Papa Inocencio Tercero |
El catarismo fue un movimiento
herético con respecto al dogma cristiano de la Iglesia Apostólica Romana, que
habría surgido como efecto de la influencia de sectas neomaniqueas, combinadas
con un resurgimiento del neoplatonismo. Tuvo fuerte preponderancia en el siglo
XI y principios del siglo XII, habiendo sido exterminado, primero por lo que el
Papa Inocencio III instituyó como la Cruzada de los Albigenses y después por la
Santa Inquisición, que no dejó rastros del catarismo, al punto que los
documentos de los cuales los historiadores se sirven, son casi en su totalidad
documentos de la misma Inquisición, a propósito de los testimonios de los
procesos realizados a los cátaros.
El término cátaro, que proviene
del griego kataroi significa puro, y de él deriva la palabra catarsis,
purificación. Su raíz maniquea hizo del mal un principio cosmogónico igual al
bien, en cuyo interjuego se configuraba el mundo como tal. Según su doctrina,
en la Creación actuaron dos creadores: el Diablo, el Gran Arrogante, Lucifer,
Satanás, hacedor del mundo, y Dios, generador de las almas, los espíritus,
capaces solamente de hacer el bien.
La esencia del catarismo obedecía
a una forma de tramitar el problema de la fuente del mal, de un modo
alternativo al postulado por el dogma cristiano ortodoxo, para el cual lo que
no anda en la Creación, se debe a que Dios ha forjado a los seres humanos
libres para el bien o para el mal.
Pero si el mundo fuese de Dios, ¿
no estaría libre de males, necesidades y miseria?. ¿Acaso Dios quiere quitar el
mal del mundo y no puede? ¿o puede y no quiere? ¿o no puede ni quiere?, ¿o sí
puede y quiere?. Si quiere y no puede, ésa es una imperfección que contradice
la esencia de la divinidad. Si puede y no quiere, sería malicia y eso también
resulta incompatible con Su naturaleza. Si no quiere ni puede, es debilidad y
malicia todo en uno. Pero si quiere y puede, siendo éste el único caso que
conviene a la esencia divina, ¿de dónde procede lo malévolo que hay en la
tierra?.
Lejos de cualquier agnosticismo,
para los cátaros no había lugar a dudas: el mundo pertenece al Diablo, él lo
creó para desafiar a Dios. Una de las almas, el Ángel Caído, utilizando como
cebo la instancia seductora de una mujer de resplandeciente belleza que
encubría la serpiente maligna, había tentado a las demás a una existencia
materializada, en la cual se podía elegir libremente entre hacer el mal o el
bien. Dado que una vez encarnadas esas almas habían visto que, en vez de lograr
una mayor libertad, habían caído prisioneras de un cuerpo sometido al
nacimiento, a la muerte y a la corrupción, se impuso entonces la negación de
esa materialidad corpórea.
Es entonces en la perpetuidad de la materia en
donde radica lo maléfico, quedando la encarnación emparentada con lo diabólico
y el mal absoluto. A resultas de ello, no era posible que Dios se hubiera
encarnado en la figura de Jesucristo, sino que había hecho una apariencia de
encarnación, segunda herejía que la Iglesia ortodoxa llamó doketismo, en tanto
doxa, en griego, quiere decir apariencia.
Para los humanos, hijos del
Diablo y no de Dios, la vida es un capricho sin sentido de Satán que está entre
lo corporal y lo espiritual, y la salvación del alma depende del lado hacia el
que se incline. Si decide a favor del cuerpo, se condena para la eternidad; si
lo hace por el espíritu, se libera. Cuando el alma abandona el cuerpo, ese
excremento de Satán queda librado a la condenación, ya que la carne corruptible
no puede existir sin ella, y por eso todas las asechanzas de Mefistófeles se
dirigen hacia las almas.
Los cátaros, rechazaban el
sacramento de la Santa Misa y de la Comunión, que presupone el dogma de la
encarnación, así como tampoco contemplaban de buen grado la representación de
la Última Cena, el beso de Judas, la Crucifixión de Cristo, ni las diversas
evocaciones de la Resurrección, porque desdeñaban la mundanalidad de la Cruz. Sí
creían en un sacramento único, el Consolamentum, que reemplazaba a los otros y
consistía en una ceremonia triple, en la cual después de un ayuno prolongado, a
los iniciados se les imponía las manos, se les besaba en la frente y se les
hacía un saludo reverencial.
También estaba presente entre
ellos la compensación de esa imagen diabólica de la mujer, de cuya belleza
deslumbrante se había servido el diablo para seducir a las almas, con la imagen
de la Virgen María, que habría sido la contra-figura de esa mujer fascinante
utilizada por el Diablo.
En una novela histórica abundantemente
documentada, “El legado de los cátaros”, Georg Brun presenta de manera vivaz y
con cuidada ambientación a Isabel y Sebastián Lemaitre, dos hermanos que viven
en Montségur, en la agitada Occitania del siglo XIII, en plena guerra santa
contra la herejía cátara. En la narración, mientras Isabel va asumiendo paso a
paso el desafío espiritual de los cátaros, Sebastián emigra con el afán de
luchar en esa guerra y enriquecerse rápidamente bajo la enseña de la cruz
papal, aunque, sin lograr riqueza alguna, regresa finalmente para combatir a
los invasores franceses, reencontrándose con su hermana.
“Isabel, sonriendo salió del
escritorio al encuentro de Sebastián, pero ambos se detuvieron a unos tres pies
de distancia el uno del otro, y se miraron con atención. De las profundidades
de sus almas les brotaba la sensación de ser de la misma carne y la misma
sangre, como entonces, como el día en que se habían despedido. Pero ella notaba
también la distancia que hubo entonces y seguía existiendo entre ambos. Porque
del mismo modo que un perfecto no podía tocar a ninguna mujer, una perfecta no podía
tocar a ningún hombre. De modo que ni siquiera le dio la mano, sino que se
limitó a sonreír”.
Entre los puros, los buenos
cristianos, los bonshommes, los hombres buenos de Occitania, que predicaban y
practicaban la cura de almas, ayudados incluso por los párrocos rurales cuando
éstos andaban enemistados con Roma por algún motivo, se incluían también
mujeres. Y si bien la mayoría de ellas optaba por seguir las enseñanzas de los bonshommes
desde la categoría de croyants sin pretender la unción de los elegidos, algunas
alcanzaban el grado de parfaites.
Para
ello, Isabel, había llevado a cabo su endura, un período de prueba y ayuno que
duraba un año e imponía tomar agua durante días enteros para pasar luego a
alimentarse solo muy escasamente. Es que para los cátaros, el cuerpo se
limitaba a servir de envoltura al espíritu y al alma, sin despreciarlo pero sin
exigir nada para sí. Ese era el objetivo: conducir el cuerpo hacia la total
extinción de los deseos y lograr que el espíritu se elevara por encima de las
cosas.
Durante ese ayuno realizado en
condiciones extremadamente difíciles, en una cueva abierta en la roca en lo
alto de un paso de montaña siempre azotado por los vientos, Isabel vivió una
experiencia que terminó por eliminar toda duda, si restos de alguna vacilación
había aún en ella: vio la luz, el rayo de luz que es el impulso primero del
buen Dios y es por antonomasia la Creación; luz del Espíritu Santo, que pese a
no haber conseguido nunca vencer definitivamente a las tinieblas de Satán,
jamás abandonó su creación.
Habiéndose convertido la ermita
en que cumplía su endura en pog, templo de la luz, hechas carne en ella las
escrituras de san Juan, “andad como portadores de luz”, Isabel se dispuso a
recibir el consolamentum.
“Todos los bancos estaban
ocupados por los perfectos. Habían acudido, como era su deber, a presenciar el bautismo
espiritual de Isabel. Tres parfaits y tres parfaites entonaban un solemne
coral. Ella llevaba una especie de pantalón blanco muy ancho y un camisón del
mismo color. Al brazo llevaba el paño blanco que luego serviría de mantilla
para que las manos del elegido no la tocasen en el momento de impartirle la
bendición. Ante él, inclinó levemente la cabeza. Este le correspondió, y empezó
a pronunciar sus amonestaciones, ya que todos los recursos del espíritu son
pocos para mortificar el cuerpo, e incluso un perfecto podía pecar y sentir
arrepentimiento.
-¿Crees en un solo Dios bueno que
ha creado el mundo del Espíritu y que manda en el reino de los ángeles?
-preguntó el obispo.
-Sí creo -replicó Isabel con
firmeza.
-¿Y en su hijo Jesucristo, quien
ha enseñado a los ángeles caídos el camino para recuperar sus raíces, y que ha
dado testimonio contra Satán, el creador del mundo?
-Sí creo.
-¿Crees en el Espíritu Santo,
emanación de Dios que anima las Almas y protege a los ángeles contra el
demonio, que es uno con el buen Dios y enemigo eterno de Satán?
-Sí creo.
El obispo abrió los brazos y
elevó la mirada al techo.
-¿Prometes no seguir nunca más
los deseos del cuerpo, rechazar todas las insinuaciones del Maligno, poner la
verdad por encima de todas las cosas y dedicar jubilosamente tu vida a luchar
por el buen Dios y contra Satán y sus secuaces?
-Sí prometo.
-¿Prometes renunciar al
Anticristo y no seguir jamás a ese pontífice que profana la silla de san Pedro?
¿Y mantenerte alejada de esa herejía católica, y dar testimonio del Creador del
mundo espiritual y contra el artífice de la tiniebla terrenal, siendo así que
la tierra pertenece al diablo y está repleta de su maldad?
-Sí prometo.
-Escucha entonces, las primeras
palabras del evangelio según san Juan.
Recitó los versículos en tono
solemne y todos sintieron la gravedad de las santas palabras: «En el principio
existía aquel que es la Palabra, y aquel que es la Palabra estaba con Dios y
era Dios, Él estaba en el principio con Dios. Todo fue hecho por él y sin él
nada se hizo. Cuanto ha sido hecho en él es vida, y la vida es la luz de los
hombres; la luz luce en las tinieblas, y las tinieblas no la sofocaron »t
Con celeridad inusitada para tan
digno ceremonial tomó el libro del Evangelio, lo apoyó sobre la cabeza de
Isabel y murmuró el yo te bendigo. A continuación la testa de la candidata fue
cubierta con el paño, y los elegidos desfilaron por categoría y por edad ante
ella y apoyaron una mano sobre su cabeza. Con ello quedó administrado el consolamentum,
e Isabel convertida en una parfaite.
Tres mujeres se acercaron
portando la indumentaria negra: un pantalón ancho con cinto, una blusa y por
encima de todo ello, una túnica parecida a la que usaban los frailes
benedictinos. Una vez revestida, Isabel se caló la capucha. Los elegidos desfilaron
hacia la salida de la capilla entre cánticos, y fueron recibidos con una
ovación por los croyants que esperaban fuera”.
Comenzaba entonces el banquete
con el júbilo de los creyentes, que como seres de un mundo corrompido que eran,
no tenían prohibido participar de las satisfacciones terrenales, aunque sí
podían realizar el melioramentum, muestra de respeto para con los perfectos que
expresaba que los consideraban portadores del Espíritu Santo, y al mismo tiempo
manifestaba el deseo de ingresar algún día en las filas de esos elegidos.
Quienes sí estaban obligados a privarse
de las cosas mundanas, eran los perfectos, los cuales debían abstenerse de
todos aquellos alimentos resultantes de un apareamiento y de las bebidas
embriagadoras, ya que en la lucha de los ángeles caídos contra Dios estaba el
origen de la carne y nunca se sabía si la existencia animal era el domicilio
temporal de algún alma irredenta. Por tanto era preciso renunciar a comerla, al
igual que el queso, la leche y los huevos, siendo en cambio lícito comer peces,
por no ser engendrados sino nacer espontáneamente en las aguas.
Gran parte de la vida cotidiana
se desarrollaba en la fonghana, el fogón, centro del hogar cuyo cuidado era
tarea importante que no debía desatenderse bajo ningún concepto. Allí, todos
los días, se alcanzaba el punto culminante de la jornada a la hora del almuerzo,
cuando se bendecía el pan. Éste, era levantado envuelto en un paño blanco para
que lo viesen todos, y los comensales puestos de pie rezaban un padrenuestro.
Se decía un versículo del Nuevo Testamento, se partía el pan y se lo
distribuía.
A diferencia del culto católico,
para el cual Jesús está realmente presente en el pan, por lo que la comunión no
es solamente un acto litúrgico sino un sacramento, en la interpretación bíblica
cátara al no ser Jesús un hombre de carne y sangre, sino un ángel la bendición
del pan era una ceremonia en la que no compartían el cuerpo de Jesucristo,
quien no frecuenta el mundo de Satán, sino que encontraban en el rito mismo el
verdadero manantial de su religiosidad.
El férreo ascetismo cátaro, no
solamente incluía gran número de días de ayuno completo como lo fijaba el
ritual, sino también la renuncia a las propiedades. Porque cualquier género de
propiedad es aferrarse al mundo y por lo tanto, aferrarse a Satán. ¿Cómo puede
tener comunicación con Dios un Obispo, si ha de pensar al mismo tiempo en el
ornato de su catedral, en decorar con oro y piedras preciosas sus vestiduras y
sus aposentos, en cobrar el diezmo para incrementar sus riquezas. ¿Cómo pueden
ser de Dios esos sacerdotes que, como se dice de los de Roma, se parecen a las
gallinas en que sólo piensan en tragar? No. El que quiera llegar hasta Dios ha
de ser pobre entre los más pobres.
Pero si bien los elegidos se
obligaban a vivir pobremente, su cofradía no podía prescindir de recursos
económicos. De ahí las peregrinaciones de sus predicadores, que sirvieron tanto
para reforzar su fe y recoger los medios para la construcción de su
congregación, como para acrecentar la beligerancia feroz y concluyente de la
Iglesia oficial, presente desde el momento de ser proclamada la cruzada contra
los albigenses.
Las riquezas de Béziers, Carcasona y otras
comarcas habían sido destruidas o saqueadas por los franceses, quienes reunidos
bajo la enseña de la cruz que el pontífice agitaba llamando a la guerra contra
los herejes occitanos, cometieron indescriptibles estragos cuando los
habitantes, resistiendo a los sitiadores, no quisieron sacar afuera a los
sacrílegos como exigían los legados del Papa, y prefirieron compartir el
destino de aquellos pobres rezadores antes que evacuar las casas. Frente a ese
desafío, el furioso asalto de los cruzados alcanzó su punto culminante cuando
el representante pontificio se plantó delante de la ciudad diciendo,
sanguinario: «Matadlos a todos, Dios conocerá a los suyos».
Así es como se reconoce a los
apóstatas. Los mercenarios del Papa pasaron a cuchillo a católicos y herejes, y
Occitania supo lo que era el miedo. No hubo benevolencia ni compasión para
ninguno; cuando el confesor detectaba tendencias heréticas en un penitente o lo
juzgaba remiso en el cumplimiento de la penitencia, notificaba al inquisidor
sin demora: quien no se arrepentía y regresaba inmediatamente a la comunión
católica, era arrojado a la mazmorra para hacer penitencia y difícilmente
recuperaba su libertad; quien no se retractaba incondicionalmente ardía en la
pira. Ante la duda, más valía salvar un alma pasándola por el fuego purificador
que perdonar un cuerpo.
En el transcurso de ese
enfrentamiento mortal, se produjo además la destrucción casi total de la obra
en una lengua que había comenzado ya a ser escrita, el provenzal. Lengua en la
cual el poeta cortés, el troubadour cantaba sus canzones a la dama de sus
pensamientos, con versos cuya forma y contenido debían ser puros y perfectos
para que se los considerara logrados; canzone que era respondida por la dama
con la tenzone, el regalo de una noche al trovero siempre y cuando se
conformara con sus besos; canzone que a la mañana siguiente podía ser de
dominio público, siempre que la Dama quedara protegida en su identidad por la senhal,
el seudónimo misterioso de la Amada Lejana.
Algunos autores se han
interrogado acerca de la existencia de alguna correspondencia, entre el amor
cortés y movimientos místicos o religiosos como el de los cátaros.
Especialmente, teniendo en cuenta que en ambos estaba presente el rechazo del
amor sexual, del matrimonio como sacramento y la desestimación del amor carnal
en virtud de un amor espiritualizado; y también porque hubo una simultaneidad
espacial y temporal en el surgimiento del catarismo y del amor cortés, que
aparecieron en el siglo XII, en la región de Provenza, sur de Francia.
Respecto de si puede considerarse
algún lazo entre la herejía cátara y el florecimiento de un amor, que como el
cortés, articuló, fundamentó y puso en marcha una moral y un estilo de vida,
Lacan en su seminario sobre La ética del psicoanálisis, considera que hay solo
un parentesco aparente en esas experiencias, y que son muy grandes las
dificultades para articularlas.
Es difícil saber exactamente hoy,
si el amor purus teorizado por Andreas Capellanus en De arte amandi, en el que
«los corazones de los amantes quedan unidos por el perfecto sentimiento del
amor que consiste en la contemplación de las almas y el intercambio de
corazones mediante el beso, el abrazo y el casto contacto con la amada
desnuda, aunque renunciando al goce último», era unión mística o signo de la
presencia del otro como tal y nada más.
Amor interruptus que años antes
había movido a la condesa de Champagne a escribir “decretamos y proclamamos definitivamente
que el amor entre esposo y esposa es incompatible con la verdadera plenitud”,
que solo podía alcanzar su desarrollo pleno en la clandestinidad y el secreto y
desde el punto de vista de la estructura, introducía el objeto femenino por la
privación, planteando la inaccesibilidad de la dama y su valor de representación
de la Cosa, asunto que la doctrina analítica permite explicar por vía de la
sublimación.
Sea como fuere, la cuestión
cátara es uno de los pocos, sino el único ejemplo histórico “donde una potencia
temporal se probó tan eficaz como para lograr suprimir casi todas las huellas
del proceso. Tal es la proeza realizada por la Santa Iglesia Católica y
Romana”, señala Lacan.
La esperanza cátara, coincidiendo
con la promesa del cristianismo del advenimiento de una palabra salvadora,
parece haber tomando totalmente al pie de la letra ese mensaje, con lo cual
todo el discurso les cayó encima. “Los cátaros no dejaron de percatarse de
ello, bajo la forma de la autoridad eclesiástica, la cual...les enseñó que
incluso cuando se es un puro es necesario explicarse entonces cuando uno
comenzó a ser cuestionado por el discurso, aunque este fuera el de la Iglesia,
sobre este tema, todos saben que la pregunta tiene un único fin, hacerlos
callar definitivamente”.
Notas
El legado de los cátaros, Georg Brun, Planeta D´agostini 2001
La ética del psicoanálisis, Jacques Lacan, El seminario libro VII, página 261, Paidós