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miércoles, 19 de noviembre de 2014

El afecto del significante. Rolando Ugena


Nos reúne la imprescindible, pero nada fácil tarea de trabajar respecto de la dificultad. Problema que en nuestra práctica, la de los psicoanalistas, es cuestión cotidiana, nudo renovado cada vez que alguien nos habla. Porque hablar, tanto como escuchar, no puede no afectar.

Pero ¿qué es afectar? El prestigioso Diccionario María Moliner, dice sobre este término tan fuertemente polisémico:

* Mostrar un sentimiento, actitud o manera de ser que no se tienen o no se tienen en la medida en que se muestran, aparentar, simular.

* Tomar o tener forma o apariencia de cierta cosa, adoptar.

* Producir efecto en una cosa determinada, influir, o producir un efecto perjudicial en algo, dañar.

* Emocionar o emocionarse, dolorosamente una persona.

También aplicar una cosa a otra sobre la que hace cierto efecto, unir una cosa a otra de la cual pasa a formar parte.

* Destinar algo o a alguien a cierta función o servicio, adscribir;

y finalmente, apetecer y procurar alguna cosa con ansia y ahínco.

Partiendo de considerar la transferencia analítica como una consecuencia precisa del saber inconsciente, por lo cual cualquier significante potencialmente puede tener efecto tanto en quien habla como en quien escucha, me parece importante en esta ocasión tomar el término afectar en el sentido de sentimiento, emoción por cuanto alude a la posición de semblante del analista, y también en el de destino, localización en tanto que a partir del despliegue de lo inconsciente, se encontrará indefectiblemente afectado a algún lugar.

Incluso a pesar de su voluntad, por el hecho de estar ahí dejando hablar al otro, escuchando lo reprimido, que está en el decir, tomará en el dispositivo la posición de semblante, lo quiera o no, sin siquiera gran esfuerzo de su parte, puesto que ello es inherente a ese decir y aparece como derivada de la producción de la palabra.

Eso ocurre y puede resultar mejor estar al tanto, porque para que la función analista se compruebe eficaz, será necesario que se deje afectar sin pretender comprender, sin ansiar parecer inteligente, haciéndose incluso muchas veces el tonto. Destinado a ese lugar, en cierta posición respecto del significante, del afecto y del objeto, como el pescador que lanza la caña sin estar al corriente de si hay peces en el agua, hará su apuesta incauto, aceptando ser engañado por la transferencia dejándola jugar.

Si son hoy lo suficientemente pacientes conmigo autorizándome una analogía un poco burda, y me permiten compararlo con una partida de ajedrez, el analista sería al mismo tiempo, pieza y jugador de un lance en el cual no podrá tomar parte sin ser afectado por lo que el analizante ignora acerca de lo que dice, concernido no pocas veces hasta en el cuerpo, que soporta y responde respecto de lo reprimido.

Porque hablar o escuchar tienen un efecto sobre el cuerpo, efecto inherente al decir y al sentido, afecto del significante que hace llorar o reír, amar u odiar.

Si como lo propone Gerard Pommier en “Transferencia y estructuras clínicas”[1], en lo que me parece una exacta definición, el afecto es lo que responde del significante sin responder al significante, la consecuencia no será menor: el acto del analista será siempre anterior a su comprensión, su cálculo será forzosamente retroactivo, porque hay un retraso inevitable respecto a cualquiera de nuestros actos de palabra, que van siempre por delante nuestro, una mora para comprender lo que nosotros mismos hemos dicho.

Tal vez más tarde, cuando escriba algunas notas, cuando intente recordar alguna palabra, o en la sesión siguiente, o en el momento de supervisar o cuando lo comente con un colega o con su pareja, podrá darse cuenta de lo que ocurre y de cómo fue tomado en la transferencia pero siempre con alguna demora.

Estas consideraciones sobre el afecto y el significante, rozan cuestiones clínicas que a partir de la regla fundamental, la asociación libre, se recrean en cada sesión. Siendo lo inconsciente de un significante lo que dará el afecto, un analista soportará muy bien, por ejemplo, ser identificado a un hermano, pero rechazará serlo a un padre; o no hará obstáculo a ser identificado a una madre, pero sí a un desecho expulsado, etc. Y en ese momento dirá o hará algo que provocará que el otro se vaya y no vuelva.

También remite a problemas teóricos decididamente actuales. Establecer una separación tajante entre, el significante como lo que interesa al sentido, y el afecto como aquello que atañe al objeto, amputar el afecto del significante, no parece la mejor forma de situar lo afectivo respecto de lo intelectual, más aún si de lo que se trata es de un trabajo acerca de lo inconsciente, lo cual está muy lejos de ser un juego intelectual.

¿Hay separación entre afecto y significante ?, ¿Qué hay entre ambos? o como señala Pommier, ¿el afecto del significante es otro significante, pero reprimido?. ¿Qué permite distinguirlos, entonces sino la represión?. Así, oponer afecto y significante implica ignorar la represión y que sólo es posible localizar el afecto de una manera eficaz mediante el significante. Por ello dichas dicotomías y oposiciones están fuera de lugar, y cualquier teoría que privilegie alguno de esos asuntos en detrimento de los otros, estará dejando de lado el camino de la cura.

De igual manera tiene consecuencias sobre aquello que sostiene el discurso analítico, es decir su ética, la cual condiciona la realidad misma de la transferencia respecto de lo inconsciente. Una ética que no participa de la pretensión del no saber histérico-socrático, sino más bien de dejarse sorprender por algo del orden de un saber que tiene efectos. Porque el analista no sólo tiene el papel de hacer lugar a la identificación de la transferencia, sino también de hacerla caer en el momento propicio.

Y será gracias a su propio análisis que podrá soportar la transferencia en relación con las identificaciones que le sean prestadas cada vez, pero también de no impedir que caiga.
Julia Kristeva
Finalmente, un agradecimiento a Diana Nicoletti, por haber puesto en mis manos un texto absolutamente excepcional que no conocía, “Sentido y sinsentido de la revuelta”,[2] de J. Kristeva, en el cual a partir fundamentalmente del trabajo de Freud “Contribución a la concepción de las afasias”, y también el “Proyecto de una psicología para neurólogos”, retoma una cuestión que, cito a Kristeva “retorna hoy junto con el cognitivismo y con la atención prestada a lo biológico, pero se recupera desdichadamente en una concepción monista de las operaciones mentales”: el papel de la facilitación y del aspecto energético de los representantes psíquicos en lo que Freud denominaba el “aparato de lenguaje”. A quién no haya podido acercarse a él, me permito recomendarle fervorosamente su lectura.


[1] Gerard Pommier, Transferencia y Estructuras Clínicas, Ediciones Kliné, 1999


[2] Julia Kristeva, Sentido y sinsentido de la revuelta. Literatura y psicoanálisis, Eudeba, 1998

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