A cuarenta años de
su muerte, presento este trabajo sobre el pasaje al acto de la poetisa
argentina Alejandra Pizarnik, como un deseo de inscribir algo de su trágica
muerte.
Su
vida, su obra, tantas veces comentada sin atender al misterio central que a ella la animaba. Como siempre el
malentendido funda y en una poeta maldita como ella aún más. “Se diría que una
generación de malentendidos nos coloca ante un foso de perplejidades acerca del
verdadero alcance de su vida y de su obra”. (I. Bordelois)
Al borde del mismo
foso que Hamlet, recupera su vida en relación al falo, Alejandra no retoma su relación subjetiva con
el falo sino que apresura un final que la lleva a caer de la escena.
El pasaje al acto como acto logrado: el suicidio. Es
una salida intempestiva de la escena, provoca el asombro, la intriga, la
sorpresa frente a los móviles que pueden conducir a que alguien
decida interrumpir su existencia. El suicidio siempre concita preguntas tales como:
¿por qué se suicidó? ¿Qué lo llevó o
empujó a ese acto? ¿Se pudo haber hecho algo para que no sucediera? ¿Por
qué no se escuchó o se estuvo más atento? Podemos
decir que el suicidio crea cierta incomodidad, que incluso nos hace sentir angustia y culpa.
En un atardecer de abril
de 1934, un barco traía a una joven pareja de la Rusia natal: Rosa o Rejzla Bromiker de Pizarnik (fallecida
en enero de 1986) y Elías Pizarnik (fallecido en febrero de 1987). Rosa estaba
embarazada de Miriam, la hermana mayor de Alejandra… escapaban del estalinismo.
Las raíces eran polacas, esa era la lengua, junto con el
idish que hablaban los Pizarnik. En realidad, su verdadero apellido era
POZHARNIK, pero para los oídos poco cultivados de los empleados de inmigración, ingresaron como Pizarnik. Se radicaron en
Avellaneda, provincia de Buenos Aires.
Desde muy pequeña, empezó a arder en Alejandra la
inclinación por la literatura, hasta convertirse en incendio, pasión que arrasó
su vida, dejando una de las obras poéticas más importantes.
La metáfora del fuego no es gratuita –pozhar en ruso quiere decir “incendio”,
quizá marca el desborde que signa la vida, la palabra y la escritura de
Alejandra POZHAR-NIK. El fuego de su apellido originario se apagó con cincuenta
pastillas de seconal.
Fue lo que vieron sus amigos al entrar al
departamento de la calle Montevideo… desolación:
No quiero ir nada más que
hasta el fondo.
Todo se había consumado en la madrugada del 25 de septiembre
de 1972. Tenía apenas 34 años cuando se mató.
Alejandra era: Buma, Flora, Blímele, Alejandra, Sasha, cinco
nombres y el mismo desamparo.
Buma: así la llamaban sus padres y el círculo íntimo,
el mundo de la infancia y parte de la adolescencia.
Flora: en la escuela secundaria. Alumna inquieta,
desenfrenada y discutidora. Fue en la época en que mantenía feroces peleas con
su madre porque no era el ideal, como lo era su hermana, rubia, bonita, exitosa.
Blímele: para sus
maestros del shule. Recibe una
excelente formación de los pestalocianos, hombres y mujeres inmigrantes
formados en Europa, librepensadores que enseñaban a los hijos de inmigrantes a
leer y escribir.
Alejandra: como contraseña de lo que era su propia vocación: la poesía, máscara de fuego
y de horror que la delatará toda su vida.
Sasha: el nombre más secreto, con el olor a los bosques
helados de la Ucrania paterna. Diminutivo de Alejandra, pidió ser llamada así al final de sus días, como último
disfraz del desamor.
La conmoción de Alejandra comienza en la adolescencia.
De niña era gordita y asmática. Tenía la certeza de ser una chica fea y gorda.
Vivió matándose de hambre, consumiendo adelgazantes que contenían anfetaminas
(por entonces eran de venta libre). Se hizo adicta a ellos y descubrió
que le daban una lucidez especial para escribir y vivir de noche. Ella nunca se
sintió parte de este mundo.
A
los 14 comenzó a marcarse más una leve
tartamudez al empezar a hablar, hablaba de una
manera especial arrastrando los finales y su voz era de catacumba, esto,
fue metamorfoseándose en una forma de hablar extranjerizada, con una oratoria
acerada y puntual que fascinaba al escucha. Su voz seducía, hablaba
literalmente desde otro lado del lenguaje, cambiando los acentos descomponía
joyceanamente las palabras, las frases, el lenguaje.
Había dos Alejandras: “Una criatura
llena de desamparo, silenciosa, infantil
en su desaforada demanda, desolada por el
desamor, siempre al borde de las
experiencias límites, fascinada por la
muerte”. Se preguntaba de dónde venía la fuerza que la llevaba a escribir.
Según ella, provenía de un estado sonámbulo de los límites verdaderos, de la
muerte. Muchas veces creaba límites ficticios, parecidos a la muerte, porque “el
arte puede parecerse a la muerte” decía.
La otra, era una mujer casi salvaje, con un corrosivo y encantador manejo del
humor, dinámica, lucida, sus gestos
desfachatados y una brutal soltura que podía exasperar, y que tantas veces
deslumbro a sus interlocutores.
La imagen anticonvencional que desde
jovencita empezó a cultivar tendía a valorizar las diferencias, punto de
clivaje y de arranque para la construcción del personaje al que nominaría “Alejandra”, ignorándose por qué abandonó su propio
nombre: Flora.
Dijo Rimbaud: “Yo es otro”. Y Flora se
creó “otra” en la escritura, adoptando una
estética y un modelo particular. Así definió en
1962 a la poesía: “La poesía es el lugar donde todo sucede. A semejanza
del amor, del humor, del suicidio y de todo acto subversivo, la
poesía se desentiende de lo que no es su libertad o su verdad”.
Resulta un puente
necesario entre el personaje tragico que ella encarnó y su presencia androgina…
superar lo paradojico, es lo poético.
Lo que cifra la escritura de Alejandra es ese fuego de la muerte que siempre
la abrasaría, como una obsesión,
preguntándose por el sentido de la vida.
Viajo a Paris allí
se hizo amiga de Ivonne Bordelois de Cortazar. Juan Jacobo Bajarlía la
introduce en el mundo de la vanguardia, se contacta con Oliverio Girondo,
conoce a Olga Orozco.
“La ultima
inocencia” es un libro de poemas que se lo dedica a Leon Ostrof su analista por
esa época.
Nunca pudo superar el desamparo: “He
crecido completamente sola, estoy separada de la vida”… y su tema… su tema… en
un poema dice…
Silencios
La muerte siempre al lado
Escucho su decir
Sólo me oigo.[1]
Este poema abre a su subjetividad y
a su cara con la muerte, motivo de su pavor, objeto seductor y enigmático. A Alejandra
no le quedaba más salida que la atopía, desde donde nos interroga, punto
enigmático del deseo de muerte de esta mujer, que no puede ser tomado como una
tendencia melancólica o depresiva.
En 1970 intoxicada
de anfetaminas es internada en el Hospital Piñeyro. La vida concreta es lejana
a ella, padecia de una invalidez total frente a este mundo.
Movida por la
atopía a interrogar al amo, hace testimoniar al Otro, al costo de su vida, en
ese acto que la dignifica. El suicidio parece ser la única alternativa frente
al acorralamiento de una jugada en la que se ha perdido de antemano y a la que
ella se dirige como si fuera su destino.
Partir en cuerpo y alma
Partir
Partir
Deshacerme de las miradas
Piedras opresoras
Que duermen en la garganta.
He de partir
No más inercia bajo el sol
No más sangre anonada
No más fila para morir.
He de partir
Pero arremete ¡viajera![2]
Alejandra quería ir hasta el fondo,
para ella el cuerpo era hacer “el cuerpo del poema con mi cuerpo”. Poesía y cuerpo fusionados, el acto de la escritura le daba cuerpo, le
hacía un cuerpo.
La muerte del padre la golpea
fuertemente y la escritura no alcanza para soportar ese real; se desbarranca. En 1970 tiene su primer intento de suicidio,
pasaje al acto que se transforma en acto fallido.
Trasgresora del lenguaje las
palabras ya no le eran útiles.
Su escritura se vuelve procaz,
obscena, delirante. Sufre una serie de desencuentros que truncan la posibilidad
de que haga lazo social. Al mismo tiempo que se aísla,
se aferra a los amigos en una demanda atroz, entra en una ansiedad extrema.
Pero lo que realmente la saca “de la escena” es el rechazo a su nueva forma
de escritura, no sólo por sus editores, sino por sus propios pares.
En La bucanera y El infierno musical
se vuelve trasgresora, se torna joyceana, hace estallar al sujeto, en su
escritura. No reconoce al lenguaje como su morada, lo deriva de asociación en
asociación, mientras la muerte reina,
roza el habla de la locura y el tráfico verbal.
Sus amigos también rechazan esa
nueva forma de escribir y eso la deja girando… vacía, sin amarre, no pudiendo inscribirse en su escritura. Negándose
a forcluir su marca en la escritura, ella es ahí pura letra que intenta hacer
escritura. Rehusándose a renegar su huella sobre el cuerpo, actúa –en el sentido de la fuerza que le
da Goethe a la frase de Fausto cuando
le hace decir: “En el inicio era el acto”.
Cuando el sujeto en una elección forzada elige ser la
marca, como opción le queda el “yo no pienso”. A la izquierda Lacan escribe el
pasaje al acto, pero lo que ahí se juega es la instauración del sujeto: “El sujeto reencontrará su presencia
en tanto que renovada más allá del pasaje del acto, pero nada más que eso”.[3]
El
pasaje al acto no es idéntico al suicidio. Al
realizar el pasaje acto, el sujeto se sustrae al gran Otro, está afuera del
campo de lo simbólico, “no hay palabras”. Al ser el suicidio un acto logrado,
no es que falte en lo simbólico, sino que está fuera de ese campo. El suicidio
en tanto pasaje al acto tiene que ver con un borde; el franqueamiento de
ese borde, de ese límite, es silencioso,
sale del lenguaje, es el acto logrado, es una salida de la escena.
El pasaje al acto da la satisfacción al precio de la
propia vida como último modo de interrogar al Otro, de interrogarlo y de
decirle a la vez NO. Intento de corte, corte que tiene efecto de sujeto, que sitúa un lugar donde alojarse.
“Cuando a la casa del lenguaje se le
vuela el tejado […]”, ¿qué le queda al poeta que lo soñó como morada sino
morir?[4]
Para Flora Pizarnik, la escena se le
anunciaba en esas cartas que en su niñez llegaban de Europa, una tras otra, siempre
anunciando la muerte de algún familiar en los campos de concentración.
El estar habitado por el lenguaje hace
al asesinato de la cosa. Esto se redobla en Alejandra, quien se enfrenta una y
otra vez a la página en blanco, al des-ser, interrogándose e interrogando
a la muerte, siempre presente, a la que intenta detener con el trazo, con la
letra, letra que le hace cuerpo, cuerpo que le hace poema, “haciendo el cuerpo
del poema con mi cuerpo”.
Cuando deja de hacer lazo con su
escritura, elige la pintura para anudar lo pulsional desintrincado y así religarse
a la vida. La pulsión de muerte desanudada la arrasa, cae sobre el yo
provocando una abolición subjetiva, lo unheimlich está presente como el
objeto está presente, triunfal. Como dice Camus: “Un acto como este se prepara
en el silencio del corazón, lo mismo que una gran obra”.[5]
Cuando su escritura no es reconocida, cuando no hay lazo que la sostenga, el
desenlace de la escena final la ordena.
El domingo la visita su amiga Orozco
y encuentra su casa totalmente ordenada. Todo
fluye natural, sin indicio del tenso e inminente final. Esa noche, llamó y llamó infructuosamente, sin que en su voz se
notara urgencia, su desolación. Se cerraba ante ella el hachazo brutal, que ya había sido cometido. Alejandra había
perdido su morada.
Cuando Lacan habla del dolor
petrificado, dice: “¿Es
que no hay en lo que hacemos nosotros mismos del reino de la piedra, en tanto
no la dejamos ya rodar, en tanto la enderezamos, en tanto hacemos ese algo que
detiene como es una arquitectura, es que no hay en la arquitectura misma algo
para nosotros como la presentificación del dolor?”.[6]
Este es su límite, el dolor como límite.
Alejandra no muere
de la muerte de todos, sino de la verdadera muerte, con la que tacha su ser. Es
una maldición consentida de esa subsistencia que es la del ser humano,
subsistencia a costo de la sustracción de sí misma al orden del mundo. Me phynai significa “antes bien,
no ser”, palabras que pronuncia Socrates antes de tomar la cicuta, y proponer
una ética diferente. “Esta actitud es bella”, dice Lacan en el seminario sobre
la ética.[7]
Alejandra muestra “[…] dónde
se detiene la zona límite interior de la relación con el deseo […] esta zona
siempre es arrojada más allá de la muerte […]”. [8]
La muerte no tiene palabras, el sufrimiento extremo no tiene palabras, el gesto deliberado de morir no tiene palabras. En ese acto, Alejandra plasmó su única
posibilidad de salida, su elección: la libertad. Es un sujeto instaurando un
lugar, franqueando ese borde…
silenciosamente. Marca del vacío, borde del sujeto.
Esa libertad fue al precio de su propia vida.
Se alojó en su propia marca, esa nueva marca nominada por ella como Alejandra.
Alejandra, Alejandra
Debajo estoy yo[9]
[1] Alejandra Pizarnik: “Silencios”, en Los trabajos y las noches, Ed.
Sudamericana, Buenos Aires, 1965.
[2] Alejandra Pizarnik: “La última inocencia”, en La última inocencia y Las aventuras perdidas,
Ediciones Botella al mar, Buenos Aires, 1976.
[3] Jacques Lacan: El Seminario, Libro XV: El acto psicoanalítico, clase del 29 de
noviembre de 1967, inédito.
[6] Jacques Lacan: El Seminario, Libro VII: La ética del psicoanálisis, clase del 16
de diciembre de 1959, versión inédita.