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lunes, 17 de noviembre de 2014

En el lecho del malentendido, soluciones artesanales. Rolando Ugena


“¡Feliz aquél a quien aniquilan los recíprocos combates de Venus!,
¡Concédanme los dioses que esa sea la causa de mi muerte!”.(1)

        Nuestra lectura, tuvo como punto de partida la interrogación que J. Lacan formulara en la primera clase del seminario sobre “La ética..”, en la que se preguntaba acerca de las razones por las cuales el análisis, si bien aportó una nota original y un cambio de perspectiva importante con respecto al modo en que filósofos y moralistas venían tratando la cuestión, no había avanzado en la reflexión, en la investigación de una erótica.
       ¿Cuál sería ese dato distintivo respecto de religiones, misticismos, sistemas filosóficos e inclusive proyectos científicos?. Ese cambio de horizonte, ¿puede autorizarnos a plantear una erótica analítica? Si así fuera, ¿cuál sería su campo, sus condiciones, su economía?. ¿Quedamos libres de dar razones si consideramos que tal hipótesis es improcedente?.
        La obra freudiana atestigua fuertemente sobre lo irreductible de las posiciones masculina y femenina en cuanto al goce. Constata que en un encuentro que se produce con el telón de fondo de la amenaza de castración, la vida erótica del hombre está supeditada a las condiciones de la degradación del objeto, y la de la mujer aparece ligada a lo prohibido o al secreto. Así, a menudo, cuando el hombre ama a una mujer no puede desearla, y cuando la desea no puede amarla; “ella lo desea, es incluso por eso que cree amarlo, él cree desearla, cuando en realidad la ama”, dirá Lacan en el seminario del Acto (2). Disyunción estructural, que pesa sobre el serhablante como un estigma, y se muestra con copiosa frecuencia en la exigencia neurótica de un discurso sobre las reglas del amor.                                                                                         
El arte de amar, obra de Publio Ovidio Nasón, nacido en el año 43 a. C., es una buena muestra de esa pretensión. En un escrito de versos chispeantes, muchos de los cuáles serían recogidos posteriormente por los poetas del amor cortés, este maestro del amor juguetón, como él mismo se hace llamar, redacta sin utilizar una sola palabra chabacana una especie de tratado para el libertino desarrollado en tres cantos.
Partiendo del principio de que todas las mujeres pueden ser poseídas si se sabe echar bien las redes, se dirige a los jóvenes para enseñarles en qué lugares de Roma están las muchachas más bonitas y cómo gustarles, aconseja los medios para crear las circunstancias favorables, recomienda las palabras adecuadas, describe con esmero la conducta de un amante en la cama, y da precisas indicaciones acerca de métodos afrodisíacos para reforzar los ardores y técnicas que permitan a la pareja alcanzar al unísono el orgasmo.
Con delicados deslizamientos metonímicos, presenta las evocaciones más cachondas, que avalan la victoria del erotismo sobre la pornografía y lo obsceno: “la mano izquierda no permanecerá inactiva en el lecho; los dedos encontrarán qué hacer en aquellas partes en que el amor a escondidas impregna sus flechas, como lo hicieron Héctor con Andrómaca, y el gran Aquiles con Briseida”. (3)
Consonantemente se dirige a las mujeres, matronas o doncellas, para enseñarles el arte de cautivar a los hombres y el de retenerlos, incluyendo un catálogo de los caballeros a evitar. Las instruye como un artista avezado en temas de aseo personal, artificios para abultar los encantos y posturas amorosas ventajosas según las diversas constituciones femeninas, procurando causar el firme convencimiento de que si sus exhortaciones son practicadas pueden estar seguras de hacer perder el seso a su galán, para acabar en el final del libro tercero con esta sugerente proposición: “Sobre todo procura que cuando finjas, no se te note; trata de dar verosimilitud con tus movimientos y miradas... No dejes entrar la luz a tu alcoba por las ventanas totalmente abiertas; muchas partes de vuestro cuerpo es mejor que queden ocultas.” (4)
Esa es su postura: que en la encrucijada insaciable en la que el sexo siembra la duda, el amor sea reglado y regido por el arte; que las sacudidas y el brillo de los ojos ayuden al engaño, ya que ciertas cosas son mejores que sean vistas entre sombras, advierte en un consumado ejercicio de encantamiento, fruto de la función del significante como tal.
Pero, como acaso sucede con todo maestro que se precie de tal, también Ovidio está por debajo de sus preceptos, y los consejos que receta rebasan la medida de sus fuerzas: “¿Cómo podrá ser que, delante de mí, alguien haga señales a mi amada y yo lo aguante sin que mi cólera me arrastre a cometer cualquier desmán?” (5). ¿Cómo tolerar, perito Ovidio, que en las propias barbas un cualquiera se entienda por gestos con la amada, sin que estalle el volcán?.
El régimen de la cólera, dice Lacan en El deseo y su interpretación, es hacer agitar el mar; todo se presenta bien para el puente de barcos en el Bósforo, pero hay una tempestad que hace agitar el mar. (6) Y en esa tormenta, la nave del amor de Ovidio encalla.
Un accidente, cualquiera, y la dureza de la cólera estalla al desnudo. En un momento de arrebato, Ovidio le ha pegado a su muchacha: “la locura... lanzó mis brazos contra mi amada. Y maltrecha... está llorando ahora. En ese momento habría sido yo capaz de pegar a mis padres... y dar crueles azotes a los dioses”(7)...“excitado cual torrente que se desborda, la cólera hizo de mí su presa, ¿no hubiera sido suficiente con reprenderla... vociferarle severas amenazas, desgarrarle para su vergüenza la túnica desde el borde superior hasta la cintura?... ahora, tras arrancarle de la frente sus cabellos he osado... en señalar con mis uñas sus delicadas mejillas... (8)
Es que la cólera, ese afecto fundamental, a la deriva, loco, que desamarrado irrumpe “cuando en el plano del Otro, del significante, o sea, siempre, más o menos el de la fe, de la buena fe, no se juega el juego...”(9), es ninguna otra cosa que lo real que llega después de que hemos urdido una magnífica trama simbólica, en que todo parece estar en perfecto orden, marchar fantasmáticamente bien, y ¡caramba!, de golpe “las clavijas no encajan en los pequeños agujeros”(10).
¿Por qué la cólera despertó tanto interés en la historia de la psicología y de la ética, se preguntaba Lacan en el seminario sobre “La ética...”, y por qué en el análisis, nos interesamos tan poco en ella?. Sugiere entonces una hipótesis de trabajo: “la cólera es una pasión... que quizá necesita algo así como una reacción del sujeto a una decepción, al fracaso de una correlación esperada entre un orden simbólico y la respuesta de lo real... Reflexionen en esto y vean si puede servirles...”(11)
           Uno de quienes recogieron el guante arrojado por Lacan, es Gérard Pommier en “Del buen uso erótico de la cólera y algunas de sus consecuencias”(12). En un estilo que prefiere el tono fino, la ironía y el paso de comedia, a las modulaciones graves de la tragedia, propone considerar un “buen” uso de la cólera, bueno no por satisfacer una exigencia moral, sino por estar ordenado a su causa: intentar horadar la prohibición sobre la violencia del erotismo.
         Según Pommier, proporcional a la civilización y el refinamiento, el erotismo de la cólera concierne al destierro del goce y ocupa su lugar en la cosa sexual. Esos arrebatos de la pasión testifican que, del lado masculino toca soportar una división excitante en el encuentro con el erotismo femenino, corte que interpela una potencia que es paterna antes que viril en tanto la mayoría de los hombres accede a la heterosexualidad a pesar de, y gracias a, el amor paterno. Y notifican cómo, del lado femenino, el odio vengativo y el amor reparador se mezclan, de modo que la agresión y el asesinato fantasmático pueden llegar a ponerse al servicio del deseo.
         Resulta entonces que, ningún encuentro sexual es posible sin que un fantasma asesino se actualice, y preste auxilio para atravesar el espacio que va del padre totémico al padre simbólico, poniendo proa a la pulsión de muerte, ya sea en el síntoma, que pese al sufrimiento muestra su raigambre erótica, así como en cada evento sexual.
         Con una huella de ello nos topamos, por ejemplo, en esa contrariedad tan propia de los hombres, la eyaculación precoz, habitual documento de la anticipación de una feminización ante un goce que, como el femenino, en tanto entraña algo de desmesurado para quien es su objeto, suele provocar lo contrario de lo que espera.
         Fundado en un montaje de escasa estabilidad, tensado entre la muerte de Dios y su resurrección, lo erótico ha encontrado, especialmente en Occidente, con el invento del amor cristiano y su articulación entre pecado y carnalidad, la organización y los ceremoniales que aún hoy, estampan su impronta en las maneras de amar lubricando con el recurso a la fe, una quimérica armonía. Y cuando el rito religioso resulta escaso para ofrecer el apoyo de su misterio, el serhablante repetidamente recurre a la astucia del simulacro, de la erección de una ficción como la cólera, a la que el Nombre del Padre da su fuerza y que hace funcionar el proceso de la trasgresión.
         Lejos de predicar, pregonar una nueva erótica, se trata de arreglárselas con el hecho de que “las manifestaciones de la función sexual en el hombre se caracterizan por un desorden eminente”(13), inadaptación que incumbe a la lógica de posiciones distintas de los hombres y las mujeres en la sexuación. Se patentiza entonces, que los expedientes que procuran el goce más eficaz en el acople hombre – mujer, más que descansar en técnicas, posiciones y cantidades, tendrán que recostarse en el lecho del malentendido, colmado de rodeos, caprichos, deseo y prohibición, y en cada caso particular, teniendo a mano lo que Lacan propone en La identificación: “hacer lo que cada cual tiene que hacer por sí y para lo cual hay más o menos necesidad de nuestra ayuda: soluciones artesanales”(14). 

Trabajo presentado en el marco de un grupo de lectura que coordiné en Cuestiones de psicoanális en 2007

Notas 

(1)P. Ovidio Nasón,  Amores, Ed. Planeta DeAgostini, 1995, Pág. 196. 

(2)J. Lacan, El acto psicoanalítico, 27-3-68.

(3) P. Ovidio Nasón, El arte de amar, Ed. Planeta DeAgostini, 1995, Pág. 84.

(4) Ibid. Pág. 125.

(5) Ibid. Pág. 76.

(6) J. Lacan, El deseo y su interpretación, 14-1-1959.

(7) P. Ovidio Nasón,  Amores, Pág. 145.

(8) Ibid. Pág. 147.

(9) J. Lacan, La angustia,  Paidós, Pág. 23.

(10) J. Lacan, El deseo y su interpretación, 14-1-1959.

(11)J. Lacan, La ética del psicoanálisis, Paidós, Pág.. 127.

(12) G. Pommier, Del buen uso erótico de la cólera y alguna de sus consecuencias, Ediciones de la  
Flor, 1996

(13) J. Lacan, Los escritos técnicos de Freud, Paidós, Pág.. 216.

(14)J. Lacan, La identificación, 14-3-1962.

1 comentario:

  1. Publicado en la Revista Bahn, número 3, Objeto y representación, diciembre de 2008

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