“¡Feliz aquél a quien aniquilan los
recíprocos combates de Venus!,
¡Concédanme los
dioses que esa sea la causa de mi muerte!”.(1)
Nuestra lectura, tuvo como punto de
partida la interrogación que J. Lacan formulara en la primera clase del
seminario sobre “La ética..”, en la que se preguntaba acerca de las razones por
las cuales el análisis, si bien aportó una nota original y un cambio de
perspectiva importante con respecto al modo en que filósofos y moralistas
venían tratando la cuestión, no había avanzado en la reflexión, en la
investigación de una erótica.
¿Cuál sería ese dato distintivo respecto
de religiones, misticismos, sistemas filosóficos e inclusive proyectos
científicos?. Ese cambio de horizonte, ¿puede autorizarnos a plantear una
erótica analítica? Si así fuera, ¿cuál sería su campo, sus condiciones, su
economía?. ¿Quedamos libres de dar razones si consideramos que tal hipótesis es
improcedente?.
La obra freudiana atestigua fuertemente
sobre lo irreductible de las posiciones masculina y femenina en cuanto al goce.
Constata que en un encuentro que se produce con el telón de fondo de la amenaza
de castración, la vida erótica del hombre está supeditada a las condiciones de
la degradación del objeto, y la de la mujer aparece ligada a lo prohibido o al
secreto. Así, a menudo, cuando el hombre ama a una mujer no puede desearla, y
cuando la desea no puede amarla; “ella lo desea, es incluso por eso que cree
amarlo, él cree desearla, cuando en realidad la ama”, dirá Lacan en el
seminario del Acto (2). Disyunción estructural, que pesa sobre el serhablante
como un estigma, y se muestra con copiosa frecuencia en la exigencia
neurótica de un discurso sobre las reglas del amor.
El arte de
amar, obra de Publio Ovidio Nasón, nacido en el año 43 a. C., es una buena
muestra de esa pretensión. En un escrito de versos chispeantes, muchos de los
cuáles serían recogidos posteriormente por los poetas del amor cortés, este maestro del amor juguetón, como él mismo se hace
llamar, redacta sin utilizar una sola palabra chabacana una especie de tratado
para el libertino desarrollado en tres cantos.
Partiendo del principio de que todas las mujeres pueden ser poseídas si se
sabe echar bien las redes, se dirige a los jóvenes para enseñarles en qué
lugares de Roma están las muchachas más bonitas y cómo gustarles, aconseja los
medios para crear las circunstancias favorables, recomienda las palabras
adecuadas, describe con esmero la conducta de un amante en la cama, y da
precisas indicaciones acerca de métodos afrodisíacos para reforzar los ardores
y técnicas que permitan a la pareja alcanzar al unísono el orgasmo.
Con delicados deslizamientos metonímicos,
presenta las evocaciones más cachondas, que avalan la victoria del erotismo
sobre la pornografía y lo obsceno: “la mano izquierda no permanecerá inactiva
en el lecho; los dedos encontrarán qué hacer en aquellas partes en que el amor
a escondidas impregna sus flechas, como lo hicieron Héctor con Andrómaca, y el
gran Aquiles con Briseida”. (3)
Consonantemente se dirige a las mujeres, matronas
o doncellas, para enseñarles el arte de cautivar a los hombres y el de
retenerlos, incluyendo un catálogo de los caballeros a evitar. Las instruye
como un artista avezado en temas de aseo personal, artificios para abultar los
encantos y posturas amorosas ventajosas según las diversas constituciones
femeninas, procurando causar el firme convencimiento de que si sus
exhortaciones son practicadas pueden estar seguras de hacer perder el seso a su
galán, para acabar en el final del libro tercero con esta sugerente
proposición: “Sobre todo procura que cuando finjas, no se te note; trata de dar
verosimilitud con tus movimientos y miradas... No dejes entrar la luz a tu
alcoba por las ventanas totalmente abiertas; muchas partes de vuestro cuerpo es
mejor que queden ocultas.” (4)
Esa es su postura: que en la
encrucijada insaciable en la que el sexo siembra la duda, el amor sea reglado y
regido por el arte; que las
sacudidas y el brillo de los ojos ayuden al engaño, ya que ciertas cosas son
mejores que sean vistas entre sombras, advierte en un consumado ejercicio de encantamiento, fruto de la
función del significante como tal.
Pero, como acaso sucede con todo maestro que se
precie de tal, también Ovidio está por debajo de sus preceptos, y los consejos
que receta rebasan la medida de sus fuerzas: “¿Cómo podrá ser que, delante de
mí, alguien haga señales a mi amada y yo lo aguante sin que mi cólera
me arrastre a cometer cualquier desmán?” (5). ¿Cómo tolerar, perito Ovidio, que
en las propias barbas un cualquiera se entienda por gestos con la amada, sin
que estalle el volcán?.
El régimen de la cólera, dice Lacan
en El deseo y su interpretación, es hacer agitar el mar; todo se presenta bien
para el puente de barcos en el Bósforo, pero hay una tempestad que hace agitar
el mar. (6) Y en esa tormenta, la
nave del amor de Ovidio encalla.
Un accidente, cualquiera, y la dureza de la
cólera estalla al desnudo. En un momento de arrebato, Ovidio le ha pegado a su
muchacha: “la locura... lanzó mis brazos contra mi amada. Y maltrecha... está
llorando ahora. En ese momento habría sido yo capaz de pegar a mis padres... y
dar crueles azotes a los dioses”(7)...“excitado cual torrente que se desborda,
la cólera hizo de mí su presa, ¿no hubiera sido suficiente con reprenderla...
vociferarle severas amenazas, desgarrarle para su vergüenza la túnica desde el
borde superior hasta la cintura?... ahora, tras arrancarle de la frente sus
cabellos he osado... en señalar con mis uñas sus delicadas mejillas... (8)
Es que la cólera, ese afecto
fundamental, a la deriva, loco, que desamarrado irrumpe “cuando en el plano del
Otro, del significante, o sea, siempre, más o menos el de la fe, de la buena
fe, no se juega el juego...”(9), es ninguna otra cosa que lo real que llega
después de que hemos urdido una magnífica trama simbólica, en que todo parece
estar en perfecto orden, marchar fantasmáticamente bien, y ¡caramba!, de golpe
“las clavijas no encajan en los pequeños agujeros”(10).
¿Por qué la cólera despertó tanto
interés en la historia de la psicología y de la ética, se preguntaba Lacan en
el seminario sobre “La ética...”, y por qué en el análisis, nos interesamos tan
poco en ella?. Sugiere entonces una hipótesis de trabajo: “la cólera es una
pasión... que quizá necesita algo así como una reacción del sujeto a una decepción, al fracaso de una correlación esperada
entre un orden simbólico y la respuesta de lo real... Reflexionen en esto y
vean si puede servirles...”(11)
Uno de quienes recogieron el guante
arrojado por Lacan, es Gérard Pommier en “Del buen uso erótico de la cólera y
algunas de sus consecuencias”(12). En un estilo que prefiere el tono fino, la
ironía y el paso de comedia, a las modulaciones graves de la tragedia, propone
considerar un “buen” uso de la cólera, bueno no por satisfacer una exigencia
moral, sino por estar ordenado a su causa: intentar horadar la prohibición
sobre la violencia del erotismo.
Según Pommier, proporcional a la
civilización y el refinamiento, el erotismo de la cólera concierne al destierro
del goce y ocupa su lugar en la cosa sexual. Esos arrebatos de la pasión
testifican que, del lado masculino toca soportar una división excitante en el
encuentro con el erotismo femenino, corte que interpela una potencia que es
paterna antes que viril en tanto la mayoría de los hombres accede a la
heterosexualidad a pesar de, y gracias a, el amor paterno. Y notifican cómo,
del lado femenino, el odio vengativo y el amor reparador se mezclan, de modo
que la agresión y el asesinato fantasmático pueden llegar a ponerse al servicio
del deseo.
Resulta entonces que, ningún encuentro
sexual es posible sin que un fantasma asesino se actualice, y preste auxilio
para atravesar el espacio que va del padre totémico al padre simbólico,
poniendo proa a la pulsión de muerte, ya sea en el síntoma, que pese al
sufrimiento muestra su raigambre erótica, así como en cada evento sexual.
Con una huella de ello nos topamos, por
ejemplo, en esa contrariedad tan propia de los hombres, la eyaculación precoz,
habitual documento de la anticipación de una feminización ante un goce que,
como el femenino, en tanto entraña algo de desmesurado para quien es su objeto,
suele provocar lo contrario de lo que espera.
Fundado en un montaje de escasa
estabilidad, tensado entre la muerte de Dios y su resurrección, lo erótico ha
encontrado, especialmente en Occidente, con el invento del amor cristiano y su
articulación entre pecado y carnalidad, la organización y los ceremoniales que
aún hoy, estampan su impronta en las maneras de amar lubricando con el recurso
a la fe, una quimérica armonía. Y cuando el rito religioso resulta escaso para
ofrecer el apoyo de su misterio, el serhablante repetidamente recurre a la
astucia del simulacro, de la erección de una ficción como la cólera, a la que
el Nombre del Padre da su fuerza y que hace funcionar el proceso de la
trasgresión.
Lejos de predicar, pregonar una nueva
erótica, se trata de arreglárselas con el hecho de que “las manifestaciones de
la función sexual en el hombre se caracterizan por un desorden eminente”(13),
inadaptación que incumbe a la lógica de posiciones distintas de los hombres y
las mujeres en la sexuación. Se patentiza entonces, que los expedientes que
procuran el goce más eficaz en el acople hombre – mujer, más que descansar en
técnicas, posiciones y cantidades, tendrán que recostarse en el lecho del
malentendido, colmado de rodeos, caprichos, deseo y prohibición, y en cada caso
particular, teniendo a mano lo que Lacan propone en La identificación: “hacer
lo que cada cual tiene que hacer por sí y para lo cual hay más o menos
necesidad de nuestra ayuda: soluciones artesanales”(14).
Trabajo presentado en el marco de un grupo de lectura que coordiné en Cuestiones de psicoanális en 2007
Notas
(1)P. Ovidio Nasón, Amores, Ed. Planeta DeAgostini, 1995, Pág. 196.
(2)J. Lacan, El acto psicoanalítico, 27-3-68.
(3) P. Ovidio
Nasón, El arte de amar, Ed. Planeta DeAgostini, 1995, Pág. 84.
(4) Ibid. Pág. 125.
(5) Ibid. Pág. 76.
(6) J. Lacan, El deseo y su interpretación, 14-1-1959.
(7) P. Ovidio Nasón, Amores, Pág. 145.
(8) Ibid. Pág. 147.
(9) J. Lacan, La angustia, Paidós, Pág. 23.
(10) J. Lacan, El deseo y su interpretación, 14-1-1959.
(11)J. Lacan, La ética del psicoanálisis, Paidós, Pág.. 127.
(12) G. Pommier, Del buen uso erótico de la cólera y alguna de sus consecuencias, Ediciones de la
Flor, 1996
(13) J. Lacan, Los escritos técnicos de Freud, Paidós, Pág.. 216.
(14)J. Lacan, La identificación, 14-3-1962.
Publicado en la Revista Bahn, número 3, Objeto y representación, diciembre de 2008
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