es una estampa magnífica de la insaciable búsqueda de resarcimiento por tempranas injurias al narcisismo, que funcionan como fuente de rebeldía, encono, odio y reproche que coronan la envidia fálica. Su “lectura” sobre el párrafo anterior es, entonces, “La naturaleza ha cometido conmigo una grave injusticia negándome la bella figura que hace a los hombres ser amados. La vida me debe un resarcimiento, que yo me tomaré. Tengo derecho a ser una excepción, a pasar por encima de los reparos que detienen a otros. Y aun me es lícito ejercer la injusticia, pues conmigo se la ha cometido”.  

Sobre los que fracasan cuando triunfan, Freud nuevamente menciona su sorpresa respecto de esas satisfacciones de las que infaltablemente se sigue un perjuicio”, y presenta algunos casos de quienes “enferman precisamente cuando se les cumple un deseo hondamente arraigado y por mucho tiempo perseguido. Parece como si no pudieran soportar su dicha, pues el vínculo causal entre la contracción de la enfermedad y el éxito no puede ponerse en duda. Tuve oportunidad de tomar conocimiento del destino de una mujer, que quiero describir a modo de paradigma de esos vuelcos trágicos[2]

          Así, con la frescura y el rigor acostumbrado de su letra, pone a trabajar casos propios, otra creación de Shakespeare, Macbeth y una obra de Ibsen, Rosmersholm.
W. Shakespeare

          Comienza presentando a una mujer “de buena cuna y bien criada”, que “no pudo de muchacha, aún muy joven, poner freno a su gana de vivir; escapó de la casa paterna y rodó por el mundo de aventura en aventura, hasta que conoció a un artista que supo apreciar su encanto femenino, pero también atinó a vislumbrar que había en la descarriada una disposición más fina. La recogió en su casa y ganó en ella una fiel compañera, a quien sólo parecía faltarle la rehabilitación social para alcanzar la dicha plena. Tras una convivencia de años, él impuso a su familia que la aceptase y estaba dispuesto a hacerla su mujer ante la ley”. En ese momento, dice Freud, “empezó ella a denegarse. Descuidó la casa cuya ama legítima estaba destinada a ser ahora, se juzgó perseguida por los parientes que querían incorporarla a la familia, por celos absurdos bloqueó al hombre todo trato social, lo estorbó en su trabajo artístico y pronto contrajo una incurable enfermedad anímica”[3].

          Es decir que, cuando la escena normalizante construida con su plena colaboración había logrado inducir la demanda del Otro, la que daría por exitosa la rehabilitación social que parecía faltarle para alcanzar la dicha, aparece la Versagung[4]. Es en esa precisa coyuntura, que sucede el rehusamiento de un yo que adoptando un sesgo separativo, defiende el lugar del $ por medio de la alienación, articulándolo con el no-yo.

          Versagung subsidiaria del “te demando que rechaces lo que te ofrezco…porque no es eso”, según el aforismo acuñado por Lacan en “O peor…”[5]; suerte de tejemaneje de la pulsión de muerte, capaz de sustraer al $ de la demanda del Otro disfrazada con la recompensa del éxito “legal”.  

          Despunta así el desencuentro en lo real de una demanda instituyente, “te pido que seas mi mujer”, que desencadena el estallido de la celotipia y que permite denunciar que los que fracasan cuando triunfan son los que triunfan cuando fracasan.

       
   Acto seguido Freud pasa a examinar a Lady Macbeth, la trágica heroína de Shakespeare, “que se derrumba tras alcanzar el éxito, después que bregó por el con pertinaz energía… Antes, ninguna vacilación y ningún indicio en ella de lucha interior, ninguna otra aspiración que disipar los reparos de su ambicioso pero sentimental marido. A su designio de muerte quiere sacrificar incluso su feminidad, sin atender al papel decisivo que habrá de caberle a esa feminidad después, cuando sea preciso asegurar esa meta de su ambición alcanzada por el crimen…Ahora, cuando se ha convertido en reina por el asesinato de Duncan, se anuncia fugazmente en ella algo como una desilusión, como un hastío.

«Nada se gana, al contrario, todo se pierde,

cuando nuestro deseo se cumple sin contento:

vale más ser aquello que hemos destruido,

que por la destrucción vivir en dudosa alegría».

(Acto III, escena 2.)

          Freud, que parece mostrarse algo errante respecto de Lady Macbeth, (“no sabemos el porqué” se ha transformado así, dice) se pregunta: “¿Qué fue lo que destruyó ese carácter que parecía forjado del metal más duro? ¿Fue sólo la desilusión, la otra cara de la hazaña cumplida? ¿Acaso debemos inferir que también en Lady Macbeth una vida anímica en su origen dulce y de femenina blandura se fue empinando hasta alcanzar una concentración y una tensión extrema que no podían ser duraderas, o tenemos que salir en busca de indicios que nos hagan comprender humanamente ese derrumbe por una motivación más profunda? Considero imposible acertar aquí con una decisión”, se contesta. Y más adelante vuelve a interrogarse: ¿cuáles pueden ser los motivos, que en un lapso tan breve [una semana] hacen de un ambicioso pusilánime una fiera desenfrenada y de la instigadora de temple de acero una enferma contrita por el arrepentimiento? He aquí algo que a mi juicio no puede averiguarse. Creo que no tenemos más remedio que renunciar a ello en esa triple oscuridad en que se han condensado la mala conservación del texto, la ignorada intención de su creador y el sentido secreto de la saga.”

          Para Freud, el problema de Macbeth es casi insoluble, tanto que escribe: “Si en la figura de Lady Macbeth no hemos podido averiguar por qué ella, tras el triunfo, se derrumba en la enfermedad, quizá nos resulte más promisoria la creación de otro gran dramaturgo que gusta aplicarse con rigor insospechado a la tarea del examen psicológico”. Y examina entonces la obra de Ibsen, en la cual el desencuentro en lo real se muestra de manera ostensible en Rebeca West, la dramática protagonista.
Ibsen

          Sobre ella señala que cuando llega a Rosmersholm, donde moran el pastor Rosmer y su esposa Beata, se encuentra con  un “lugar en el cual no se conoce la risa y la alegría fue sacrificada al cumplimiento del deber”. En ese ámbito, comienza a tejerse la trama de la obra. Rebeca, “dominada por «una pasión salvaje e indomable» hacia ese hombre de noble cuna”, decide “quitar de en medio a la mujer que le estorba el camino”. Como al descuido,  “deja en sus manos un libro donde se indica que el fin del matrimonio es concebir hijos” (Beata no puede tenerlos), le deja entrever que él está a punto de abandonar la fe que comparten y por último le hace entender que ella, Rebeca, “pronto abandonará la casa para ocultar las consecuencias de un comercio carnal prohibido con Rosmer”. Ese plan criminal triunfa: Beata se suicida.

          Durante un largo tiempo viven Rebeca y Rosmer en una relación de amistad, pero cuando el amo le pide que sea su mujer, en contra de lo esperado Rebeca se niega y le dice que si la asedia “seguirá el camino de Beata”. Rosmer no comprende ese rechazo; pero, dice Freud, es todavía más incomprensible para nosotros, que sabemos más de las obras y propósitos de Rebeca. De lo único que no podemos dudar, agrega, es de que “su ´no´ debe tomarse en serio”.

          Reflexionando sobre ello señala: ¿Cómo es posible que la aventurera de la voluntad osada, nacida libre, que se abre paso sin miramiento alguno para la realización de sus deseos, no quiera asir al vuelo el fruto del triunfo que ahora se le ofrece? Ella misma nos lo esclarece en el cuarto acto: «Ahí está justamente lo terrible: ahora que toda la dicha del mundo me es ofrecida a manos llenas, he cambiado, de manera que mi propio pasado me bloquea el camino hacia la felicidad». 0 sea, ella ha cambiado en el ínterin, su conciencia moral se ha despertado, ha cobrado una conciencia de culpa que le deniega el goce”. Esa conciencia de culpa que se ha despertado y que le deniega lleva a Rebeca a confesar su crimen.

          “En el diálogo que pone fin a la pieza, Rosmer le pide otra vez que sea su mujer. El le perdona el crimen que cometió por amor a él. Y hete aquí que ella no responde lo que debería -que ningún perdón podría quitarle el sentimiento de culpa que le valió su alevoso engaño a la pobre Beata-, sino que carga sobre sí otro reproche que por fuerza nos suena extraño en la librepensadora, y en modo alguno merece la importancia que le atribuye Rebeca: «¡Ah!, amigo mío, no vuelvas sobre eso! ¡Es algo imposible! Pues has de saber, Rosmer, que yo tengo ... un pasado».

Pasado marcado por el incesto, el hombre que fue su tutor al morir su madre, y del que fue amante, era su padre. Ella no lo sabía...

Pero, agrega Freud,  “Si reconstruimos su pasado -que el dramaturgo apenas insinúa- con detalle y completándolo, diremos que ella no pudo dejar de tener alguna vislumbre de la relación íntima entre su madre y el doctor West. Por fuerza ha de haberle causado una gran impresión el convertirse en la sucesora de la madre junto a ese hombre; ella estaba bajo el imperio del complejo de Edipo, aunque no supiera que esta fantasía universal se había realizado en su caso. Cuando llegó a Rosmersholm, el yugo interior de aquella primera vivencia la empujó a crear, mediante una acción violenta, la misma situación que la primera vez se había realizado sin su cooperación: eliminar a la mujer y madre para ocupar su lugar junto al hombre y padre. Ella pinta con una vivacidad convincente el modo en que se vio compelida, contra su voluntad, a obrar paso a paso para eliminar a Beata”

Desde luego, ella quiere aludir a que ha mantenido relaciones sexuales con otro hombre, y nosotros ahora nos enteramos de que esas relaciones, de una época en que era libre y no tenía que dar cuentas a nadie, parecen ser un obstáculo mayor para su unión con Rosmer que su conducta realmente criminal hacia la mujer de este.

          .«¡Pero ustedes creen que yo procedía con fría y calculada premeditación! Yo no era entonces la que soy ahora, cuando estoy frente a ustedes y lo cuento. Y además existen, diría yo, dos clases de voluntad en nosotros. ¡Yo quería eliminar a Beata, por cualquier medio! Y sin embargo no creía que eso ocurriría alguna vez. A cada paso que eso me estimulaba a dar hacia adelante, era para mí como si algo me gritara: ¡Ahora detente! ¡Ni un paso más! Y no obstante, no pude detenerme. Me veía forzada a avanzar otro poco, a dar un último paso, y después otro ... y otro más todavía. Así ocurrió eso. De esta manera suceden tales cosas».

          Poco antes ella había dicho: “«…Rosmersholm me ha quitado la fuerza; ¡aquí se ha quebrantado y se ha paralizado mi osada voluntad! Para mí ya pasó el tiempo en que me atrevía a todo y a todos. He perdido la energía para la acción, Rosmer». Tiempo entonces de detención, pero también tiempo de relanzamiento por la vía del acting-out, disponiéndose -opción imposible- en el “no soy”.

          De ahí que en esta estructuración advenga supletoriamente una solución defensiva al precio de la alienación, que en Freud se nombra como denegación (verleugnung) y frustración, y en Lacan denota la captura mediante la cual el viviente sexuado se instituye como sentido desde el campo del Otro al precio de entregar, forzosamente, algo de su ser, el que de ahí en más, no ek-sistirá sino dividido.

F. Nietzsche
          En la última parte del texto, Freud aborda a “los que delinquen por conciencia de culpa”. En primer lugar, poniendo en acto que no era de los que se aburren fácilmente, vuelve a mostrarse asombrado; el trabajo analítico, escribe, le trajo otro “sorprendente resultado”: muchas “fechorías” se consuman sobre todo porque son prohibidas y porque a su ejecución va unido cierto alivio anímico para el malhechor. Un modo de tener ocupada la conciencia de culpa, que por paradójico que pueda sonar, preexiste a la  transgresión. Y nos remite a los aforismos “Sobre el pálido delincuente”, del Zaratustra de Nietzsche, ese en el que en sus ojos, en los que habla el gran desprecio, dice  «Mi yo es algo que debe ser superado: mi yo es para mí el gran desprecio del hombre». [6]

          ¿Qué criterio entonces, de triunfo o fracaso para nuestra clínica?  La apuesta freudiana se vislumbra con firmeza, apuesta por la Verdad del deseo.









[1] Freud S., “Algunos tipos de carácter dilucidados por el trabajo psicoanalítico”, Amorrortu, volumen XIV

[2] Idem nota anterior

[3] Idem

[4] Versagung, rechazo; también denuncia, “como se dice denunciar un tratado o se habla de retractarse de un compromiso…se puede poner a veces la Versagung en el polo opuesto, ya que la palabra puede significar a la vez promesa y ruptura de promesa…” Lacan J., El seminario, Libro IV, La relación de objeto, clase del 27 de febrero de 1957

[5] Lacan, J. , El seminario, Libro XIX, “O peor…”, clase del 9 de febrero de 1972, Paidós, página 80.


[6] Nietzsche F., “Así habló Zaratustra, Del pálido delincuente