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lunes, 12 de marzo de 2018

El pasaje al acto de Alejandra Pizarnik. Leonor Pagano





A cuarenta años de su muerte, presento este trabajo sobre el pasaje al acto de la poetisa argentina Alejandra Pizarnik, como un deseo de inscribir algo de su trágica muerte.
          Su vida, su obra, tantas veces comentada sin atender al misterio central  que a ella la animaba. Como siempre el malentendido funda y en una poeta maldita como ella aún más. “Se diría que una generación de malentendidos nos coloca ante un foso de perplejidades acerca del verdadero alcance de su vida y de su obra”. (I. Bordelois)
      Al borde del mismo foso que Hamlet, recupera su vida en  relación al falo,  Alejandra no retoma su relación subjetiva con el    falo sino que apresura un final que la lleva a caer de la escena.
El pasaje al acto como acto logrado: el suicidio. Es una salida intempestiva de la escena, provoca el asombro, la intriga, la sorpresa frente a los móviles que pueden conducir a que alguien decida interrumpir su existencia. El suicidio siempre concita preguntas tales como: ¿por qué se suicidó? ¿Qué lo llevó o empujó a ese acto? ¿Se pudo haber hecho algo para que no sucediera? ¿Por qué no se escuchó o se estuvo más atento? Podemos decir que el suicidio crea cierta incomodidad, que incluso nos hace sentir angustia y culpa.
En un atardecer de abril de 1934, un barco traía a una joven pareja de la Rusia natal: Rosa o Rejzla Bromiker de Pizarnik (fallecida en enero de 1986) y Elías Pizarnik (fallecido en febrero de 1987). Rosa estaba embarazada de Miriam, la hermana mayor de Alejandra… escapaban del estalinismo.
Las raíces eran polacas, esa era la lengua, junto con el idish que hablaban los Pizarnik. En realidad, su verdadero apellido era POZHARNIK, pero para los oídos poco cultivados de los empleados de inmigración, ingresaron como Pizarnik. Se radicaron en Avellaneda, provincia de Buenos Aires.
Desde muy pequeña, empezó a arder en Alejandra la inclinación por la literatura, hasta convertirse en incendio, pasión que arrasó su vida, dejando una de las obras poéticas más importantes.
La metáfora del fuego no es gratuita –pozhar en ruso quiere decir “incendio”, quizá marca el desborde que signa la vida, la palabra y la escritura de Alejandra POZHAR-NIK. El fuego de su apellido originario se apagó con cincuenta pastillas de seconal.
Fue lo que vieron sus amigos al entrar al departamento de la calle Montevideo… desolación:

No quiero ir nada más que hasta el fondo.

Todo se había consumado en la madrugada del 25 de septiembre de 1972. Tenía apenas 34 años cuando se mató.
Alejandra era: Buma, Flora, Blímele, Alejandra, Sasha, cinco nombres y el mismo desamparo.
Buma: así la llamaban sus padres y el círculo íntimo, el mundo de la infancia y parte de la adolescencia.
Flora: en la escuela secundaria. Alumna inquieta, desenfrenada y discutidora. Fue en la época en que mantenía feroces peleas con su madre porque no era el ideal, como lo era su hermana, rubia, bonita, exitosa.
Blímele: para sus maestros del shule. Recibe una excelente formación de los pestalocianos, hombres y mujeres inmigrantes formados en Europa, librepensadores que enseñaban a los hijos de inmigrantes a leer y escribir.
Alejandra: como contraseña de lo que era su propia vocación: la poesía, máscara de fuego y de horror que la delatará toda su vida.
Sasha: el nombre más secreto, con el olor a los bosques helados de la Ucrania paterna. Diminutivo de Alejandra, pidió ser llamada así al final de sus días, como último disfraz del desamor.
La conmoción de Alejandra comienza en la adolescencia. De niña era gordita y asmática. Tenía la certeza de ser una chica fea y gorda. Vivió matándose de hambre, consumiendo adelgazantes que contenían anfetaminas (por entonces eran de venta libre). Se hizo adicta a ellos y descubrió que le daban una lucidez especial para escribir y vivir de noche. Ella nunca se sintió parte de este mundo.
A los 14 comenzó a marcarse más una leve tartamudez al empezar a hablar, hablaba de una manera especial arrastrando los finales y su voz era de catacumba, esto, fue metamorfoseándose en una forma de hablar extranjerizada, con una oratoria acerada y puntual que fascinaba al escucha. Su voz seducía, hablaba literalmente desde otro lado del lenguaje, cambiando los acentos descomponía joyceanamente las palabras, las frases, el lenguaje.
Había dos Alejandras: “Una criatura llena de desamparo, silenciosa, infantil en su desaforada demanda, desolada por el desamor, siempre al borde de las experiencias límites, fascinada por la muerte”. Se preguntaba de dónde venía la fuerza que la llevaba a escribir. Según ella, provenía de un estado sonámbulo de los límites verdaderos, de la muerte. Muchas veces creaba límites ficticios, parecidos a la muerte, porque “el arte puede parecerse a la muerte” decía.
La otra, era una mujer casi salvaje, con un corrosivo y encantador manejo del humor, dinámica, lucida, sus gestos desfachatados y una brutal soltura que podía exasperar, y que tantas veces deslumbro a sus interlocutores.
La imagen anticonvencional que desde jovencita empezó a cultivar tendía a valorizar las diferencias, punto de clivaje y de arranque para la construcción del personaje al que nominaría Alejandra”, ignorándose por qué abandonó su propio nombre: Flora.
Dijo Rimbaud:Yo es otro”. Y Flora se creó “otra en la escritura, adoptando una estética y un modelo particular. Así definió en 1962 a la poesía: “La poesía es el lugar donde todo sucede. A semejanza del amor, del humor, del suicidio y de todo acto subversivo, la poesía se desentiende de lo que no es su libertad o su verdad.
Resulta un puente necesario entre el personaje tragico que ella encarnó y su presencia androgina… superar lo paradojico, es lo poético.
Lo que cifra la escritura de Alejandra es ese fuego de la muerte que siempre la abrasaría, como una obsesión, preguntándose por el sentido de la vida.
Viajo a Paris allí se hizo amiga de Ivonne Bordelois de Cortazar. Juan Jacobo Bajarlía la introduce en el mundo de la vanguardia, se contacta con Oliverio Girondo, conoce a Olga Orozco.
“La ultima inocencia” es un libro de poemas que se lo dedica a Leon Ostrof su analista por esa época. 
Nunca pudo superar el desamparo: “He crecido completamente sola, estoy separada de la vida”… y su tema… su tema… en un poema dice…

Silencios


La muerte siempre al lado
Escucho su decir

Sólo me oigo.[1]

Este poema abre a su subjetividad y a su cara con la muerte, motivo de su pavor, objeto seductor y enigmático. A Alejandra no le quedaba más salida que la atopía, desde donde nos interroga, punto enigmático del deseo de muerte de esta mujer, que no puede ser tomado como una tendencia melancólica o depresiva.
En 1970 intoxicada de anfetaminas es internada en el Hospital Piñeyro. La vida concreta es lejana a ella, padecia de una invalidez total frente a este mundo.
Movida por la atopía a interrogar al amo, hace testimoniar al Otro, al costo de su vida, en ese acto que la dignifica. El suicidio parece ser la única alternativa frente al acorralamiento de una jugada en la que se ha perdido de antemano y a la que ella se dirige como si fuera su destino.





Partir en cuerpo y alma

Partir

Partir

Deshacerme de las miradas

Piedras opresoras

Que duermen en la garganta.

He de partir

No más inercia bajo el sol

No más sangre anonada

No más fila para morir.
He de partir


Pero arremete ¡viajera![2]

Alejandra quería ir hasta el fondo, para ella el cuerpo era hacer “el cuerpo del poema con mi cuerpo”. Poesía y cuerpo fusionados, el acto de la escritura le daba cuerpo, le hacía un cuerpo.
La muerte del padre la golpea fuertemente y la escritura no alcanza para soportar ese real; se desbarranca. En 1970 tiene su primer intento de suicidio, pasaje al acto que se transforma en acto fallido.
Trasgresora del lenguaje las palabras ya no le eran útiles.
Su escritura se vuelve procaz, obscena, delirante. Sufre una serie de desencuentros que truncan la posibilidad de que haga lazo social. Al mismo tiempo que se aísla, se aferra a los amigos en una demanda atroz, entra en una ansiedad extrema.
Pero lo que realmente la sacade la escena” es el rechazo a su nueva forma de escritura, no sólo por sus editores, sino por sus propios pares.
En La bucanera y El infierno musical se vuelve trasgresora, se torna joyceana, hace estallar al sujeto, en su escritura. No reconoce al lenguaje como su morada, lo deriva de asociación en asociación, mientras la muerte reina, roza el habla de la locura y el tráfico verbal.
Sus amigos también rechazan esa nueva forma de escribir y eso la deja girando… vacía, sin amarre, no pudiendo inscribirse en su escritura. Negándose a forcluir su marca en la escritura, ella es ahí pura letra que intenta hacer escritura. Rehusándose a renegar su huella sobre el cuerpo, actúa –en el sentido de la fuerza que le da Goethe a la frase de Fausto cuando le hace decir: “En el inicio era el acto”.
Cuando el sujeto en una elección forzada elige ser la marca, como opción le queda el “yo no pienso”. A la izquierda Lacan escribe el pasaje al acto, pero lo que ahí se juega es la instauración del sujeto: El sujeto reencontrará su presencia en tanto que renovada más allá del pasaje del acto, pero nada más que eso”.[3]
El pasaje al acto no es idéntico al suicidio. Al realizar el pasaje acto, el sujeto se sustrae al gran Otro, está afuera del campo de lo simbólico, “no hay palabras”. Al ser el suicidio un acto logrado, no es que falte en lo simbólico, sino que está fuera de ese campo. El suicidio en tanto pasaje al acto tiene que ver con un borde; el franqueamiento de ese borde, de ese límite, es silencioso, sale del lenguaje, es el acto logrado, es una salida de la escena.
El pasaje al acto da la satisfacción al precio de la propia vida como último modo de interrogar al Otro, de interrogarlo y de decirle a la vez NO. Intento de corte, corte que tiene efecto de sujeto, que sitúa un lugar donde alojarse.
Cuando a la casa del lenguaje se le vuela el tejado […]”, ¿qué le queda al poeta que lo soñó como morada sino morir?[4]
Para Flora Pizarnik, la escena se le anunciaba en esas cartas que en su niñez llegaban de Europa, una tras otra, siempre anunciando la muerte de algún familiar en los campos de concentración.
El estar habitado por el lenguaje hace al asesinato de la cosa. Esto se redobla en Alejandra, quien se enfrenta una y otra vez a la página en blanco, al des-ser, interrogándose e interrogando a la muerte, siempre presente, a la que intenta detener con el trazo, con la letra, letra que le hace cuerpo, cuerpo que le hace poema, “haciendo el cuerpo del poema con mi cuerpo”.
Cuando deja de hacer lazo con su escritura, elige la pintura para anudar lo pulsional desintrincado y así religarse a la vida. La pulsión de muerte desanudada la arrasa, cae sobre el yo provocando una abolición subjetiva, lo unheimlich está presente como el objeto está presente, triunfal. Como dice Camus: “Un acto como este se prepara en el silencio del corazón, lo mismo que una gran obra”.[5]
Cuando su escritura no es reconocida, cuando no hay lazo que la sostenga, el desenlace de la escena final la ordena.
El domingo la visita su amiga Orozco y encuentra su casa totalmente ordenada. Todo fluye natural, sin indicio del tenso e inminente final. Esa noche, llamó y llamó infructuosamente, sin que en su voz se notara urgencia, su desolación. Se cerraba ante ella el hachazo brutal, que ya había sido cometido. Alejandra había perdido su morada.
Cuando Lacan habla del dolor petrificado, dice: “¿Es que no hay en lo que hacemos nosotros mismos del reino de la piedra, en tanto no la dejamos ya rodar, en tanto la enderezamos, en tanto hacemos ese algo que detiene como es una arquitectura, es que no hay en la arquitectura misma algo para nosotros como la presentificación del dolor?”.[6]
Este es su límite, el dolor como límite.
Alejandra no muere de la muerte de todos, sino de la verdadera muerte, con la que tacha su ser. Es una maldición consentida de esa subsistencia que es la del ser humano, subsistencia a costo de la sustracción de sí misma al orden del mundo. Me phynai significa “antes bien, no ser”, palabras que pronuncia Socrates antes de tomar la cicuta, y proponer una ética diferente. “Esta actitud es bella”, dice Lacan en el seminario sobre la ética.[7]
         Alejandra muestra “[…] dónde se detiene la zona límite interior de la relación con el deseo […] esta zona siempre es arrojada más allá de la muerte […]”. [8] La muerte no tiene palabras, el sufrimiento extremo no tiene palabras, el gesto deliberado de morir no tiene palabras. En ese acto, Alejandra plasmó su única posibilidad de salida, su elección: la libertad. Es un sujeto instaurando un lugar, franqueando ese borde… silenciosamente. Marca del vacío, borde del sujeto.
        Esa libertad fue al precio de su propia vida. Se alojó en su propia marca, esa nueva marca nominada por ella como Alejandra.

Alejandra, Alejandra
Debajo estoy yo[9]

                                                                                       

[1] Alejandra Pizarnik: “Silencios”, en Los trabajos y las noches, Ed. Sudamericana, Buenos Aires, 1965.
[2] Alejandra Pizarnik: “La última inocencia”, en La última inocencia y Las aventuras perdidas, Ediciones Botella al mar, Buenos Aires, 1976.
[3] Jacques Lacan: El Seminario, Libro XV: El acto psicoanalítico, clase del 29 de noviembre de 1967, inédito.
[4] Alejandra Pizarnik: “Fragmentos para dominar el silencio”…
[5] Albert Camus: El mito de Sísifo, Ed. Losada, Buenos Aires, 1953.
[6] Jacques Lacan: El Seminario, Libro VII: La ética del psicoanálisis, clase del 16 de diciembre de 1959, versión inédita.
[7] Ibíd., clase del 29 de junio de 1960.
[8] Ibíd.
[9] Alejandra Pizarnik: Poesía completa, Ed. Lumen, Barcelona, 2001, pág. 65.

jueves, 7 de diciembre de 2017

Esa urgencia...por matar al Sujeto. Rolando Ugena

          En primer lugar, felicito a la Sub-Secretaría de Salud Mental y Adicciones de la Municipalidad de Merlo por la organización de esta Jornada, la segunda de una serie que seguro se incrementará, y además agradezco la posibilidad de estar hoy aquí presentando este trabajo en lo que probablemente es mi última participación  luego de 30 años como profesional de este municipio.
Yendo al asunto, quiero partir de un expreso reconocimiento de deuda de los siguientes textos: “Cómo las neurociencias demuestran al psicoanálisis”, de Gérard Pommier; “Por qué el psicoanálisis”, de Elisabeth Roudinesco; “El cerebro y el pensamiento”, de Georges Canguilhem; Sobre la mente de las máquinas y el moterialismo del inconsciente”, de Héctor López, “Biología lacaniana y acontecimiento del cuerpo”, de Jacques-Alain Miller y la conferencia “Qué es un órgano del cuerpo”,que Eric Laurent dictó en 2006 en la Facultad de Psicología de la UBA, la que puede verse en la Mediateca de dicha facultad. De esta bibliografía me serví para dar forma a lo que sigue, lo que es decir que poco de lo que sigue me pertenece, salvo el recorte del cual debo hacerme cargo. Todos ellos, me han ayudado a leer los textos de los neurocientíficos que nombro a lo largo de este trabajo, lo cual también agradezco.
En diciembre de 1980, Georges Canguilhem ofrecía una conferencia hoy famosa, que se publicó luego con el título “El cerebro y el pensamiento”, en la que abordaba una cuestión que en aquél entonces, estaba muy lejos de alcanzar la repercusión que tuvo después: se trata de la analogía cerebro-computadora.
Georges Canguilhem
Allí señalaba que la ciencia del cerebro se inició con Franz Gall, quien ubicaba en el encéfalo y en los hemisferios cerebrales los soportes físicos de las facultades intelectuales y morales[1]. A Gall como a sus discípulos, se los recuerda como los creadores de la frenología, que suponía explicar el carácter de una persona estudiando sus cavidades y protuberancias craneales, nociones con fuertes efectos prácticos en medicina, pedagogía, prevención de la delincuencia e incluso en la consulta matrimonial. Pero cuyo aporte capital fue sobre la psicopatología y las teorías de las localizaciones cerebrales.
Las primeras localizaciones afectaban a los desordenes y la memoria de las palabras. Broca y Charcot confirmaron con sus trabajos sobre la afasia la localización de la función del lenguaje en los lóbulos anteriores del cerebro. En esa “edad de oro de las localizaciones cerebrales”, se trazó el primer mapa topográfico del cerebro que posibilitaría luego la psicocirugía y más tarde la lobotomía.
La neurofisiología del siglo XIX, atravesada por exploraciones del cerebro con la corriente eléctrica y deudora de las localizaciones cerebrales forjó así un esquema conceptual basado en: recepción de estímulos - transmisión y encauzamiento de signos - elaboración de respuestas - y registro de operaciones, un diseño que a partir de la electrónica del siglo XX la computadora intenta imitar.
       
Alan Turing
  S
eguramente le debemos dicha analogía a Alan Turing, el fenomenal matemático y maestro de Cambridge inventor de la “máquina de pensar” que lleva su nombre y que cambió el curso de la Segunda Guerra Mundial al posibilitar descifrar mensajes secretos de los nazis[2]. Pero hoy, los investigadores de la mollera suelen afirmar una analogía entre el cerebro y la computadora que fructifica en hacer equivalente al pensamiento con una secreción químico - robótica.
Jean-Pierre Changeaux por ejemplo, en su libro El hombre neuronal defiende grandilocuentemente la idea del cuerpo máquina.: "De ahora en adelante nada se opone, en el plano teórico, a que las conductas del hombre sean descriptas en términos de actividades neuronales. ¡Es tiempo de que el hombre neuronal entre en escena”.[3] Pareciera como si, a su manera siguiera así a George Cabanis, un médico contemporáneo de la Revolución Francesa que anunciaba que el cerebro segrega orgánicamente el pensamiento análogamente a como el hígado segrega la bilis.
Jean-Pierre
                Changeaux
Ahora bien, ¿es el cerebro una computadora, que trabaja como la máquina de Turing? Ninguna investigación corrobora esa hipótesis. Gérard Pommier en la obra mencionada muestra que el cerebro no funciona como una computadora y sus conexiones cerebrales no tienen nada en común. Mientras que dos computadoras de  igual generación tienen los mismos componentes ensamblados, los elementos de dos cerebros difieren desde el nacimiento y no se parecen ni siquiera si son hermanos gemelos. El cerebro de cada cual es tan único e impredecible como su historia.
Una cuestión con la que tropezaron todos quienes han comparado el cerebro con una computadora, es la de si esa máquina dispone de algún código previo. Si fuera así, ¿quién instala el “software” en ella? Históricamente, el modo de zanjar el asunto no ha sido otro que invocando a un bagaje innato, desde Renée Descartes con la glándula pineal a Noam Chomsky con su teoría de que la gramática de una lengua se localiza en el cerebro. Pero ¿quién dirige el cerebro? ¿Dónde se encuentra el centro de mando? ¿En un cúmulo neuronal? ¿En una súper glándula? ¿En la cisura de Rolando?
En los últimos años ese papel fue adjudicado a los genes, asunto con el cual suele atiborrarse a la opinión pública a través de los medios de comunicación presentando el mapa del genoma humano como el centro de comando general;  y también anunciando casi diariamente el descubrimiento del gen de la psicosis maníaco-depresiva, del autismo, de la homosexualidad, de la anorexia, de la esquizofrenia, del alcoholismo, etc. Pero lo más funesto es que así quedan legitimados experimentos que se llevan a cabo gracias a la colaboración de dudosas estadísticas y auténticas ratas. Cómo señala Laurent, ¡construyen modelos en base a 30 o 40 mil células cerebrales de ratas cuando el ser humano tiene más de 85 billones de células! 
Eric Laurent
El renombrado genetista Richard Lewontin fue uno de quienes recusó en su momento cual­quier papel rector del ADN, el cual no es más que el lugar de ciertas reacciones químicas y cuenta con moléculas absolutamente inanimadas. Decía Lewontin: "El ADN es una molécula muerta entre las menos reactivas, las más químicamente inerte que exis­ta... No tiene ninguna capacidad para reproducirse. Muy por el contrario, es producida a partir de materiales elementales por una compleja maquinaria celular de proteínas (...). No sólo el ADN es incapaz de fabricar copias de sí mismo (...), sino que es incapaz de fabricar cualquier cosa"[4]
Si los genes no son entonces los culpables, si cada secuencia genética reacciona de manera diversa según con que moléculas interactúe, ¿quién dirige a los genes? Algunos conje­turan sobre la auto-organización del encéfalo. Si fuera así,  ¿de dónde obtendría el encéfalo el "modelo"?
Canguilhem va al hueso: un sistema únicamente puede comprender a otro si es más complejo; entonces ¿el cerebro podrá descifrar sus propios secretos, incluso con la ayuda de la más poderosa de las computadoras?, ¿será capaz de comprenderse a sí mismo? Y agregaba Canguilhemuna cosa es el cálculo o el tratamiento de datos según las instrucciones, y otra es la invención de un teorema. Calcular la trayectoria de un cohete espacial requiere del ordenador. Formular la ley de la atracción universal es una hazaña que no lo requiere”.
Sí, parece difícil imaginar a una computadora inventando una función matemática. ¿Les ocurrirá algún día igual que a Jules-Henri Poincaré? El gran matemático dice que luego de mucho trabajo poco fructífero con un asunto estaba volviendo a la ciudad de Caen y “Las peripecias del viaje me hicieron olvidar mis trabajos matemáticos; y en el instante de poner el pie sobre el estribo, me asaltó la idea, sin que al parecer me hubiesen preparado para ellos mis pensamientos anteriores, de que las transformaciones usadas por mí para definir las funciones fuchsianas eran idénticas a la de la geometría no euclideana. De vuelta a Caen, con la mente despejada, comprobé el resultado para descargo de mi conciencia” [5]     
 El mencionado Changeaux dice también en El hombre neuronal: "Tanto la facultad de gozar como la de sufrir están inscriptas en nuestras neuronas y en nuestras sinapsis…muy a menudo estas señales son péptidos: beber con la angiotensina II, comer con la colecistoquinina, ha­cer el amor con la LHRH…Algunos millares de neuronas, un punto preciso del hipotálamo, deciden en definitiva el equilibrio enérgico del hombre...y de la perpetuación de la especie", es que para Changeaux las Tablas de la Ley están inscriptas en el ADN y los cromosomas”.
Otro investigador, Francis Crick se despacha de la siguiente manera: "nuestras alegrías y nuestras penas, nuestros recuerdos y nuestras ambiciones, nuestro sentido de una identidad personal y libre arbitrio no son más que el resultado de vastos conjuntos de neuronas y de sus moléculas asociadas”
¿Será entonces que los actos humanos resultan de esas reacciones internas? ¿la amargura tiene su causa en una enzima y no en un amor desdichado o la muerte de alguien cercano y querido?
Elisabeth Roudinesco
Elisabeth Roudinesco escribe: si la causa exclusiva del suicidio residiera no en una decisión subjetiva, un pasaje al acto o un contexto histórico, sino en una producción anormal de serotonina considerada como la causa única del sui­cidio, ¿qué diría Cleopatra?, ¿y qué pensaría Sócrates, de borrar en nombre de la química biológica, el carácter trágico de un acto como el suicidio?.
Para Jean-Didier Vincent no hay duda alguna: es entre la prolactina, la luliberina y la dopamina que acontece lo primordial del deseo[6].
Por supuesto, no es posible consumar la sexualidad en ausencia de algunas condiciones fisiológicas, físicas o químicas etc.; pero, ¿esas  condiciones son la causa del deseo? ¿es el deseo un asunto de hormonas? Como señala irónicamente Pommier: “¿Es la luliberina la que impone el matrimonio? ¿Y la notamina, la unión libre?... ¿Se en­contrará algún día la hormona del fetiche y el gen del tacón de aguja?” [7]
Podríamos continuar largo rato recortando aseveraciones como las ya mencionadas. O recorrer los nuevos y maravillosos procedimientos de diagnóstico por imágenes, que hoy nos muestran que cuando un bebe ve a su madre su cerebro se ilumina totalmente, pero si se trata de un desconocido solamente brilla una parte; también que cuando imaginamos un gesto las áreas cerebrales relacionadas con él brillan como si hubiera sido realizado, y si recordamos una escena otra área cerebral se activa como si estuviéramos percibiéndola.
Pero la memoria humana dista mucho de la acumulación de datos, que es específico de las computadoras. Los recuerdos están muy lejos de ser pasivos; no reproducen el pasado ya que la memoria es creativa y esos recuerdos cambian según la edad y los acontecimientos vividos. Incluso, registra y atesora algún hecho para olvidar otro.
¿Cuál es entonces la cuestión con todo esto? ¿Debemos maldecir, protestar, quejarnos, hablar entre dientes contra  esas investigaciones y rechazar sus aportes?
POR SUPUESTO QUE NO!
En primer lugar porque muchas de esas investigaciones culminan en descubrimientos que eliminan o disminuyen el sufrimiento y sería de una enorme miopía desconocerlo; como sería también una gran injusticia no reconocer la acción de medicamentos como la L. Dopa sobre el Parkinson y la clorpromazina en la esquizofrenia. El papel de los psicotrópicos es decisivo y no puede discutirse ni el alivio ni el beneficio que aportan; constituyen un importante progreso y han contribuido a un cambio notable en el panorama del sufrimiento psíquico, permitiendo que queden en el olvido tratamientos inútiles y muchas veces brutales.
Pero si bien la acción de ciertas drogas puede suprimir un delirio, aliviar la depresión, la angustia y la ansiedad o evitar un exceso de padecimiento ¿podemos esperar que lo logrado sobre los síntomas se extienda a la causa de los trastornos?
Todos los trabajos que mencioné al principio y de los cuales me he servido, identifican claramente esos logros. Pero... pero... pero…
¡Pero tomar la condición por la cau­sa es un grave vicio metodológico! Incluso, ¡es un sueño, el de liberarse de la subjetividad! Ni los genes determinan al humano ni el cerebro es una computadora cuya codificación está dictada por ese aparato genético.
Ahora bien, el despla­zamiento es constante: el mediador (condición necesaria) es propuesto como causa (condición suficiente). Un error de método que lleva a que, por ejemplo, ¡el hambre y la sed resulten de un neurotransmisor de la sensación y no de la falta de agua o de alimento! Esa flaqueza de método consiste en tomar el medio por la causa, y el órgano de transmisión por un puesto de mando.
Obvio: sin actividad cerebral no hay pensamiento, pero ¿se puede afirmar que el cerebro produce pensamiento solo en función de su actividad química, sin relación con el contexto social, cultural e histórico en el cual se produce?
            En un razonamiento casi sofístico, plantean que si un gen posibilita la producción de cierta proteína, y dicha proteína permite la realización de alguna actividad muscular, esa actividad será considerada determinada genéticamente. La subjetividad, la intencionalidad, los afectos, la motivación, las emociones quedan de lado, dicen, provisoriamente. Creen incluso posible descubrir la formula química no sólo de la conciencia, sino también de “la conciencia de la conciencia”.
Pero no todos proponen tales excesos. Hay otros biólogos, más honestos y menos fanáticos que mantienen su reticencia a deducir la conciencia de una ciencia del cerebro, aún si se la fortalece con el recurso de las computadoras. Por ejemplo Gerald Edelman, neurobiólogo norteamericano y premio Nobel de medicina quien, además de considerar que el inconsciente freudiano sigue siendo una noción indispensable para la comprensión de la vida psíquica del hombre, señala que lo que está en juego en esta moderna mitología cerebral no es otra cosa que la resistencia de los expertos a su propio inconsciente.[8]
El organismo es desmontado sin que se plantee la cuestión del sujeto que lo mora. Las máquinas llamadas inteligentes producen relaciones entre datos que se les aportó, pero sin poder tomar en cuenta el sentido; para el sujeto, en cambio, es posible jugar con esos datos, crear, embaucar, inventar, trampear.
Son investigaciones que relanzan un sueño que la humanidad anheló y urdió desde la antigua Grecia: el hombre máquina. Tal vez por eso, independientemente de sus descubrimientos, nada les molesta tanto como el sujeto, y cuando tratan la cuestión del centro de decisión plantean el problema de tal manera que impiden resolverlo; como señala Pommier, si existiese una "causa orgánica del sujeto", ya sea hormonal, genética o cerebral, el sujeto sería objetivado y así, anulado. Si el término sujeto tiene un sentido, la subjetividad no es computable ni puede ser programada ni redu­cida a un sistema físico-químico.
Esa es la urgencia a la cual nos enfrentamos hoy: aportar una respuesta a la ferocidad mortífera de una ideología que sueña con reducir el pensamiento a un mecanismo químico-cerebral y a erradicar la reflexión y la investigación sobre lo que atormenta  de la sexualidad y de la muerte.
"Un día -escribe Gerald Edelman-, los profesionales más importantes de la psicología cognitiva y los neurobiólogos empíricos más arrogantes comprenderán al fin que fueron víctimas, sin saberlo, de una estafa intelectual.”
A pesar de la existencia y de los afortunados efectos de algunos mediadores químicos, a pesar de las perspectivas abiertas por algunos descubrimientos en neuroendocrinología, no ha llegado aún el momento para anunciar, a la manera de Cabanis, que el cerebro secreta al pensamiento como el hígado la bilis.



[1] Gall  Franz-Joseph, “Anatomía y fisiología del sistema nervioso en general y del cerebro en particular”, 1810
[2] Un film, “Código Enigma”, del año 2011 narra esa historia de manera interesante.
[3] Changeaux Jean –Pierre, “El hombre neuronal”, Espasa Calpe, Madrid, 1986
[4]  Lewontin Richard, "The Dream of the Human Genom", New York Review of Books, 1992, p. 31-40)., citado por Pommier.
[5] El legado de Henri Poincaré al siglo XX, Ed. Losada, 1944, página 72
[6] Vincent Jean-Didier, Bivlogie despassions, Paris, Odile, Jacob, 1999, p. 160, citado por Pommier en obra citada
[7] Pommier Gerard, obra citada, página 241
[8 Edelman Gerard, Biología de la conciencia, 1992.