Al anochecer de una tarde oscura y tormentosa en el otoño de 18..., me
hallaba en París, gozando de la doble voluptuosidad de la meditación y de una
pipa de espuma de mar, en compañía de mi amigo C. Auguste Dupin, en un pequeño
cuarto detrás de su biblioteca, au troisième, No. 33, de la rue Dunot,
en el faubourg St. Germain. Durante una hora por lo menos, habíamos
guardado un profundo silencio; a cualquier casual observador le habríamos
parecido intencional y exclusivamente ocupados con las volutas de humo que
viciaban la atmósfera del cuarto. Yo, sin embargo, estaba discutiendo
mentalmente ciertos tópicos que habían dado tema de conversación entre
nosotros, hacía algunas horas solamente; me refiero al asunto de la rue Morgue
y el misterio del asesinato de Marie Roget. Los consideraba de algún modo
coincidentes, cuando la puerta de nuestra habitación se abrió para dar paso a
nuestro antiguo conocido, monsieur G***, el prefecto de la policía parisina.
Le dimos una sincera bienvenida porque había en aquel hombre casi tanto
de divertido como de despreciable, y hacía varios años que no le veíamos.
Estábamos a oscuras cuando llegó, y Dupin se levantó con el propósito de
encender una lámpara; pero volvió a sentarse sin haberlo hecho, porque G***
dijo que había ido a consultarnos, o más bien a pedir el parecer de un amigo,
acerca de un asunto oficial que había ocasionado una extraordinaria agitación.
—Si se trata de algo que requiere mi reflexión —observó Dupin,
absteniéndose de dar fuego a la mecha—, lo examinaremos mejor en la oscuridad.
—Esa es otra de sus singulares ideas —dijo el prefecto, que tenía la
costumbre de llamar «singular» a todo lo que estaba fuera de su comprensión, y
vivía, por consiguiente, rodeado de una absoluta legión de «singularidades».
—Es muy cierto —respondió Dupin, alcanzando a su visitante una pipa, y
haciendo rodar hacia él un confortable sillón.
—¿Y cuál es la dificultad ahora? —pregunté— Espero que no sea otro
asesinato.
—¡Oh, no, nada de eso!. El asunto es muy simple, en verdad, y no
tengo duda que podremos manejarlo suficientemente bien nosotros solos; pero he
pensado que a Dupin le gustaría conocer los detalles del hecho, porque es un
caso excesivamente singular.
—Simple y singular —dijo Dupin.
—Y bien, sí; y no exactamente una, sino ambas cosas a la vez. Sucede que hemos ido desconcertados porque
el asunto es tan simple, y, sin embargo nos confunde a todos.
—Quizás es precisamente la simplicidad lo que le desconcierta a usted
—dijo mi amigo.
—¡Qué desatino dice usted! —replicó el prefecto, riendo de todo corazón.
—Quizás el misterio es un poco demasiado sencillo —dijo Dupin.
—¡Oh, por el ánima de…! ¡Quién ha oído jamás una idea semejante!
—Un poco demasiado evidente.
—¡Ja, ja, ja!... ¡ja, ja, ja!... ¡jo, jo, jo! —reía nuestro visitante,
profundamente divertido— ¡Oh, Dupin, usted me va a hacer reventar de risa!.
—¿Y cuál es, por fin, el asunto de que se trata? —pregunté.
—Se lo diré a usted —replicó el prefecto, profiriendo un largo, fuerte y
reposado puff y acomodándose en su sillón— Se lo diré en pocas palabras; pero
antes de comenzar, le advertiré que este es un asunto que demanda la mayor
reserva, y que perdería sin remedio mi puesto si se supiera que lo he confiado
a alguien.
—Continuemos —dije.
—O no continúe —dijo Dupin.
—De acuerdo; he recibido un informe personal de un altísimo personaje,
de que un documento de la mayor importancia ha sido robado de las habitaciones
reales. El individuo que lo robó es conocido; sobre este punto no hay la más
mínima duda; fue visto en el acto de llevárselo. Se sabe también que continúa
todavía en su poder.
—¿Cómo se sabe esto? —preguntó Dupin.
—Se ha deducido perfectamente —replicó el prefecto—, de la naturaleza
del documento y de la no aparición de ciertos resultados que habrían tenido
lugar de repente si pasara a otras manos; es decir, a causa del empleo que se
haría de él, en el caso de emplearlo.
—Sea usted un poco más explícito —dije.
—Bien, puedo afirmar que el papel en cuestión da a su poseedor cierto
poder en una cierta parte, donde tal poder es inmensamente valioso.
El prefecto era amigo de la jerga diplomática.
—Todavía no le comprendo bien —dijo Dupin.
—¿No? Bueno; la predestinación del papel a una tercera persona, que es
imposible nombrar, pondrá en tela de juicio el honor de un personaje de la más
elevada posición; y este hecho da al poseedor del documento un ascendiente
sobre el ilustre personaje, cuyo honor y tranquilidad son así comprometidos.
—Pero este ascendiente —repuse— dependería de que el ladrón sepa que
dicha persona lo conoce. ¿Quién se ha atrevido…?
—El ladrón —dijo G***— es el ministro D***, quien se atreve a todo; uno
de esos hombres tan inconvenientes como convenientes. El método del robo no fue
menos ingenioso que arriesgado. El documento en cuestión, una carta, para ser
franco, había sido recibida por el personaje robado, en circunstancias que
estaba sólo en el boudoir real. Mientras que la leía, fue repentinamente
interrumpido por la entrada de otro elevado personaje, a quien deseaba
especialmente ocultarla. Después de una apresurada y vana tentativa de
esconderla en una gaveta, se vio forzado a colocarla, abierta como estaba,
sobre una mesa. La dirección, sin embargo, quedaba a la vista; y el contenido,
así cubierto, hizo que la atención no se fijara en la carta. En este momento
entró el ministro D***. Sus
ojos de lince perciben inmediatamente el papel, reconocen la letra de la dirección,
observa la confusión del personaje a quien ha sido dirigida, y penetra su
secreto. Después de algunas gestiones sobre negocios, de prisa, como es su
costumbre, saca una carta algo parecida a la otra, la abre, pretende leerla, y
después la coloca en estrecha yuxtaposición con la que codiciaba. Se pone a
conversar de nuevo, durante un cuarto de hora casi, sobre asuntos públicos. Por
último, levantándose para marcharse, coge de la mesa la carta que no le
pertenece. Su legítimo dueño le ve, pero, como se comprende, no se atreve a
llamar la atención sobre el acto en presencia del tercer personaje que estaba a
su lado. El ministro se marchó dejando su carta, que no era de importancia,
sobre la mesa.
—Aquí está, pues —me dijo Dupin—, lo que usted pedía para hacer que el
ascendiente del ladrón fuera completo, el ladrón sabe de que es conocido del
dueño del papel.
—Sí —replicó el prefecto—; y el poder así alcanzado en los últimos meses
ha sido empleado, con objetos políticos, hasta un punto muy peligroso. El personaje
robado se convence cada día más de la necesidad de reclamar su carta. Pero
esto, como se comprende, no puede ser hecho abiertamente. En fin, reducido a la
desesperación, me ha encomendado el asunto.
—¿Y quién puede desear —dijo Dupin, arrojando una espesa bocanada de
humo—, o siquiera imaginar, un oyente mas sagaz que usted?
—Usted me adula —replicó el prefecto— pero es posible que algunas
opiniones como ésas puedan haber sido sostenidas respecto a mí.
—Está claro —dije—, como lo observó usted, que la carta está todavía en
posesión del ministro, puesto que es esta posesión, y no su empleo, lo que
confiere a la carta su poder. Con el uso, ese poder desaparece.
—Cierto —dijo G***—, y sobre esa convicción es bajo la que he procedido.
Mi primer cuidado fue hacer un registro muy completo de la residencia del
ministro; y mi principal obstáculo residía en la necesidad de buscar sin que él
se enterara. Además, he sido prevenido del peligro que resultaría de darle
motivos de sospechar de nuestras intenciones.
—Pero —dije—, usted se halla completamente au fait en este tipo
de investigaciones. La policía parisina ha hecho estas cosas muy a menudo
antes.
—Ya lo creo; y por esa razón no desespero. Las costumbres del ministro
me dan, además, una gran ventaja. Está frecuentemente ausente de su casa toda
la noche. Sus sirvientes no son numerosos. Duermen a una gran distancia de las habitaciones de su amo, y siendo
principalmente napolitanos, se embriagan con facilidad. Tengo llaves, como usted sabe, con las que puedo
abrir cualquier cuarto o gabinete de París. Durante tres meses, no ha pasado
una noche sin que haya estado empeñado personalmente en escudriñar la mansión
de D***. Mi honor está en juego y, para mencionar un gran secreto, la
recompensa es enorme. Por eso no he abandonado la partida hasta convencerme
plenamente de que el ladrón es más astuto que yo mismo. Me figuro que he
investigado todos los rincones y todos los escondrijos de los sitios en que es
posible que el papel pueda ser ocultado.
—¿Pero no es posible —sugerí—, aunque la carta pueda estar en la
posesión del ministro como es incuestionable, que la haya escondido en alguna
parte fuera de su casa?
—Es poco probable —dijo Dupin— La presente y peculiar condición de los
negocios en la corte, y especialmente de esas intrigas en las cuales se sabe
que D*** está envuelto, exigen la instantánea validez del documento, la
posibilidad de ser exhibido en un momento dado, un punto de casi tanta
importancia como su posesión.
—¿La posibilidad de ser exhibido? —dije.
—Es decir, de ser destruido —dijo Dupin.
—Cierto —observé—; el papel tiene que estar claramente al alcance de la
mano. Supongo que podemos descartar la hipótesis de que el ministro la lleva
encima.
—Enteramente —dijo el prefecto— Ha sido dos veces asaltado por
malhechores, y su persona rigurosamente registrada bajo mí propia inspección.
—Se podía usted haber ahorrado ese trabajo —dijo Dupin— D***, presumo,
no está loco del todo; y si no lo está, debe haber previsto esas asechanzas;
eso es claro.
—No está loco del todo —dijo G***—; pero es un poeta, lo que
considero que está sólo a un paso de la locura.
—Cierto —dijo Dupin después de una larga y reposada bocanada de humo de
su pipa—, aunque yo mismo sea culpable de algunas malas rimas.
—Supongamos —dije—, que usted nos detalla las particularidades de su
investigación.
—Los hechos son éstos: dispusimos de tiempo suficiente y buscamos en
todas partes. He tenido larga experiencia en estos negocios. Recorrí todo
el edificio, cuarto por cuarto, dedicando las noches de toda una semana a cada
uno. Examinamos primero el mobiliario de cada habitación. Abrimos todos los
cajones posibles; y supongo que usted sabe que, para un ejercitado agente de
policía, son imposibles los cajones secretos. Cualquiera que en
investigaciones de esta clase permite que se le escape un cajón secreto, es un
bobo. La cosa así, es sencilla. Hay una cierta cantidad de capacidad, de
espacio, que contar en un mueble. En este caso, establecemos minuciosas reglas.
La quincuagésima parte de una línea no puede escapársenos. Después del
gabinete, consideramos las sillas. Los cojines son examinados con esas delgadas
y largas agujas que usted me ha visto emplear. De las mesas, removemos las
tablas superiores.
—¿Por qué?
—Algunas veces la tabla de una mesa, u otra pieza de mobiliario
similarmente arreglada, es levantada por la persona que desea ocultar un
objeto; entonces la pata es excavada, el objeto depositado dentro de su cavidad
y la tabla vuelta a colocar. Los extremos de los pilares de las camas son
utilizados con el mismo fin.
—¿Pero la cavidad no podría ser detectada por el sonido? —pregunté.
—De ninguna manera, si cuando el objeto es depositado se coloca a su
alrededor una cantidad suficiente de algodón en rama. Además, en nuestro caso, estábamos obligados
a proceder sin ruidos.
—Pero no pueden ustedes haber removido, no pueden haber hecho pedazos todos
los artículos de mobiliario en que hubiera sido posible depositar un objeto de
la manera que usted menciona. Una carta puede ser comprimida hasta hacer un
delgado cilindro en espiral, no difiriendo mucho en forma o volumen a una aguja
para hacer calceta, y de esta forma puede ser introducida en el travesaño de
una silla, por ejemplo. No rompieron ustedes todas las sillas, ¿no es así?
—Ciertamente que no; pero hicimos algo mejor: examinamos los travesaños
de cada silla de la casa, y en verdad, todos los puntos de unión de todas las
clases de muebles, con la ayuda de un poderoso microscopio. Si hubiera habido
alguna huella de reciente remoción, no habríamos dejado de notarla
instantáneamente. Un solo grano del serrín producido por una barrena en la
madera, habría sido tan visible como una manzana. Cualquier alteración en las
encoladuras, cualquier desusado agujerito en las uniones, habría bastado para
un seguro descubrimiento.
—Presumo que observarían ustedes los espejos, entre los bordes y las
láminas, y examinarían los lechos, y las ropas de los lechos, así como las
cortinas y las alfombras.
—Eso, por sabido; y cuando hubimos registrado absolutamente todas las
partículas del mobiliario de esa manera, examinamos la casa misma. Dividimos su
entera superficie en compartimentos, que numeramos para que ninguno pudiera
escapársenos, después registramos pulgada por pulgada el terreno de la pesquisa,
incluso las dos casas adyacentes, con el microscopio, como antes.
—¡Las dos casas adyacentes! —exclamé—; deben ustedes haber causado una
gran agitación.
—La causamos; pero la recompensa ofrecida es prodigiosa.
—¿Incluyeron ustedes los terrenos de las casas?
—Todos los terrenos están enladrillados, comparativamente nos dieron
poco trabajo. Examinamos el musgo de las junturas de los, ladrillos, y no
encontramos que lo hubieran tocado.
—¿Buscaron ustedes entre los papeles de D***, por consiguiente, y entre
los libros de su biblioteca?
—Ciertamente; abrimos todos los paquetes y legajos; y no sólo ¡Abrimos
todos los libros, sino que dimos vuelta todas las hojas de todos los volúmenes,
no contentándonos con una simple sacudida de ellos, como acostumbran a hacer
algunos de nuestros agentes de policía. Medimos también el espesor de cada tapa
de libro, con la más cuidadosa exactitud, y aplicamos a cada uno el más celoso
examen con el microscopio. Si cualquiera de las encuadernaciones hubiera sido
tocada para ocultar la carta, habría sido completamente imposible que el hecho
escapara a nuestra observación. Unos cinco o seis volúmenes, recién traídos por
el encuadernador, los examinamos con todo cuidado, sondeando las tapas.
—¿Registraron el suelo, bajo las alfombras?
—Sin duda. Removimos todas las alfombras, Y examinamos los bordes con el
microscopio.
—¿Y el papel de las paredes?
—También.
—¿Buscaron en los sótanos?
—Sí
—Entonces —dije— han hecho ustedes un mal cálculo, y la carta no
está entre las posesiones del ministro, como suponen.
—Temo que usted tenga razón —repuso el prefecto—. Y ahora, Dupin, ¿qué
me aconseja que haga?
—Hacer una nueva revisión de la casa del ministro.
—Eso es absolutamente innecesario —replicó G***—; estoy tan seguro como
que respiro, de que la carta no está en la casa.
—Pues no tengo mejor consejo que darle —dijo Dupin— ¿Tendrá usted, como es natural, una
cuidadosa descripción de la carta?
—¡Ya lo creo!
Y aquí el prefecto, sacando un memorándum, nos leyó en voz alta un
minucioso informe de la carta, especialmente de la apariencia externa del
documento perdido. Poco después de esta descripción, cogió su sombrero y se
fue, mucho más desalentado de lo que le había visto nunca antes.
Casi cerca de un mes había pasado, cuando nos hizo otra visita,
encontrándonos ocupados exactamente de la misma manera que la otra vez. Cogió
una pipa y una silla, y principió una conversación sobre cosas ordinarias. Por
último, le dije:
—Y bien, señor G***, ¿qué hay sobre la carta robada? Presumo que se
habrá usted convencido, al fin, de que no hay cosa más difícil que sorprender
al ministro.
—¡Que el diablo lo confunda! esa es la verdad; hice el nuevo examen, sin
embargo, como Dupin me lo aconsejó, pero ha sido tiempo perdido, como yo suponía.
—¿A cuánto asciende la recompensa ofrecida, dijo usted? —preguntó Dupin.
—¿Cuánto? una gran cantidad, una recompensa verdaderamente liberal;
no quiero decir cuánto exactamente, pero diré una cosa: y es que estaría
dispuesto a dar un cheque con mi firma por cincuenta mil francos, a cualquiera
que me entregara la carta. El asunto se está haciendo día a día cada vez más
importante, y la recompensa ha sido recientemente doblada. Pero aunque fuera
triplicada, no podría hacer más de lo que he hecho.
—Veamos— dijo Dupin lentamente, entre una y otra bocanada de humo—;
realmente pienso, G***, que usted no ha hecho todo lo que podía en este asunto.
¿No cree que podría hacer un poco más?
—¿Cómo? ¿De qué manera?
—¡Pst! Creo, puff, puff, que usted podría, puff, puff, pedir consejo
sobre este asunto; puff, puff, puff. ¿Se acuerda usted de lo que se cuenta de
Abernethy!
—¡No! ¡Al diablo con su Abernethy!
—¡Está bien! al diablo con él, y buena suerte. Pero he aquí el hecho.
Una vez, cierto ricacho muy avaro concibió la idea de obtener gratis de ese
Abernethy una opinión médica. Habiendo procurado con ese objeto estar solo con
él en una conversación corriente, le insinuó su propio caso como el de un
individuo imaginario.
—Supongamos —dijo el tacaño—, que sus síntomas son tales y tales; ahora
doctor, ¿qué le aconsejaría usted?
—¿Qué le aconsejaría? —dijo Abernethy—; ¡psh! que viera a un médico.
—Pero —dijo el prefecto, algo desconcertado—, yo estoy dispuesto
a pedir consejo, y a pagarlo. Daría realmente cincuenta mil francos a
cualquiera que me ayudara en este asunto.
—En ese caso —replicó Dupin, abriendo un cajón y sacando una libreta de
cheques—, puede usted perfectamente hacerme un cheque por la cantidad
mencionada. Cuando lo haya firmado, le entregaré la carta.
Quedé estupefacto. El prefecto parecía como herido por un rayo. Durante
algunos minutos permaneció sin habla y sin movimiento, mirando incrédulamente a
mi amigo con la boca abierta y los ojos que parecían saltárseles de las
órbitas; después, aparentemente recobrando la conciencia de su ser, cogió una
pluma y, después de algunas pausas y miradas sin objeto, hizo por último y
firmó un cheque por 50.000 francos, y lo alcanzó por sobre la mesa a Dupin.
Éste lo examinó cuidadosamente y lo guardó en su cartera; después, abriendo un escritoire,
cogió de él una carta y la entregó al prefecto. El funcionado se abalanzó sobre
ella en una perfecta convulsión de alegría, la abrió con mano temblorosa,
arrojó una rápida ojeada a su contenido, y entonces, agitado y fuera de sí,
abrió la puerta y sin ceremonia de ninguna especie salió del cuarto y de la
casa, sin haber pronunciado una sílaba desde que Dupin le había pedido que
hiciera el cheque.
Cuando nos quedarnos solos, mi amigo consintió en darme explicaciones.
—La policía parisina —dijo— es sumamente buena en su especialidad. Es
perseverante, ingeniosa, astuta y perfectamente versada en los conocimientos
que sus deberes parecen necesitar con más urgencia. Así, cuando G*** nos
detalló su modo de registrar los sitios en la casa de D***, tuve plena
confianza en que había practicado una investigación satisfactoria, hasta donde
lo permiten sus conocimientos.
—¿Hasta dónde lo permiten? —pregunté.
—Sí —dijo Dupin— Las medidas adoptadas eran, no solamente las mejores de
su clase, sino que se acercaban a la perfección absoluta. Si la carta hubiera
estado oculta en el radio de esa pesquisa, los agentes de policía,
indiscutiblemente, la hubieran encontrado.
Me sonreí por toda respuesta, pero mi amigo parecía perfectamente serio
en todo lo que decía.
—Las medidas, pues —continuo él—, eran buenas en su clase y bien
ejecutadas; su defecto estaba en ser inaplicables al caso y al hombre. Un
cierto conjunto de recursos altamente ingeniosos son para el prefecto una
especie de lecho de Procusto, a los que adapta forzadamente sus designios. Así
es que perpetuamente yerra por ser demasiado profundo, o demasiado superficial,
en los asuntos que se le confían, y muchos niños de escuela son mejores
razonadores que él. He conocido uno, de unos ocho años de edad, cuyos éxitos
adivinando en el juego de «pares y nones» atraían la admiración de todo el
mundo. Este juego es simple, y se juega con canicas. Uno de los jugadores
oculta en su mano una cantidad de esas canicas, y pregunta a otro si ese número
es par o non. Si el preguntado adivina, gana una; si no, pierde una. El niño de
que hablo, ganaba todas las canicas de la escuela. Por consiguiente, tenía
algún método para acertar, y éste se basaba en la simple observación y el
cálculo de la astucia de sus contrincantes. Por ejemplo, un simple bobalicón es
su contrario, y levantando una mano cerrada, y pregunta: ¿son pares o nones?
Nuestro niño replica: «Nones», y pierde; pero a la segunda vez gana, porque
entonces se dice a sí mismo: «El bobalicón tenía pares la primera vez, y su
cantidad de astucia es justamente la suficiente para llevarlo a poner nones en
la segunda; por consiguiente, apostaré «nones»; apuesta a nones, y gana. Ahora,
con un bobo de un grado mayor que el primero, hubiera razonado así: «Este tal,
sabe que en el primer caso aposté a nones, y en el segundo se le ocurrirá, en
el primer impulso, una simple variación de pares a nones, como hizo mi otro
contrario; pero entonces un segundo pensamiento le sugerirá que ésta es una
variación demasiado simple, y, finalmente, decidirá poner pares como antes. Por
consiguiente, apostaré a pares»; apuesta a pares, y gana. Ahora bien, este
sistema de razonar en el niño de escuela, a quien sus compañeros llamaban
afortunado, ¿qué es, en último análisis?
—Es simplemente —dije— una identificación del intelecto del razonador
con el de su contrario.
—Eso es —dijo Dupin—; y después de preguntar al niño cómo efectuaba esa completa
identificación en que residía su éxito, recibí la siguiente respuesta: «Cuando
deseo saber cuán sabio o cuán estúpido, o cuán bueno o cuán malo es alguien, o
cuáles son sus pensamientos en un instante dado, acomodo la expresión de mi
rostro, tan cuidadosamente como me sea posible, de acuerdo con la expresión del
rostro de él, y entonces trato de ver qué pensamientos o sentimientos nacen en
mi mente, que igualen o correspondan a la expresión de mi cara.» La respuesta
de este niño de escuela supera incluso la éxpurea profundidad que ha sido
atribuida a La
Rochefoucault , la
Bruyère , Maquiavelo y Campanella.
—Y la identificación —dije— del intelecto del razonador con el de su
contrario, depende, si le entiendo a usted bien, de la exactitud con que se
mide la inteligencia de este último.
—Para su valor práctico depende de eso —replicó Dupin—; y el prefecto y
toda su cohorte fracasan tan frecuentemente, primero, por no lograr dicha
identificación, y segundo, por mala apreciación, o mas bien por no medir la
inteligencia con la que se miden. Consideran únicamente sus propias
ideas ingeniosas; y buscando cualquier cosa oculta, tienen en cuenta solamente
los medios con que ellos la habrían escondido. Tienen mucha razón en todo: que
su propio ingenio es una fiel representación del de las masas; pero
cuando la astucia del reo es diferente en carácter de la de ellos, el reo se
les escapa; es lógico. Eso sucede siempre que esa astucia es superior de la de
ellos, y, muy habitualmente cuando está por abajo. No tienen variación de
principio en sus investigaciones; lo más que hacen, cuando se ven excitados por
algún caso insólito, por alguna extraordinaria recompensa, es extender o
exagerar sus viejas rutinas de práctica, sin modificar sus principios. Por
ejemplo, en este caso de D***, ¿qué se ha hecho para modificar el principio de
acción? ¿Qué es todo este taladrar, probar, hacer sonar y registrar con el
microscopio, y dividir la superficie del edificio en cuidadosas pulgadas
cuadradas y numeradas? ¿Qué es todo eso, sino una exageración de la aplicación
de un principio o conjunto de principios de pesquisa, que está basado sobre un
conjunto de nociones respecto a la ingeniosidad humana, a que el prefecto, en
la larga rutina de su deber, se ha acostumbrado? ¿No ve usted que G*** da por
sentado que todos los hombres que quieren ocultar una carta, si no precisamente
en un agujero hecho con barrena en la pata de una silla, lo hacen, cuando
menos, en algún oculto agujero o rincón sugerido por el mismo tenor del
pensamiento que inspira a un hombre la idea de esconderla en un agujero hecho
en la pata de una silla? ¿Y no ve usted también que tales rincones buscados
para ocultar, se emplean únicamente en las ocasiones ordinarias, y sólo son
adoptados por inteligencias ordinarias? Porque en todos los casos de
ocultamiento cabe presumir que en principio se ha efectuado dentro de esas
coordenadas; y su descubrimiento depende, no tanto de la perspicacia, sino del
simple cuidado, la paciencia y la determinación de los buscadores; y cuando el
caso es de importancia, o lo que quiere decir lo mismo a los ojos policiales, cuando
la recompensa es de magnitud, las cualidades en cuestión jamás fallan. Ahora
entenderá usted indudablemente lo que quise decir, sugiriendo que, si la carta
hubiera sido ocultada en cualquier parte dentro de los límites del examen del
prefecto, o en otras palabras, si el principio inspirador de su ocultación
hubiera estado comprendido dentro de los principios del prefecto, su
descubrimiento habría sido un asunto absolutamente fuera de duda. Este
funcionario, sin embargo, ha sido completamente engañado; y la fuente
originaria de sus fracaso reside en la suposición de que el ministro es un loco
porque ha adquirido fama como poeta. Todos los locos son poetas; esto es lo que
cree el prefecto, y es simplemente culpable de un non distributio medii
al inferir de ahí que todos los poetas son locos.
—¿Pero se trata realmente del poeta? —pregunté— Hay dos hermanos, me
consta, y ambos han alcanzado reputación en las letras. El ministro, creo, ha
escrito doctamente sobre cálculo diferencial. Es un matemático y no un poeta.
—Está usted equivocado; yo le conozco bien, es ambas cosas. Como poeta y matemático, habría razonado
bien; como simple matemático no habría razonado absolutamente, y hubiera estado
a merced del prefecto.
—Usted me sorprende —dije— con esas opiniones, que han sido
contradecidas por la voz del mundo. Suponga que no pretenderá aniquilar una
bien digerida idea con siglos de existencia. La razón matemática ha sido largo
tiempo considerada como la razón por excelencia.
—Il y a à parier —replicó
Dupin, citando a Chamfort—, que toute idée publique, toute convention reçue,
est une sottise, car elle a convenue au plus grand nombre[1]. Los matemáticos, concedo, han hecho cuanto
les ha sido posible para difundir el
error popular a que usted alude, y que no es menos un error porque haya sido
promulgado como verdad. Con un arte digno de mejor causa, por ejemplo, han
introducido el término «análisis» con aplicación al álgebra. Los franceses son los culpables de esta
superchería popular; pero si un término tiene alguna importancia, si las
palabras derivan algún valor de su aplicabilidad, «análisis» expresa «álgebra»,
poco más o menos, como en latín ambitus implica «ambición», religio,
«religión», homines honesti, «un conjunto de hombres honorables».
—Temo que se enemiste usted —dije— con alguno de los algebristas de
París; pero prosiga.
—Disputo la validez, y por consiguiente, el valor de esa razón que es
cultivada en una forma especial distinta de la abstractamente lógica. Disputo,
en particular, la razón extraída del estudio de las matemáticas. Las
matemáticas son la ciencia de la forma y la cantidad; el razonamiento
matemático es simplemente la lógica aplicada a la observación a la forma y la
cantidad. El gran error consiste en suponer que hasta las verdades de lo que es
llamado álgebra pura son verdades abstractas o generales. Y este error
es tan extraordinario, que me confundo ante la universalidad con que ha sido
recibido. Los axiomas matemáticos no son axiomas de validez general. Lo que es
verdad de relación (de forma y de cantidad), es a menudo grandemente es falso
respecto a la moral, por ejemplo. En esta última ciencia por lo general es
incierto que el todo sea igual a la suma de las partes. En química el axioma
falla también. En el caso de una fuerza motriz falla igualmente, pues dos
motores de un valor dado no alcanzan necesariamente al sumarse una potencia
igual a la suma de sus potencias consideradas por separado. Hay muchas otras
verdades matemáticas, que son verdades únicamente dentro de los límites de la relación.
Pero el matemático arguye, apoyándose en sus verdades finitas, según es
costumbre, como si ellas fueran de una aplicabilidad absolutamente general,
como si el mundo imaginara, en realidad, que lo son. Bryant, en su recomendable
Mitología, menciona una análoga fuente de error, cuando dice que «aunque
las fábulas paganas no son creídas, sin embargo lo olvidamos continuamente, y
hacemos inferencias de ellas, como si fueran realidades». Entre los
algebristas, no obstante, que son realmente paganos, las «fábulas paganas» son
creídas, y las inferencias se hacen, no tanto por culpa de la memoria, sino por
una incomprensible perturbación mental. En una palabra, no he encontrado nunca
un simple matemático en quien se pudiera confiar, fuera de sus raíces y
ecuaciones, o que no tuviera por artículo de fe, que x2 + px
es absoluta e incondicionalmente igual a q. Diga usted a uno de esos
caballeros, por vía de experimento, si lo desea, que usted cree que puede
presentarse casos en que x2 + px no es absolutamente
igual a q, y después de haberle hecho entender lo que quiere decir, eche
a correr tan pronto como le sea
posible, porque, sin ninguna duda, tratará de darle una paliza.
»Quiero decir — continúo Dupin, mientras me reía yo de su última
observación— que si el ministro hubiera sido nada más que un matemático, el
prefecto no habría tenido necesidad de darme este cheque. Le conocía yo, sin
embargo, como matemático y como poeta, y mis medidas fueron adaptadas a su
capacidad, con referencia a las circunstancias de que estaba rodeado. Le
conocía como a un cortesano, y además como un audaz intrigant. Un hombre
así, pensé, debe conocer los métodos ordinarios de acción de la policía. No
podía haber dejado de prever, y los sucesos han probado que no lo hizo, los
registros a los que fue sometido. Debe haber previsto las investigaciones
secretas de su casa. Sus frecuentes ausencias nocturnas, que eran celebradas
por el prefecto como una buena ayuda a sus éxitos, las miré únicamente como
astucias para procurar a la policía la oportunidad de hacer un completo
registro, y hacerles llegar lo más pronto posible a la convicción a la G *** llegó por último, de que la
carta no estaba en casa. Comprendí también que todo el conjunto de ideas, que
tendría alguna dificultad en detallar a usted ahora, relativo a los invariables
principios de la policía en pesquisas de objetos ocultados, pasaría
necesariamente por la mente del ministro. Eso le llevaría, de una manera
inevitable, a despreciar todos los escondrijos ordinarios. No podía, reflexioné,
ser tan simple que no viera que los más intrincados y más remotos secretos de
su mansión serían tan de fácil acceso como los rincones más vulgares, a los
ojos, a los exámenes, a los barrenos y los microscopios del prefecto. Vi, por
último, que se vería impulsado, como en un asunto de lógica, a la simplicidad,
si no la había deliberadamente elegido por su propio gusto personal. Recordará
usted quizá con cuanta gana se rió el prefecto, cuando le sugerí en nuestra
primera entrevista que era muy posible que este misterio le perturbara tanto
por ser su descubrimiento demasiado evidente.
—Sí —dije—, recuerdo bien su hilaridad. Creí realmente que sufriría
convulsiones.
—El mundo material —continúo Dupin— abunda en muy estrictas analogías
con el espiritual; y así se ha dado algún color de verdad al dogma retórico de
que la metáfora o el símil pueda ser empleada para dar más fuerza a un
pensamiento o embellecer una descripción. El principio de vis inertiæ,
por ejemplo, parece idéntico en física y metafísica. No es más cierto en la
primera, que un gran cuerpo es puesto en movimiento con más dificultad que uno
pequeño, y que su subsecuente impulso es proporcionado a esa dificultad,
que lo es en la segunda, que intelectos de la más vasta capacidad, aunque más potentes,
constantes y fecundos en sus movimientos que los de inferior grado, son sin
embargo los menos prontamente movidos, y más embarazados y llenos de vacilación
en los primeros pasos de sus progresos. Otra cosa: ¿ha notado usted alguna vez
cuáles son las muestras de tiendas que más llaman la atención?
—Nunca se me ocurrió pensarlo —dije.
—Hay un juego de adivinanzas —replicó él— que se juega con un mapa. Uno
de los jugadores pide al otro que encuentre una palabra dada, el nombre de una
ciudad, río, estado o imperio; una palabra, en fin, sobre la abigarrada y
confusa superficie de un mapa. Un novato en el juego trata generalmente de
confundir a sus contrarios, dándoles a buscar los nombres escritos con las
letras más pequeñas; pero el buen jugador escogerá entre esas palabras que se
extienden con grandes caracteres de un extremo a otro del mapa. Éstas, lo mismo
que los anuncios y tablillas expuestas en las calles con letras grandísimas,
escapan a la observación a fuerza de ser excesivamente notables; y aquí, la
física inadvertencia ocular es precisamente análoga a la inteligibilidad moral,
por la que el intelecto permite que pasen desapercibidas esas consideraciones,
que son demasiado evidentes y palpables por sí mismas. Pero parece que éste es
un punto que está algo arriba o abajo de la comprensión del prefecto. Nunca
creyó probable o posible que el ministro hubiera dejado la carta inmediatamente
debajo de las narices de todo el mundo, a fin de impedir que una parte de ese
mundo pudiera verla.
»Pero cuanto más reflexionaba sobre el audaz, fogoso y discernido
ingenio de D***, sobre el hecho de que el documento debía haber estado siempre a
mano, si intentaba usarlo con ventajoso fin; y sobre la decisiva evidencia,
obtenida por el prefecto, de que no estaba oculto dentro de los límites de sus
pesquisas ordinarias, más convencido quedaba de que para ocultar aquella carta
el ministro había recurrido al más amplio y sagaz expediente de no tratar de
ocultarla absolutamente.
»Convencido de estas ideas, me puse mis gafas verdes y una hermosa
mañana, como por casualidad, entré en la casa del ministro. Encontré a D***
bostezando, extendido cuan largo era, charlando insustancialmente, como de
costumbre, y pretendiendo estar aquejado del más abrumador ennui. Sin
embargo, es uno de los hombres más realmente activos que existen, pero tan sólo
cuando nadie lo ve.
»Para pagarle con la misma moneda, me quejé de mis débiles ojos, y
lamenté la forzosa necesidad que tenía de usar gafas, bajo el amparo de las
cuales examinaba cuidadosa y completamente toda la habitación, mientras en
apariencia sólo me ocupaba de la conversación con mi anfitrión.
»Presté especial atención a una gran mesa-escritorio, cerca de la cual
estaba sentado D***, y sobre la que había desparramados confusamente diversas
cartas Y otros papeles, uno o dos instrumentos de música y algunos libros. En
ella, no obstante, después de un largo y deliberado escrutinio, no vi nada
capaz de provocar mis sospechas.
»Por último, mis ojos, examinando el circuito del cuarto, se posaron
sobre un miserable tarjetero de cartón afiligranado, que pendía de una sucia
cinta azul, sujeta a una perillita de bronce, colocada justamente sobre la
repisa de la chimenea. En aquel tarjetero, que tenía tres o cuatro
compartimentos, había seis o siete tarjetas de visita y una solitaria carta.
Esta última estaba muy manchada y arrugada. Se hallaba rota casi en dos, por el
medio, como si una primera intención de hacerla pedazos por su nulo valor
hubiera sido cambiado y detenido. Tenía un gran sello negro, con el monograma
de D***, muy visible, y el sobre escrito y dirigido al mismo ministro
revelaba una letra menuda y femenina. Había sido arrojada sin cuidado alguno, y hasta desdeñosamente, parecía,
en una de las divisiones superiores del tarjetero.
»No bien descubrí la carta en cuestión, comprendí que era la que andaba
buscando. En verdad, era, en apariencia, radicalmente distinta de aquella que
nos había leído el prefecto una descripción tan minuciosa. Aquí el sello era
grande y negro, con el monograma de D***; en la otra era pequeño y rojo, con
las armas ducales de la familia S***. Aquí la dirección del ministro era
diminuta y femenina; en la otra la letra del sobre, dirigida a un cierto
personaje real, era marcadamente enérgica y decidida; el tamaño era su único
punto de semejanza. Pero la naturaleza radical de esas diferencias, que era
excesiva, las manchas, la sucia y rota condición del papel, tan inconsistente
con los verdaderos hábitos metódicos de D***, y tan reveladoras de dar
una idea de la insignificancia del documento a un indiscreto; estas cosas,
junto con la visible situación en que se hallaba, a la vista de todos los
visitantes, y así coincidente con las conclusiones a que yo había llegado
previamente; esas cosas, digo, eran muy corroborativas de sospecha, para quien
había ido con la intención de sospechar.
»Demoré mi visita tanto como fue posible, y mientras mantenía una de las
más animadas discusiones con el ministro, sobre un tópico que sabía que jamás
había dejado de interesarle y apasionarle, volqué mi atención, en realidad,
sobre la carta. En aquel examen, confié a la memoria su apariencia externa y su
colocación en el tarjetero; y por último, hice un descubrimiento que borraba
cualquier duda trivial que pudiera haber concebido. Registrando con la vista
los bordes del papel, noté que estaban más gastados de lo que parecía
necesario. Presentaban una apariencia de rotura que resulta cuando un
papel liso, habiendo sido una vez doblado y apretado, es vuelto a doblar en una
dirección contraria, con los mismos pliegues que ha formado el primitivo
doblez. Este descubrimiento fue suficiente. Fue claro para mí que la carta
había sido dada vuelta, como un guante, lo de adentro para afuera; una nueva
dirección y un nuevo sello le habían sido agregados. Di los buenos días al
ministro, y me marché enseguida, abandonando sobre la mesa una tabaquera de
oro.
»A la mañana siguiente fui en busca de la tabaquera, y reanudamos
placenteramente la conversación del día anterior. Mientras Estábamos en ella
empeñados, un fuerte disparo, como de una pistola, se oyó inmediatamente debajo
de las ventanas del edificio, y fue seguido por una serie de gritos de terror,
y exclamaciones de una multitud asustada. D*** se lanzó a una de las ventanas,
la abrió y miró hacia la calle. Mientras, me acerqué al tarjetero, cogí la
carta, la metí en mi bolsillo y la reemplacé por un facsímil (de sus caracteres
externos) que había preparado cuidadosamente en casa, imitando el monograma de
D***, con mucha facilidad, por medio de un sello de miga de pan.
»El tumulto en la calle había sido ocasionado por la loca conducta de un
hombre con un fusil. Había hecho fuego con él entre un grillo de mujeres y
niños. Se comprobó, sin embargo, que el arma estaba descargada, y se le permitió
que continuara su camino, como a un lunático o un ebrio. Cuando se hubo
retirado, D*** se separó de la ventana, a donde le había seguido yo
inmediatamente después de conseguir mi objeto. Al poco rato me despedí de él.
El pretendido lunático era un hombre a quien yo había pagado para que produjera
el tumulto.
—Pero, ¿qué propósito tenía usted —pregunté— para reemplazar la carta
por un facsímil? ¿No hubiera sido mejor, en la primera visita, arrebatarla
abiertamente y salir con ella?
—D*** —replicó Dupin— es un hombre arrojado y valiente. Su casa, además,
no carece de servidores consagrados a los intereses del amo. Si hubiera yo
hecho la atrevida tentativa que usted sugiere, jamás habría salido vivo de allí
y el buen pueblo de París no hubiera vuelto a saber más de mí. Ya conoce usted
mis ideas políticas. Pero tenía una segunda intención, aparte de esas
consideraciones. En este asunto, obré como partidario de la dama comprometida.
Durante dieciocho meses el ministro la tuvo en su poder. Ella es la que lo
tiene ahora en su poder: como D*** no sabe que la carta no está ya en su
tarjetero, proseguirá con sus presiones como si la tuviera. Así provocará, él
mismo, su ruina política. Su caída, además, será tan precipitada como ridícula.
Es igualmente exacto hablar, a propósito de su caso, del facilis descensus
Avernis; pues en todas especies de ascensiones, como la Catalani dice del canto,
es mucho más fácil subir que bajar. En el presente caso no tengo simpatía, ni
siquiera piedad, por el que desciende. D*** es ese monstrum horrendum,
el hombre de genio sin principios. Confieso, sin embargo, que me gustaría mucho
conocer el preciso carácter de sus pensamientos cuando, siendo desafiado por
aquella a quien el prefecto llama «una cierta persona», se vea forzada a abrir
la carta que le dejé para él en el tarjetero.
—¿Cómo? ¿Escribió usted algo particular en ella?
—¡Claro!. No parecía del todo bien dejarla en blanco; eso hubiera sido
insultante.. Cierta vez D***, en Viena, me jugó una mala pasada, acerca de la
que le dije, sin perder el buen humor, que no lo olvidaría. Así, como comprendí
que sentiría alguna curiosidad respecto a la identidad de la persona que había
sobrepujado su inteligencia, pensé que era una lástima no dejarle un indicio
para que la conociera. Como conoce perfectamente mi letra, me limité a copiar
en medio de la página estas palabras:
... Un dessein si funeste,
S’il n’est digne
d’Atrée, est digne de Thyeste,
que se
pueden encontrar en el Atreo de Crebillon.[2]
[1] Se
puede apostar que toda idea pública, toda convención admitida, es una tontería,
pues ha convenido a la mayoría.
[2] Atreo es una obra del poeta trágico francés Prosper Crebillon
(1674 - 1762). En ella relata la cruel venganza de Atreo, rey de Argos, contra
Tieste, a quien hizo comer los miembros de su propio hijo. Crebillon reflexiona
que «un designio tan funesto / no era
digno de Atreo, sino de Tieste». (N. de T.)
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