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jueves, 7 de diciembre de 2017

Esa urgencia...por matar al Sujeto. Rolando Ugena

          En primer lugar, felicito a la Sub-Secretaría de Salud Mental y Adicciones de la Municipalidad de Merlo por la organización de esta Jornada, la segunda de una serie que seguro se incrementará, y además agradezco la posibilidad de estar hoy aquí presentando este trabajo en lo que probablemente es mi última participación  luego de 30 años como profesional de este municipio.
Yendo al asunto, quiero partir de un expreso reconocimiento de deuda de los siguientes textos: “Cómo las neurociencias demuestran al psicoanálisis”, de Gérard Pommier; “Por qué el psicoanálisis”, de Elisabeth Roudinesco; “El cerebro y el pensamiento”, de Georges Canguilhem; Sobre la mente de las máquinas y el moterialismo del inconsciente”, de Héctor López, “Biología lacaniana y acontecimiento del cuerpo”, de Jacques-Alain Miller y la conferencia “Qué es un órgano del cuerpo”,que Eric Laurent dictó en 2006 en la Facultad de Psicología de la UBA, la que puede verse en la Mediateca de dicha facultad. De esta bibliografía me serví para dar forma a lo que sigue, lo que es decir que poco de lo que sigue me pertenece, salvo el recorte del cual debo hacerme cargo. Todos ellos, me han ayudado a leer los textos de los neurocientíficos que nombro a lo largo de este trabajo, lo cual también agradezco.
En diciembre de 1980, Georges Canguilhem ofrecía una conferencia hoy famosa, que se publicó luego con el título “El cerebro y el pensamiento”, en la que abordaba una cuestión que en aquél entonces, estaba muy lejos de alcanzar la repercusión que tuvo después: se trata de la analogía cerebro-computadora.
Georges Canguilhem
Allí señalaba que la ciencia del cerebro se inició con Franz Gall, quien ubicaba en el encéfalo y en los hemisferios cerebrales los soportes físicos de las facultades intelectuales y morales[1]. A Gall como a sus discípulos, se los recuerda como los creadores de la frenología, que suponía explicar el carácter de una persona estudiando sus cavidades y protuberancias craneales, nociones con fuertes efectos prácticos en medicina, pedagogía, prevención de la delincuencia e incluso en la consulta matrimonial. Pero cuyo aporte capital fue sobre la psicopatología y las teorías de las localizaciones cerebrales.
Las primeras localizaciones afectaban a los desordenes y la memoria de las palabras. Broca y Charcot confirmaron con sus trabajos sobre la afasia la localización de la función del lenguaje en los lóbulos anteriores del cerebro. En esa “edad de oro de las localizaciones cerebrales”, se trazó el primer mapa topográfico del cerebro que posibilitaría luego la psicocirugía y más tarde la lobotomía.
La neurofisiología del siglo XIX, atravesada por exploraciones del cerebro con la corriente eléctrica y deudora de las localizaciones cerebrales forjó así un esquema conceptual basado en: recepción de estímulos - transmisión y encauzamiento de signos - elaboración de respuestas - y registro de operaciones, un diseño que a partir de la electrónica del siglo XX la computadora intenta imitar.
       
Alan Turing
  S
eguramente le debemos dicha analogía a Alan Turing, el fenomenal matemático y maestro de Cambridge inventor de la “máquina de pensar” que lleva su nombre y que cambió el curso de la Segunda Guerra Mundial al posibilitar descifrar mensajes secretos de los nazis[2]. Pero hoy, los investigadores de la mollera suelen afirmar una analogía entre el cerebro y la computadora que fructifica en hacer equivalente al pensamiento con una secreción químico - robótica.
Jean-Pierre Changeaux por ejemplo, en su libro El hombre neuronal defiende grandilocuentemente la idea del cuerpo máquina.: "De ahora en adelante nada se opone, en el plano teórico, a que las conductas del hombre sean descriptas en términos de actividades neuronales. ¡Es tiempo de que el hombre neuronal entre en escena”.[3] Pareciera como si, a su manera siguiera así a George Cabanis, un médico contemporáneo de la Revolución Francesa que anunciaba que el cerebro segrega orgánicamente el pensamiento análogamente a como el hígado segrega la bilis.
Jean-Pierre
                Changeaux
Ahora bien, ¿es el cerebro una computadora, que trabaja como la máquina de Turing? Ninguna investigación corrobora esa hipótesis. Gérard Pommier en la obra mencionada muestra que el cerebro no funciona como una computadora y sus conexiones cerebrales no tienen nada en común. Mientras que dos computadoras de  igual generación tienen los mismos componentes ensamblados, los elementos de dos cerebros difieren desde el nacimiento y no se parecen ni siquiera si son hermanos gemelos. El cerebro de cada cual es tan único e impredecible como su historia.
Una cuestión con la que tropezaron todos quienes han comparado el cerebro con una computadora, es la de si esa máquina dispone de algún código previo. Si fuera así, ¿quién instala el “software” en ella? Históricamente, el modo de zanjar el asunto no ha sido otro que invocando a un bagaje innato, desde Renée Descartes con la glándula pineal a Noam Chomsky con su teoría de que la gramática de una lengua se localiza en el cerebro. Pero ¿quién dirige el cerebro? ¿Dónde se encuentra el centro de mando? ¿En un cúmulo neuronal? ¿En una súper glándula? ¿En la cisura de Rolando?
En los últimos años ese papel fue adjudicado a los genes, asunto con el cual suele atiborrarse a la opinión pública a través de los medios de comunicación presentando el mapa del genoma humano como el centro de comando general;  y también anunciando casi diariamente el descubrimiento del gen de la psicosis maníaco-depresiva, del autismo, de la homosexualidad, de la anorexia, de la esquizofrenia, del alcoholismo, etc. Pero lo más funesto es que así quedan legitimados experimentos que se llevan a cabo gracias a la colaboración de dudosas estadísticas y auténticas ratas. Cómo señala Laurent, ¡construyen modelos en base a 30 o 40 mil células cerebrales de ratas cuando el ser humano tiene más de 85 billones de células! 
Eric Laurent
El renombrado genetista Richard Lewontin fue uno de quienes recusó en su momento cual­quier papel rector del ADN, el cual no es más que el lugar de ciertas reacciones químicas y cuenta con moléculas absolutamente inanimadas. Decía Lewontin: "El ADN es una molécula muerta entre las menos reactivas, las más químicamente inerte que exis­ta... No tiene ninguna capacidad para reproducirse. Muy por el contrario, es producida a partir de materiales elementales por una compleja maquinaria celular de proteínas (...). No sólo el ADN es incapaz de fabricar copias de sí mismo (...), sino que es incapaz de fabricar cualquier cosa"[4]
Si los genes no son entonces los culpables, si cada secuencia genética reacciona de manera diversa según con que moléculas interactúe, ¿quién dirige a los genes? Algunos conje­turan sobre la auto-organización del encéfalo. Si fuera así,  ¿de dónde obtendría el encéfalo el "modelo"?
Canguilhem va al hueso: un sistema únicamente puede comprender a otro si es más complejo; entonces ¿el cerebro podrá descifrar sus propios secretos, incluso con la ayuda de la más poderosa de las computadoras?, ¿será capaz de comprenderse a sí mismo? Y agregaba Canguilhemuna cosa es el cálculo o el tratamiento de datos según las instrucciones, y otra es la invención de un teorema. Calcular la trayectoria de un cohete espacial requiere del ordenador. Formular la ley de la atracción universal es una hazaña que no lo requiere”.
Sí, parece difícil imaginar a una computadora inventando una función matemática. ¿Les ocurrirá algún día igual que a Jules-Henri Poincaré? El gran matemático dice que luego de mucho trabajo poco fructífero con un asunto estaba volviendo a la ciudad de Caen y “Las peripecias del viaje me hicieron olvidar mis trabajos matemáticos; y en el instante de poner el pie sobre el estribo, me asaltó la idea, sin que al parecer me hubiesen preparado para ellos mis pensamientos anteriores, de que las transformaciones usadas por mí para definir las funciones fuchsianas eran idénticas a la de la geometría no euclideana. De vuelta a Caen, con la mente despejada, comprobé el resultado para descargo de mi conciencia” [5]     
 El mencionado Changeaux dice también en El hombre neuronal: "Tanto la facultad de gozar como la de sufrir están inscriptas en nuestras neuronas y en nuestras sinapsis…muy a menudo estas señales son péptidos: beber con la angiotensina II, comer con la colecistoquinina, ha­cer el amor con la LHRH…Algunos millares de neuronas, un punto preciso del hipotálamo, deciden en definitiva el equilibrio enérgico del hombre...y de la perpetuación de la especie", es que para Changeaux las Tablas de la Ley están inscriptas en el ADN y los cromosomas”.
Otro investigador, Francis Crick se despacha de la siguiente manera: "nuestras alegrías y nuestras penas, nuestros recuerdos y nuestras ambiciones, nuestro sentido de una identidad personal y libre arbitrio no son más que el resultado de vastos conjuntos de neuronas y de sus moléculas asociadas”
¿Será entonces que los actos humanos resultan de esas reacciones internas? ¿la amargura tiene su causa en una enzima y no en un amor desdichado o la muerte de alguien cercano y querido?
Elisabeth Roudinesco
Elisabeth Roudinesco escribe: si la causa exclusiva del suicidio residiera no en una decisión subjetiva, un pasaje al acto o un contexto histórico, sino en una producción anormal de serotonina considerada como la causa única del sui­cidio, ¿qué diría Cleopatra?, ¿y qué pensaría Sócrates, de borrar en nombre de la química biológica, el carácter trágico de un acto como el suicidio?.
Para Jean-Didier Vincent no hay duda alguna: es entre la prolactina, la luliberina y la dopamina que acontece lo primordial del deseo[6].
Por supuesto, no es posible consumar la sexualidad en ausencia de algunas condiciones fisiológicas, físicas o químicas etc.; pero, ¿esas  condiciones son la causa del deseo? ¿es el deseo un asunto de hormonas? Como señala irónicamente Pommier: “¿Es la luliberina la que impone el matrimonio? ¿Y la notamina, la unión libre?... ¿Se en­contrará algún día la hormona del fetiche y el gen del tacón de aguja?” [7]
Podríamos continuar largo rato recortando aseveraciones como las ya mencionadas. O recorrer los nuevos y maravillosos procedimientos de diagnóstico por imágenes, que hoy nos muestran que cuando un bebe ve a su madre su cerebro se ilumina totalmente, pero si se trata de un desconocido solamente brilla una parte; también que cuando imaginamos un gesto las áreas cerebrales relacionadas con él brillan como si hubiera sido realizado, y si recordamos una escena otra área cerebral se activa como si estuviéramos percibiéndola.
Pero la memoria humana dista mucho de la acumulación de datos, que es específico de las computadoras. Los recuerdos están muy lejos de ser pasivos; no reproducen el pasado ya que la memoria es creativa y esos recuerdos cambian según la edad y los acontecimientos vividos. Incluso, registra y atesora algún hecho para olvidar otro.
¿Cuál es entonces la cuestión con todo esto? ¿Debemos maldecir, protestar, quejarnos, hablar entre dientes contra  esas investigaciones y rechazar sus aportes?
POR SUPUESTO QUE NO!
En primer lugar porque muchas de esas investigaciones culminan en descubrimientos que eliminan o disminuyen el sufrimiento y sería de una enorme miopía desconocerlo; como sería también una gran injusticia no reconocer la acción de medicamentos como la L. Dopa sobre el Parkinson y la clorpromazina en la esquizofrenia. El papel de los psicotrópicos es decisivo y no puede discutirse ni el alivio ni el beneficio que aportan; constituyen un importante progreso y han contribuido a un cambio notable en el panorama del sufrimiento psíquico, permitiendo que queden en el olvido tratamientos inútiles y muchas veces brutales.
Pero si bien la acción de ciertas drogas puede suprimir un delirio, aliviar la depresión, la angustia y la ansiedad o evitar un exceso de padecimiento ¿podemos esperar que lo logrado sobre los síntomas se extienda a la causa de los trastornos?
Todos los trabajos que mencioné al principio y de los cuales me he servido, identifican claramente esos logros. Pero... pero... pero…
¡Pero tomar la condición por la cau­sa es un grave vicio metodológico! Incluso, ¡es un sueño, el de liberarse de la subjetividad! Ni los genes determinan al humano ni el cerebro es una computadora cuya codificación está dictada por ese aparato genético.
Ahora bien, el despla­zamiento es constante: el mediador (condición necesaria) es propuesto como causa (condición suficiente). Un error de método que lleva a que, por ejemplo, ¡el hambre y la sed resulten de un neurotransmisor de la sensación y no de la falta de agua o de alimento! Esa flaqueza de método consiste en tomar el medio por la causa, y el órgano de transmisión por un puesto de mando.
Obvio: sin actividad cerebral no hay pensamiento, pero ¿se puede afirmar que el cerebro produce pensamiento solo en función de su actividad química, sin relación con el contexto social, cultural e histórico en el cual se produce?
            En un razonamiento casi sofístico, plantean que si un gen posibilita la producción de cierta proteína, y dicha proteína permite la realización de alguna actividad muscular, esa actividad será considerada determinada genéticamente. La subjetividad, la intencionalidad, los afectos, la motivación, las emociones quedan de lado, dicen, provisoriamente. Creen incluso posible descubrir la formula química no sólo de la conciencia, sino también de “la conciencia de la conciencia”.
Pero no todos proponen tales excesos. Hay otros biólogos, más honestos y menos fanáticos que mantienen su reticencia a deducir la conciencia de una ciencia del cerebro, aún si se la fortalece con el recurso de las computadoras. Por ejemplo Gerald Edelman, neurobiólogo norteamericano y premio Nobel de medicina quien, además de considerar que el inconsciente freudiano sigue siendo una noción indispensable para la comprensión de la vida psíquica del hombre, señala que lo que está en juego en esta moderna mitología cerebral no es otra cosa que la resistencia de los expertos a su propio inconsciente.[8]
El organismo es desmontado sin que se plantee la cuestión del sujeto que lo mora. Las máquinas llamadas inteligentes producen relaciones entre datos que se les aportó, pero sin poder tomar en cuenta el sentido; para el sujeto, en cambio, es posible jugar con esos datos, crear, embaucar, inventar, trampear.
Son investigaciones que relanzan un sueño que la humanidad anheló y urdió desde la antigua Grecia: el hombre máquina. Tal vez por eso, independientemente de sus descubrimientos, nada les molesta tanto como el sujeto, y cuando tratan la cuestión del centro de decisión plantean el problema de tal manera que impiden resolverlo; como señala Pommier, si existiese una "causa orgánica del sujeto", ya sea hormonal, genética o cerebral, el sujeto sería objetivado y así, anulado. Si el término sujeto tiene un sentido, la subjetividad no es computable ni puede ser programada ni redu­cida a un sistema físico-químico.
Esa es la urgencia a la cual nos enfrentamos hoy: aportar una respuesta a la ferocidad mortífera de una ideología que sueña con reducir el pensamiento a un mecanismo químico-cerebral y a erradicar la reflexión y la investigación sobre lo que atormenta  de la sexualidad y de la muerte.
"Un día -escribe Gerald Edelman-, los profesionales más importantes de la psicología cognitiva y los neurobiólogos empíricos más arrogantes comprenderán al fin que fueron víctimas, sin saberlo, de una estafa intelectual.”
A pesar de la existencia y de los afortunados efectos de algunos mediadores químicos, a pesar de las perspectivas abiertas por algunos descubrimientos en neuroendocrinología, no ha llegado aún el momento para anunciar, a la manera de Cabanis, que el cerebro secreta al pensamiento como el hígado la bilis.



[1] Gall  Franz-Joseph, “Anatomía y fisiología del sistema nervioso en general y del cerebro en particular”, 1810
[2] Un film, “Código Enigma”, del año 2011 narra esa historia de manera interesante.
[3] Changeaux Jean –Pierre, “El hombre neuronal”, Espasa Calpe, Madrid, 1986
[4]  Lewontin Richard, "The Dream of the Human Genom", New York Review of Books, 1992, p. 31-40)., citado por Pommier.
[5] El legado de Henri Poincaré al siglo XX, Ed. Losada, 1944, página 72
[6] Vincent Jean-Didier, Bivlogie despassions, Paris, Odile, Jacob, 1999, p. 160, citado por Pommier en obra citada
[7] Pommier Gerard, obra citada, página 241
[8 Edelman Gerard, Biología de la conciencia, 1992.