Amigos:
Antes que nada quisiera
darle las gracias a Maud Mannoni, a quien le debemos la reunión de estos dos
días, y por tanto todo lo que se haya podido desprender de ella. (1) Ha tenido
éxito en lo que tenía ganas de hacer, gracias a esa extraordinaria generosidad,
característica de su persona, y que le ha hecho pagarle a cada cual su esfuerzo
con un privilegio: el de traer desde todos los horizontes a cualquiera que pudiese
darle respuesta a una cuestión que ella ha hecho suya. Después de lo cual,
borrándose ante el objeto, convertía esas cuestiones en preguntas admisibles.
Para partir de ese objeto, y
pues está ya bien centrado, quisiera hacerles sentir cuál es su unidad a partir
de algunas frases que pronuncié hace unos veinte años, en una reunión convocada
por nuestro amigo Henri Ey, del que ya saben ustedes que fue, en el campo
psiquiátrico francés, lo que llamaremos un civilizador. Planteó la cuestión de
lo que sería la enfermedad mental de una manera que podemos decir que al menos
despertó el cuerpo de la psiquiatría a la pregunta, más seria, de lo que ese
mismo cuerpo representaba.
Para devolver todo eso a su
término más justo, tenía que contradecir el organodinamismo del que Ey se había
hecho promotor. Así, sobre el hombre en su ser, me expresé en los términos
siguientes: Lejos de que la locura sea el hecho contingente de las
fragilidades de su organismo, es la virtualidad permanente de una falla abierta
en su esencia. Lejos de que la locura sea un insulto para la libertad, como
lo enuncia Henri Ey, es su más fiel compañera, sigue su movimiento como una
sombra. Y el ser del hombre no puede ser comprendido sin la locura, sino que no
sería el ser del hombre si no llevase en el la locura como límite de la
libertad.
A partir de ahí no puede
parecerles extraño que en nuestra reunión hayan convergido las cuestiones
referidas al niño, a la psicosis, a la institución. Debe parecerles natural que
en ninguna otra parte más que en estos tres temas sea evocada con mayor
constancia la libertad.
Si la psicosis es en efecto
la verdad de todo lo que verbalmente se agita bajo esa bandera, bajo esa
ideología -actualmente la única de la que se arma el hombre de la civilización-
vemos mejor entonces el sentido de lo que, para dar testimonio de ella, hacen
nuestros amigos y colegas ingleses en la psicosis. Vemos precisamente que se
meten en ese campo, y que lo hacen precisamente con esos compañeros, para
instaurar unos modos, unos métodos, en los cuales el sujeto es invitado a
proferirse en lo que ellos piensan como manifestaciones de su libertad.
Pero, ¿no es esa perspectiva
algo corta? Quiero decir, la libertad suscitada, sugerida por cierta práctica
dirigida a esos sujetos, ¿no lleva en sí misma su límite y su señuelo?.
Por lo que se refiere al
niño, al niño psicótico, eso desemboca en unas leyes, unas leyes de orden
dialéctico, que de algún modo se resumen en la pertinente observación que ha
hecho el doctor Cooper, esto es, que para obtener un niño psicótico hace falta
al menos el trabajo de dos generaciones. El propio niño es el fruto de ese
trabajo en la tercera generación.
Y si finalmente se plantea
el problema de una institución que guarde relaciones propias con ese campo de
la psicosis, lo que se demuestra es que siempre, en algún punto que varía según
los casos, es prevalente una fundamentada relación de adecuación con la
libertad.
¿Qué quiere decir eso?
Lo que es seguro es que así
no entiendo que de ningún modo los problemas queden cerrados; tampoco abrirlos,
como se dice, o dejarlos abiertos. Se trata de situarlos y de captar unos
puntos de referencia desde los cuales podamos tratarlos sin quedar nosotros
mismos atrapados en un cierto tipo de señuelo. Para ello hay que dar cuenta de la
distancia en la que se aloja la correlación de la que somos presa nosotros
mismos.
El factor del que se trata
es el problema más candente en nuestra época, en la medida en que es la primera
que ha de sentir en sí misma que, a causa del progreso de la ciencia, se hayan
puesto en cuestión todas las estructuras sociales. Aquello con lo que, no
solamente en nuestro propio dominio como psiquiatras que somos, sino tan lejos
como se extienda nuestro universo, tendremos que tener tratos, una y otra vez,
y siempre más acuciante, es: la segregación.
Los hombres se adentran en
una época a la que llamamos planetaria, en la que se formarán según ese algo
que surge de la destrucción de un antiguo orden social que simbolizaré con el
Imperio, tal y como se ha seguido perfilando durante largo tiempo su sombra en
una gran civilización, para que sea sustituido por algo bien distinto y que no
tiene en absoluto el mismo sentido: los imperialismos. La cuestión que se
formula es la siguiente: ¿cómo arreglárselas para que masas humanas, destinadas
a compartir un mismo espacio, no solamente geográfico, sino familiar llegado el
caso, permanezcan separadas?
El problema, en el nivel en
que Oury lo ha articulado hace un momento con el término justo de segregación,
es sólo un punto local, un pequeño modelo de aquello que se trata de saber en
el modo en que nosotros, quiero decir los psicoanalistas, vamos a responder: la
segregación puesta en el orden del día por una subversión sin precedentes. Aquí
no hay que desatender la perspectiva desde la cual Oury pudo formular hace un
rato que en el interior de la colectividad, el psicótico se presenta
esencialmente como el signo, signo que no conduce a ninguna parte, de aquello
que legitima la referencia a la libertad.
El mayor pecado, nos dice Dante,
es la tristeza.
Tenemos que preguntarnos de
qué modo nosotros, metidos en ese campo cuyo contorno acabo de delinear,
podemos con todo mantenernos fuera de él.
Todo el mundo sabe que soy
alegre, dicen incluso que hago chiquilladas. Sí, me divierto. Me sucede sin
parar, en mis textos, que me dedico a hacer bromas que a los universitarios no
les gustan nada. Es verdad, no soy triste. O más exactamente, solo tengo una
tristeza, en el curso de la vida tal como me ha sido trazado: es que cada vez
hay menos personas a las que les pueda decir las razones de mi alegría, cuando
las tengo.
Vayamos al grano. Si podemos
plantear las cuestiones como lo hemos hecho aquí desde hace unos días, es
porque en el lugar del x que debería hacerse cargo de ellas, y que durante
mucho tiempo fue el alienista, y luego el psiquiatra, alguien más dijo lo que
tenía que decir. Se llama el psicoanalista, figura nacida de la obra de Freud.
¿Qué es esa obra?
Como saben, fue para hacer
frente a las carencias de cierto grupo por lo que me vi llevado a ese lugar que
de ningún modo ambicionaba: el de tener que ponerme a hacer preguntas, junto
con los que podían escucharme, sobre lo que hacíamos de modo consecuente con
esa obra, y para eso volver sobre ella.
Justo antes de los puntos
eminentes del camino que instauré merced a su lectura, antes de abordar la
transferencia, luego la identificación, luego la angustia, no es ninguna
casualidad, ni tampoco se le ocurriría a nadie, que el año que hace cuatro
antes de que mi seminario llegase a su fin en el Hospital de Sainte-Anne,
creyese deber afianzarnos en la ética del psicoanálisis.
Parece en efecto que
corramos el riesgo de olvidar, en el campo de nuestra función, que en su
principio está una ética, y que a partir de ahí, digan lo que digan, incluso
sin mi consentimiento, sobre el fin del hombre, nuestro principal tormento está
en una formación que se pueda calificar de humana.
Toda formación humana tiene
como esencia y no como accidente, la de refrenar el goce. La cosa se nos
aparece así de desnuda, y no ya bajo esos prismas o lentes que se llaman
religión, filosofía, o incluso hedonismo, pues el principio del placer es
precisamente el freno del goce.
Es un hecho que a fines del
siglo XIX, y no sin que fuese en cierto modo antinómico con la seguridad que
había de dar la ética utilitarista, Freud devolvió la ética a su lugar, al
lugar central. Hizo falta esto para apreciar todo lo que podemos ver a lo largo
de la historia dando testimonio de ser una moral.
¿Cuántas cosas ha habido que
remover, quiero decir en las bases, para que vuelva a emerger ese abismo al
cual echamos como pasto -¿dos veces por noche?, ¿ dos veces al mes?- nuestra
relación copulativa con algún cónyuge sexual?.
No es menos sorprendente que
nada haya sido más escaso en lo que hemos dicho durante estos dos días, que el
recurso a alguno de esos términos que podemos llamar: la relación sexual (para
dejar de lado el acto), el inconsciente, el goce.
Eso no quiere decir que su
presencia no nos rigiese, invisible - pero también palpable en alguna
gesticulación detrás del micro.
Aunque nunca articulada
teóricamente.
Lo que se comprende, de
manera inexacta, de lo que Heidegger nos propone sobre el fundamento que hay
que tomar en el ser-para-la-muerte, se presta a ese eco que hace resonar por
los siglos, y por los siglos de oro: el del penitente como alguien puesto en el
corazón de la vida espiritual. No desconocer del todo en los antecedentes de la
meditación de Pascal el apoyo que tenía en el franqueamiento del amor y de la
ambición no nos asegura sino más todavía lo común que hasta su tiempo era el
lugar de retiro en el que se consuma el enfrentamiento con el
ser-para-la-muerte. Esta constatación tiene su valor en el hecho de que Pascal,
a base de transformar esa ascesis en apuesta de hecho la cierra.
Y, sin embargo, ¿estamos a
la altura de lo que por obra de la subversión freudiana, parece que estemos
llamados a llevar a saber, el ser-para-el-sexo?. No parece que pongamos mucho
ánimo en sostener esa posición.
Tampoco parece que nos ponga
muy alegres. Lo cual prueba por lo que pienso, que no estamos en ella del todo.
Y no lo estamos en razón de
lo que los psicoanalistas dicen demasiado bien como para soportar saberlo, y
que designan, gracias a Freud, como la castración. Este es el ser-para-el-sexo.
El asunto se esclarece
gracias a lo que Freud dijo en forma de historietas, que tenemos que poner en
evidencia y es que cuando somos dos, el
ser-para-la-muerte, crean lo que crean los que la cultivan, deja ver en el más
mínimo lapsus que se trata de la muerte del otro. Esto explica las esperanzas
puestas en el ser para-el-sexo. Pero contrasta con esto lo que la experiencia
psicoanalítica demuestra, y es que cuando somos dos, la castración que el
sujeto descubre, sólo puede tratarse de la suya. Lo que para las esperanzas
puestas en el ser-para-el-sexo, desempeña el papel del segundo término en el
nombre de los Pecci-Blunt: el de cerrar las puertas que previamente se habían
abierto de par en par.
El penitente pierde pues
mucho si hace alianza con el psicoanalista. En los tiempos en que llevaba la
voz cantante el penitente dejaba libre, mucho más que desde el advenimiento del
psicoanalista, el campo de los retozos sexuales. No son pocos los documentos
que lo atestiguan, bajo la forma de memorias, epístolas, dictámenes y sátiras.
Para decirlo de algún modo -si bien es difícil juzgar justamente si la vida
sexual era más desahogada en los siglos XVII o XVIII que en el nuestro, el
hecho en cambio de que los juicios referidos a la vida sexual fuesen en esa época
más libres, decide con toda justicia en nuestro favor.
No es ciertamente un abuso
referir esa degradación a la "presencia del psicoanalista", entendida
según la única acepción en la cual el uso de este término no sea impúdico, es
decir, en su efecto de influencia teórica, marcado precisamente por el defecto
de teoría. Puesto que se reducen a su presencia, los psicoanalistas merecen que
nos demos cuenta de que no juzgan ni mejor ni peor las cosas de la vida sexual
que la época que les hace un lugar, y que en su vida de pareja no son dos más a
menudo de lo que sucede en otras partes, cosa que no molesta para nada su
profesión, puesto que un par así no tiene nada que hacer en el acto analítico.
Claro que la castración no
tiene figura más que al término de ese acto, pero está cubierta por esto: que
en ese momento el partenaire se reduce a lo que llamo el objeto a. Esto quiere
decir, como habría de ser, que el ser-para-el-sexo tiene que irse a otra parte
a hacer la prueba. Y se dirige entonces a la confusión creciente que le aporta
al tema la difusión misma del psicoanálisis, o de lo que toma este título.
Dicho de otro modo: lo que
instituye la entrada en el psicoanálisis proviene de la dificultad del
ser-para-el-sexo. Pero la salida de él -si leemos a los psicoanalistas de hoy-
no sería ni más ni menos que una reforma de la ética en la cual se constituye
el sujeto. No soy yo, Jacques Lacan, quien sólo se fía de la operación sobre el
sujeto en tanto que pasión del lenguaje, sino precisamente aquellos que lo absuelven
por el hecho de que obtienen de él la emisión de bellas palabras.
Es cuando uno se queda en
esa ficción sin entender nada de la estructura en la que se realiza, que no
piensa más que en fingirla real, y que cae en la invención.
El valor que tiene el
psicoanálisis es el de operar sobre el fantasma. El grado de su éxito ha
demostrado que ése es el lugar donde se juega la forma que sujeta como
neurosis, perversión o psicosis.
Desde donde se plantea, con
atenerse sólo a eso, que el fantasma hace su marco según realidad. ¡Evidente
ahí!
Y tan imposible de mover
como eso; a no ser el margen dejado por la posibilidad de exteriorización del
objeto a.
Se nos dirá que es
precisamente de lo que se habla bajo el término de objeto parcial. Pero
precisamente, presentándolo bajo este término, se habla de él ya demasiado como
para decir sobre ese objeto algo admisible. Si fuese tan fácil hablar de él, lo
llamaríamos de otro modo, y no objeto a.
Un objeto que requiere que
se vuelva a tomar todo el discurso sobre la causa, no se puede asignar a
discreción, ni siquiera teóricamente.
Si aquí tocamos esos
confines es sólo para explicar de qué modo en el psicoanálisis se vuelve con
tanta brevedad a la realidad, cuando no se tiene una visión de su contorno.
Observemos que aquí no
evocamos lo real, que en una experiencia de palabra sólo aparece como
virtualidad, y que en el edificio lógico se define como imposible.
Se necesitan ya no pocos
estragos ejercidos por el significante para que se trate de realidad. Estos
estragos hay que captarlos bien atemperados en el estatuto del fantasma, a
falta de lo cual el criterio que se toma, y que consiste en la adaptación a las
instituciones humanas, no es otra cosa que pedagogía.
Por impotencia a la hora de
plantear ese estatuto del fantasma en el ser-para-el-sexo (el cual queda velado
en la idea engañosa de la "elección" subjetiva entre neurosis,
perversión o psicosis), el psicoanalista hace deprisa y corriendo con algo de
folklore un fantasma artificial: el de la armonía que se aloja en el habitat
materno. Allí no habría modo de que se produjesen ni incomodidad ni
incompatibilidad; y la anorexia mental queda relegada como una cosa rara.
No podríamos estimar hasta
qué punto ese mito obstruye el abordaje de esos momentos -tantos fueron evocados
aquí- que hay que explorar. Como el del lenguaje abordado bajo el signo de la
desgracia.
Fíjense en el premio a la
consistencia que se espera obtener a base de atrapar como preverbal ese momento
justo antes de la articulación patente, y de hacerlo con aquello alrededor de
lo cual parecía doblegarse la voz misma del presentador, entre la gage y
la gâche, la prenda y la chapuza. He tardado un poquito en reconocer la
palabra de la que se trataba: langage, lenguaje.
Pero lo que le pregunto a
quien haya escuchado la comunicación que pongo en cuestión es, dígame sí o no:
si un niño que se tapa las orejas, como nos dicen -y ¿a qué?: a algo que se
está hablando- no está ya en lo postverbal, puesto que del verbo se protege.
Y en lo que se refiere a una
pretendida construcción del espacio que al parecer se capta ahí en estado
naciente más me parece hallar el momento que da testimonio de una relación ya
establecida con el "aquí" y el "allá", que son estructuras
de lenguaje.
¿Hay que recordar que, si se
desproveyese del recurso lingüístico, el observador no podría hacer otra cosa
que desacertar sobre la incidencia eventual de las oposiciones características
en cada lengua para connotar la distancia, aún cuando hubiese que entrar con
ello en los nudos que más de una de ellas nos incita a situar entre el
"aquí" y el "allá"? En una palabra, la construcción del
espacio tiene algo de lingüístico.
Tanta ignorancia, en el
sentido activo, como ahí se encierra, no permite evocar demasiado la diferencia
tan bien marcada en latín entre el taceo y el silet.
El silet apunta ya, sin que
causen asombro, a falta del contexto de "los espacios infinitos", a
la configuración de los astros. ¿No nos hace notar esto que el espacio apela al
lenguaje en una dimensión bien distinta de aquella en la que del mutismo brota
una palabra más primordial que ningún mom-mom?
Lo que conviene indicar aquí
es, con todo, el prejuicio irreductible con el que se grava la referencia al
cuerpo, mientras no se levanta el mito que cubre la relación del niño con la
madre.
Se produce una elisión que
sólo puede anotarse como objeto a, cuando es precisamente ese objeto lo que esa
elisión sustrae de cualquier modo exacto de comprenderla.
Digamos, pues, que no se la
comprende si no es oponiéndose a que sea el cuerpo del niño lo que responde al
objeto a. Es algo muy delicado, allí donde no aparece a la luz del día ninguna
pretensión semejante; pretensión que sólo se animaría con alguna sospecha de la
existencia del objeto a.
La animaría precisamente el
hecho de que el objeto a funciona como inanimado, pues es como causa que
aparece en el fantasma. Como causa en vistas a lo que es el deseo, cuyo montaje
es el fantasma.
Pero tanto como eso, causa
en relación con el sujeto que se hiende en el fantasma, al fijarse en una alternancia.
Armazón que hace posible que, aún siendo como es, el deseo no sufra ninguna
vuelta atrás.
Una fisiología más justa de
los mamíferos con placenta, o simplemente darle un mejor lugar a la experiencia
del partero -de la que podemos sorprendernos que se contente, en lo que se
refiere a la psicosomática, con la cháchara del parto sin dolor- sería el mejor
antídoto para un pernicioso espejismo.
Recordemos que, para
culminar, nos sirven el narcisismo primario como función de atracción
intercelular postulada por los tejidos.
Fui el primero en situar
exactamente la importancia teórica del objeto llamado transicional, aislado
como rasgo clínico por Winnicott.
El propio Winnicott se
mantiene -con todo mi aprecio- en un registro de desarrollo. Su delicadeza
extremada se extenúa cuando ordena su hallazgo como una paradoja, cuando no
puede registrarlo de ningún modo como no sea la frustración, en la cual haría
de necesidad lógica virtud biológica, por si acaso le hiciese falta a la
Providencia.
Lo importante sin embargo no
es que el objeto transicional preserve la autonomía del niño, sino que el niño
sirva o no de objeto transicional para la madre.
Lo que queda ahí en suspenso
no hace entrega de sus razones hasta que el objeto hace entrega de su
estructura. A saber, la de un condensador para el goce, en la medida en que,
por la regulación del placer, le es sustraído al cuerpo.
Veamos aquí si es posible
indicar de un salto que si huimos de estas avenidas de la teoría, no va a
aparecer nada de los problemas que se plantearon en aquella época, como no sean
los callejones sin salida.
Problemas: el del derecho a
nacer por una parte. Pero también en la línea de: "tuyo es tu
cuerpo", en el cual se vulgariza a comienzos de siglo un adagio del
liberalismo. La cuestión está en saber si, por el hecho de la ignorancia en la
cual es mantenido ese cuerpo por el sujeto de la ciencia, habrá derecho luego
a, ese cuerpo, hacerlo pedazos para el intercambio.
¿No se discierne, en lo que
he dicho hoy, adonde converge?
¿Vamos a atrapar la
consecuencia de esto con el término de: el niño generalizado?
Ciertas Antimemorias
están hoy de actualidad. Pero, ¿por qué son "anti", esas memorias? Si
es porque no son confesiones, como se nos advierte, ¿no es desde siempre ésa la
diferencia de las memorias? Como fuere. El autor las abre con una confidencia
que tiene extrañas resonancias, y con la que un religioso le dijo adiós:
"Lo que he llegado a creer, fíjese, en ese ocaso de mi vida, le dijo, es
que no hay personas mayores".
Esto es algo que rubrica la
entrada de un inmenso gentío en el camino de la segregación.
¿No es precisamente por el
hecho de que se requiera darle a eso una respuesta por lo que Freud sin duda
sintió que debía volver a introducir nuestra medida en la ética, por medio del
goce? No intento actuar con ustedes de otro modo que con aquellos para quienes
a partir de ahí esa es la ley, al dejarles con una pregunta: ¿Qué alegría
hallamos en aquello de lo que está hecho nuestro trabajo?.
Nota de Jacques Lacan de fecha 26 de setiembre de
1968
Esto no es un texto, sino
una alocución improvisada.
Puesto que no había ningún
compromiso que pudiese justificar desde mi punto de vista su transcripción, que
considero fútil, palabra por palabra, tengo pues que excusarla.
Antes que nada por su pretexto:
el de hacer como si se concluyese. La falta de conclusión, algo corriente en
los Congresos, no excluye que sean una buena obra, como lo fue aquí el caso.
Me presté a eso para
homenajear a Maud Mannoni, esto es, a aquella que, por la virtud infrecuente de
su presencia, había sabido coger a todo el mundo allí reunido en las redes de
su pregunta.
La función de la presencia,
en este campo como en todos, ha de ser juzgada según su pertinencia.
Ha de ser excluida
ciertamente, excepto por falta notoria de pudor, de la operación
psicoanalítica.
Por lo que hace al
cuestionamiento del psicoanálisis, o incluso del propio psicoanalista (tomado
en su esencia) esa presencia desempeña su papel a la hora de suplir la falta de
apoyo teórico.
Le doy curso en mis escritos
como polémica, hace de intermedio en lugares de intersticio, cuando no tengo
otro recurso contra la obtusión que desafía a cualquier discurso.
Claro está que es siempre
sensible en el discurso naciente, pero es una presencia que sólo vale cuando al
fin se borra, como se ve en la matemática.
Y sin embargo en el
psicoanálisis hay una presencia que se suelda con la teoría: es la presencia
del sexo como tal, entiéndase en el sentido en que el ser hablante lo presenta
como femenino.
¿Qué quiere la mujer? Esta
es, como se sabe, la ignorancia en la cual Freud se queda hasta el término,
acerca de la cosa que trajo al mundo.
Lo que la mujer quiere,
puesto que sigue estando en el centro ciego del discurso psicoanalítico,
comporta como consecuencia que la mujer sea psicoanalista nata (de eso uno se
da cuenta en el hecho de que regenten el análisis las menos analizadas entre
las mujeres).
Nada de todo eso tiene que
ver con el caso presente, puesto que se trata de terapia, y de un concierto que
sólo se ordena según el psicoanálisis si lo tomamos como teoría.
Aquí es donde he tenido que
suplir a todos los que no son los que me oyen, con una presencia que debo decir
justamente que es un abuso...
Puesto que va desde la
tristeza que tiene su motivación en una alegría contenida, hasta la apelación
al sentimiento de incompletud allí donde habría que situarla en pura lógica.
Una presencia como ésa
resultó, por lo que parece, agradable y recreativa. Quede pues aquí rastro de
lo que porta como palabra, allí donde está excluido el acuerdo: el aforismo, la
confidencia, la persuasión, incluso el sarcasmo.
Una vez más, como se habrá
visto, tuve la ventaja de que sea evidente un lenguaje allí donde alguien se
obstina en figurar lo preverbal.
¿Cuándo se verá que lo que
prefiero es un discurso sin palabras?
Traducción de Antoni Vicens
NOTA DEL TRADUCTOR
1. Las
"Jornadas de estudios sobre las psicosis en el niño" de las que aquí
se trata, se realizaron en París, los días 21 y 22 de octubre de 1967.
La cita de Lacan es de
"Acerca de la causalidad psíquica", Escritos, p. 166. Al citarse a sí
mismo, Lacan dijo "la falla contingente" en lujar de "el hecho
contingente".
Pecci-Blunt es una marca
comercial de resortes para el cierre automático de las puertas. El juego de
palabras con la gaché alude, claro está, a Daniel Lagache, citado por
uno de los ponentes. Las Antimemorias son de André Malraux. Un proverbio
francés dice: Ce que femme veut, Dieu le veut, "Lo que la mujer quiere, lo
quiere Dios".
El "Discurso de
clausura" de Jacques Lacan se publicó por primera, vez en Recherches,
1968.
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