Septiembre de 2004. Digamos que se llama Ariel, un pibe de 8
años, es traído a la consulta en una institución pública municipal. Su madre,
separada del padre del niño desde hace 3 años, refiere que su hijo “no trabaja
en la escuela, pelea, no quiere escribir, ni leer, ni hacer las tareas”.
Ariel además, lo dice con todas las
letras, a ella y a sus maestras: no va a hacer la tarea.
Por problemas de “hiperactividad” en el
preescolar, a los 5 años comenzó a ser llevado a una psicóloga. Hasta que un
día, le dice a su madre que no quiere ir más: “Ella no me puede ayudar con mis
monstruos”, dicho que ella escucha y la lleva a venir semanas después.
De entrada, Ariel toca, revisa los objetos,
habla; propone juegos en los cuáles constantemente varía las reglas; juego y
regla de juego se amalgaman de manera que muchas veces el juego es
cambiar las reglas. Cualquier consulta, comentario que suponga alguna
referencia a él, tiene como suerte recibir un vigoroso rechazo, un macizo
enojo, cuya significación central no es otra que la advertencia que así no
se sostiene el “de jugando”.
Pero el enlace en el espacio de juego está. En
este terreno será imprescindible permanecer y contribuir a que el juego prosiga
conmigo. Durante semanas demandará que arme algo con bloques de madera, por lo
general una ciudad, a la cual él, con alguno de sus monstruos, siempre
invencibles, siempre todopoderosos, renaciendo de la muerte, destruirá una y
otra vez. El juego sufrirá a veces modificaciones, siendo él quien construye,
debiendo yo acompañar, agregar algo cuando me lo ordena, y atestiguar la
destrucción que, inevitablemente, llegará.
Repite segundo grado. Llegan las vacaciones y
luego hay una interrupción por un problema de salud mío.
Agosto 2005. Retomamos. Los marbetes que
señalan la ubicación objetal de Ariel se aprecian con todo su potencia. La
escuela pide informe, no lo pueden evaluar, proponen psicopedagogía. La madre
se presenta con el resultado de un EEG: fue al neurólogo, todo bien. Entonces
quiere llevarlo a una maestra particular. Me opongo. Agrego: deje de estarle
encima.
Ariel, reaparece con un beso y preguntando cómo
estoy. Lo nuevo es que de una entrevista a la otra pide que guarde algo:
a veces un monstruo de plastilina que amasó trabajosamente, otras, una
serpiente tan larguísima como malísima etc.. Dónde está? interrogará al llegar.
También trae algunos de sus juguetes: un dinosaurio, un superhéroe, trabaja
mucho con ellos, por lo general recubriéndolos completamente con plastilina,
hasta que parecen desaparecer bajo la masa.
Me pregunto: ¿a qué juega este monstruo?¿
cómo leer los cambios de personajes, de territorios, de reglas? , ¿serán
intentos de tolerar los efectos del lenguaje ?.
Un día, en medio de uno de sus aguerridos
juegos, acercándome papel y lápiz me dice: ¡Dále! ¡escribí!. Por
supuesto, escribo: “ El dinosaurio se murió; el gigante con cabeza de
serpiente y el dinosaurio pelearon y por
eso murió el dino. Después la serpiente y el gigante con cabeza de serpiente se
hicieron enemigos. La serpiente se hizo una ciudad”.
Le pregunto:
- Y cómo termina la historia?,
Me dice: - Poné: The end.
Y se tira un pedo.
Sorprendido, apenas atino a decir: - Te
cagás?!.
Se ríe, se pone colorado, pide ir al baño,
vuelve y me pregunta si ya terminó la hora. Sí, claro.
La madre reincide. Está angustiada, “me lo hace
a propósito, quiere volverme loca”, dice llorando.
Le señalo: - Y usted entra como un caballo...
Apuesta a reubicar a un niño como tal, a
recuperar la posibilidad de una escena que resguarde en relación a la
sexualidad de los padres.
Termina el año. Pasa de grado. Vacaciones. La
sala en la que lo atiendo se cierra por reparaciones. Continuamos en otra.
Marzo de 2006. Dice:
- Traé eso... el papel... escribí.
Respondo: - Ufa, ya se acabaron las vacaciones!
Él agrega: - Dále, escribí!
Contesto: - Qué?
Me dice: - Lo que quieras
Escribo: “lo que quieras”. - Y vos qué querés?
Responde: - Comer. No lo anotés...Lo que
estamos haciendo, no lo anotés. Mirá que la cosa transcurre entre los dos.
Esto no lo anotés. Es una bomba, dále, hacé una ciudad destruida. Ah.... nos
atacan, ah, ah, alguien que nos ayude por favor, ah, ah....Te
voy a contar un chiste. Escribilo. Estás en una cárcel y tiene cuatro
puertas, tenés una piedra. En la primera puerta hay abejas asesinas, en la
segunda rayos laser, en la tercera un policía, en la cuarta un perro llamado
auch. ¿Cómo hacés para salir?
Le digo: - Uh, qué difícil...!
- Te rendís ?... Tiro la piedra al
poli, dice auch, va el perro, salgo por la puerta del perro.
Risas, suyas y mías.
Dice: - Dale, armá una ciudad.
Explota una bomba. La bomba queda despedazada,
la oculta bajo los bloques y dice: “cuando yo te diga, mirás”.
Contesto: - Ah, ¿no tengo que ver lo que está
oculto pero a la vista ?...
Terminamos allí y me pide que guarde la cabeza de un monstruo.
La vez siguiente, alarmada, la madre quiere que
vea unos dibujos de Ariel que le parecen sangrientos. Podría tomárselo un poco
a risa, le sugiero.
Si el juego no puede ser significado como tal,
la protección que proporciona la niñez se pierde. Porque el juego precede a la
niñez y sin juego no hay niño. (1)
Quien sí se ríe, es Ariel. Mostrándome uno de
esos dibujos, en el que se ven dos lápidas con sus respectivos nombres dice:
- “Acá están las tumbas de dos
compañeros, éste murió ayer y éste murió hoy, están saliendo de las tumbas, son
los muertos vivos”
- Quiénes son ?
- Dos compañeros que me joden, me
dicen cosas...
- Qué te dicen?
- No, no quiero decirlo
- Bueno, si no querés...
- Dónde está la cabecita?
Va a buscarla y dice: - Cabecita, no tengo un
cuerpo.
Acariciando la cabecita digo: - Pobrecita,
no tiene un cuerpo...
Agarra unos bloques, arma un cuerpo, le
pone la cabeza. Me pide que arme una ciudad y me convida con
papitas fritas, preguntándome si “puedo
comer eso ya”.
- Un poco...y ¿qué te hacen esos
pibes?
- Me cargan
- Y vos ?
- Los corro y los cago a patadas y
trompadas.
Mientras voy armando la ciudad, se tira
un pedo. Le digo:
- Epa!!, a la mierda... ¡son
bombas!...¡qué olor!, puf, puf!
Tira todo. Me convida papitas y dice:
- Pero a la vez son mis amigos esos
chicos, pero me molestan...
- Sí, eso te molesta mucho
- Hoy en la escuela estaban todos
hablando cuando la señorita contaba un cuento y al único que no retaron fue a
mí....Dále, tenés que armarte, con todos los monstruos. Dále, entrená a los
monstruos. Escribí: dos monstruos murieron peleando contra el
monstruo.
- ¿Pero hay alguna forma de
vencerlo?
- Sí, sacándole la cabeza...ahí
va... la cosa que te aplasta totalmente!
La vez siguiente, apenas llega vuelve a pedirme
que arme una ciudad y se tira pedos. Como efecto de la supervisión
institucional, le digo:
- Bueno, acá basta de pedos, si
querés tirarte pedos andá al baño.
Sale, va al baño y vuelve. Le digo: - Ya está?
- Sí, me fui a tirar unos
pedos...Hagámos que viene un tornado y tira todo. Pero ahora tenés ayuda, para
defenderte del monstruo. Que parezca un muñeco de nieve....Está enojado. Le
sacaron algo.
Después hace varias bolas de plastilina y va
nuevamente a tirarse pedos al baño.
La próxima, luego de hacer presente sus monstruos invencibles, dice:
- Ahora sos vos el monstruo.
- Sí !!! Ahora soy yo el monstruo
!!! Te mataré!!!
Para mi “desilusión”, el que enseguida muere
soy yo. Le digo:
- Por qué??!! Cuando vos sos el
monstruo es tan difícil matarte y cuando soy yo es tan fácil?!!
- Porque sos tonto!!
- Sí!!!!
Toma uno de sus monstruos y hace como que
ese monstruo se tira un pedo. Le digo:
-
Y dále con los pedos !
- Pero ¿de mentira sí?
Hace ruido con la boca, se ríe, y empezamos un
largo “bombardeo” oral. Luego sigue con el monstruo, al que pone a dormir y le
agarra mucha ira cuando lo despiertan, lo molestan y no lo dejan despertarse
solo.
Una semana después, viene con una moneda de un
peso y quiere que vayamos a comprar algo. En el kiosco, luego de meditar con
creces su elección, se decide por papitas. Cuando volvemos, agarra el monstruo,
que ahora está prisionero.
- De quién?
- De sí mismo.
Ese día, se lleva el monstruo a casa.
La semana siguiente, por primera vez, dibuja y
escribe en la entrevista.
La próxima vez propone un juego en el cual, él
es el padre y yo soy el hijo. Toma mi maletín, se va y vuelve con un regalo. Es
un monstruo de colección, un ejemplar único, que él ha comprado para mí.
Después se va a trabajar, tiene un accidente y queda en silla de ruedas.
Durante un largo rato tendré que llevarlo. En un momento, con la boca hace el
ruido de tirarse un pedo. Le pregunto qué pasó.
Responde:
- Se tiró un pedo el padre de los
pedos.
En la última que les cuento, pide ir a comprar
algo; pero no tiene plata: “Te lo devuelvo la semana que viene”. Acepto. Vamos
al kiosco y elige dos alfajores. Mientras volvemos, comiendo las golosinas,
comenta que le pidió a la madre que lo anote en fútbol.
La semana siguiente me da la plata de los alfajores. Le digo que pronto terminaremos.
Notas:
1. La expresión es de Jorge Fukelman, Exposición
en el Hospital de niños Dr. R. Gutiérrez, el 20 de octubre de 1993