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lunes, 12 de marzo de 2018

El pasaje al acto de Alejandra Pizarnik. Leonor Pagano





A cuarenta años de su muerte, presento este trabajo sobre el pasaje al acto de la poetisa argentina Alejandra Pizarnik, como un deseo de inscribir algo de su trágica muerte.
          Su vida, su obra, tantas veces comentada sin atender al misterio central  que a ella la animaba. Como siempre el malentendido funda y en una poeta maldita como ella aún más. “Se diría que una generación de malentendidos nos coloca ante un foso de perplejidades acerca del verdadero alcance de su vida y de su obra”. (I. Bordelois)
      Al borde del mismo foso que Hamlet, recupera su vida en  relación al falo,  Alejandra no retoma su relación subjetiva con el    falo sino que apresura un final que la lleva a caer de la escena.
El pasaje al acto como acto logrado: el suicidio. Es una salida intempestiva de la escena, provoca el asombro, la intriga, la sorpresa frente a los móviles que pueden conducir a que alguien decida interrumpir su existencia. El suicidio siempre concita preguntas tales como: ¿por qué se suicidó? ¿Qué lo llevó o empujó a ese acto? ¿Se pudo haber hecho algo para que no sucediera? ¿Por qué no se escuchó o se estuvo más atento? Podemos decir que el suicidio crea cierta incomodidad, que incluso nos hace sentir angustia y culpa.
En un atardecer de abril de 1934, un barco traía a una joven pareja de la Rusia natal: Rosa o Rejzla Bromiker de Pizarnik (fallecida en enero de 1986) y Elías Pizarnik (fallecido en febrero de 1987). Rosa estaba embarazada de Miriam, la hermana mayor de Alejandra… escapaban del estalinismo.
Las raíces eran polacas, esa era la lengua, junto con el idish que hablaban los Pizarnik. En realidad, su verdadero apellido era POZHARNIK, pero para los oídos poco cultivados de los empleados de inmigración, ingresaron como Pizarnik. Se radicaron en Avellaneda, provincia de Buenos Aires.
Desde muy pequeña, empezó a arder en Alejandra la inclinación por la literatura, hasta convertirse en incendio, pasión que arrasó su vida, dejando una de las obras poéticas más importantes.
La metáfora del fuego no es gratuita –pozhar en ruso quiere decir “incendio”, quizá marca el desborde que signa la vida, la palabra y la escritura de Alejandra POZHAR-NIK. El fuego de su apellido originario se apagó con cincuenta pastillas de seconal.
Fue lo que vieron sus amigos al entrar al departamento de la calle Montevideo… desolación:

No quiero ir nada más que hasta el fondo.

Todo se había consumado en la madrugada del 25 de septiembre de 1972. Tenía apenas 34 años cuando se mató.
Alejandra era: Buma, Flora, Blímele, Alejandra, Sasha, cinco nombres y el mismo desamparo.
Buma: así la llamaban sus padres y el círculo íntimo, el mundo de la infancia y parte de la adolescencia.
Flora: en la escuela secundaria. Alumna inquieta, desenfrenada y discutidora. Fue en la época en que mantenía feroces peleas con su madre porque no era el ideal, como lo era su hermana, rubia, bonita, exitosa.
Blímele: para sus maestros del shule. Recibe una excelente formación de los pestalocianos, hombres y mujeres inmigrantes formados en Europa, librepensadores que enseñaban a los hijos de inmigrantes a leer y escribir.
Alejandra: como contraseña de lo que era su propia vocación: la poesía, máscara de fuego y de horror que la delatará toda su vida.
Sasha: el nombre más secreto, con el olor a los bosques helados de la Ucrania paterna. Diminutivo de Alejandra, pidió ser llamada así al final de sus días, como último disfraz del desamor.
La conmoción de Alejandra comienza en la adolescencia. De niña era gordita y asmática. Tenía la certeza de ser una chica fea y gorda. Vivió matándose de hambre, consumiendo adelgazantes que contenían anfetaminas (por entonces eran de venta libre). Se hizo adicta a ellos y descubrió que le daban una lucidez especial para escribir y vivir de noche. Ella nunca se sintió parte de este mundo.
A los 14 comenzó a marcarse más una leve tartamudez al empezar a hablar, hablaba de una manera especial arrastrando los finales y su voz era de catacumba, esto, fue metamorfoseándose en una forma de hablar extranjerizada, con una oratoria acerada y puntual que fascinaba al escucha. Su voz seducía, hablaba literalmente desde otro lado del lenguaje, cambiando los acentos descomponía joyceanamente las palabras, las frases, el lenguaje.
Había dos Alejandras: “Una criatura llena de desamparo, silenciosa, infantil en su desaforada demanda, desolada por el desamor, siempre al borde de las experiencias límites, fascinada por la muerte”. Se preguntaba de dónde venía la fuerza que la llevaba a escribir. Según ella, provenía de un estado sonámbulo de los límites verdaderos, de la muerte. Muchas veces creaba límites ficticios, parecidos a la muerte, porque “el arte puede parecerse a la muerte” decía.
La otra, era una mujer casi salvaje, con un corrosivo y encantador manejo del humor, dinámica, lucida, sus gestos desfachatados y una brutal soltura que podía exasperar, y que tantas veces deslumbro a sus interlocutores.
La imagen anticonvencional que desde jovencita empezó a cultivar tendía a valorizar las diferencias, punto de clivaje y de arranque para la construcción del personaje al que nominaría Alejandra”, ignorándose por qué abandonó su propio nombre: Flora.
Dijo Rimbaud:Yo es otro”. Y Flora se creó “otra en la escritura, adoptando una estética y un modelo particular. Así definió en 1962 a la poesía: “La poesía es el lugar donde todo sucede. A semejanza del amor, del humor, del suicidio y de todo acto subversivo, la poesía se desentiende de lo que no es su libertad o su verdad.
Resulta un puente necesario entre el personaje tragico que ella encarnó y su presencia androgina… superar lo paradojico, es lo poético.
Lo que cifra la escritura de Alejandra es ese fuego de la muerte que siempre la abrasaría, como una obsesión, preguntándose por el sentido de la vida.
Viajo a Paris allí se hizo amiga de Ivonne Bordelois de Cortazar. Juan Jacobo Bajarlía la introduce en el mundo de la vanguardia, se contacta con Oliverio Girondo, conoce a Olga Orozco.
“La ultima inocencia” es un libro de poemas que se lo dedica a Leon Ostrof su analista por esa época. 
Nunca pudo superar el desamparo: “He crecido completamente sola, estoy separada de la vida”… y su tema… su tema… en un poema dice…

Silencios


La muerte siempre al lado
Escucho su decir

Sólo me oigo.[1]

Este poema abre a su subjetividad y a su cara con la muerte, motivo de su pavor, objeto seductor y enigmático. A Alejandra no le quedaba más salida que la atopía, desde donde nos interroga, punto enigmático del deseo de muerte de esta mujer, que no puede ser tomado como una tendencia melancólica o depresiva.
En 1970 intoxicada de anfetaminas es internada en el Hospital Piñeyro. La vida concreta es lejana a ella, padecia de una invalidez total frente a este mundo.
Movida por la atopía a interrogar al amo, hace testimoniar al Otro, al costo de su vida, en ese acto que la dignifica. El suicidio parece ser la única alternativa frente al acorralamiento de una jugada en la que se ha perdido de antemano y a la que ella se dirige como si fuera su destino.





Partir en cuerpo y alma

Partir

Partir

Deshacerme de las miradas

Piedras opresoras

Que duermen en la garganta.

He de partir

No más inercia bajo el sol

No más sangre anonada

No más fila para morir.
He de partir


Pero arremete ¡viajera![2]

Alejandra quería ir hasta el fondo, para ella el cuerpo era hacer “el cuerpo del poema con mi cuerpo”. Poesía y cuerpo fusionados, el acto de la escritura le daba cuerpo, le hacía un cuerpo.
La muerte del padre la golpea fuertemente y la escritura no alcanza para soportar ese real; se desbarranca. En 1970 tiene su primer intento de suicidio, pasaje al acto que se transforma en acto fallido.
Trasgresora del lenguaje las palabras ya no le eran útiles.
Su escritura se vuelve procaz, obscena, delirante. Sufre una serie de desencuentros que truncan la posibilidad de que haga lazo social. Al mismo tiempo que se aísla, se aferra a los amigos en una demanda atroz, entra en una ansiedad extrema.
Pero lo que realmente la sacade la escena” es el rechazo a su nueva forma de escritura, no sólo por sus editores, sino por sus propios pares.
En La bucanera y El infierno musical se vuelve trasgresora, se torna joyceana, hace estallar al sujeto, en su escritura. No reconoce al lenguaje como su morada, lo deriva de asociación en asociación, mientras la muerte reina, roza el habla de la locura y el tráfico verbal.
Sus amigos también rechazan esa nueva forma de escribir y eso la deja girando… vacía, sin amarre, no pudiendo inscribirse en su escritura. Negándose a forcluir su marca en la escritura, ella es ahí pura letra que intenta hacer escritura. Rehusándose a renegar su huella sobre el cuerpo, actúa –en el sentido de la fuerza que le da Goethe a la frase de Fausto cuando le hace decir: “En el inicio era el acto”.
Cuando el sujeto en una elección forzada elige ser la marca, como opción le queda el “yo no pienso”. A la izquierda Lacan escribe el pasaje al acto, pero lo que ahí se juega es la instauración del sujeto: El sujeto reencontrará su presencia en tanto que renovada más allá del pasaje del acto, pero nada más que eso”.[3]
El pasaje al acto no es idéntico al suicidio. Al realizar el pasaje acto, el sujeto se sustrae al gran Otro, está afuera del campo de lo simbólico, “no hay palabras”. Al ser el suicidio un acto logrado, no es que falte en lo simbólico, sino que está fuera de ese campo. El suicidio en tanto pasaje al acto tiene que ver con un borde; el franqueamiento de ese borde, de ese límite, es silencioso, sale del lenguaje, es el acto logrado, es una salida de la escena.
El pasaje al acto da la satisfacción al precio de la propia vida como último modo de interrogar al Otro, de interrogarlo y de decirle a la vez NO. Intento de corte, corte que tiene efecto de sujeto, que sitúa un lugar donde alojarse.
Cuando a la casa del lenguaje se le vuela el tejado […]”, ¿qué le queda al poeta que lo soñó como morada sino morir?[4]
Para Flora Pizarnik, la escena se le anunciaba en esas cartas que en su niñez llegaban de Europa, una tras otra, siempre anunciando la muerte de algún familiar en los campos de concentración.
El estar habitado por el lenguaje hace al asesinato de la cosa. Esto se redobla en Alejandra, quien se enfrenta una y otra vez a la página en blanco, al des-ser, interrogándose e interrogando a la muerte, siempre presente, a la que intenta detener con el trazo, con la letra, letra que le hace cuerpo, cuerpo que le hace poema, “haciendo el cuerpo del poema con mi cuerpo”.
Cuando deja de hacer lazo con su escritura, elige la pintura para anudar lo pulsional desintrincado y así religarse a la vida. La pulsión de muerte desanudada la arrasa, cae sobre el yo provocando una abolición subjetiva, lo unheimlich está presente como el objeto está presente, triunfal. Como dice Camus: “Un acto como este se prepara en el silencio del corazón, lo mismo que una gran obra”.[5]
Cuando su escritura no es reconocida, cuando no hay lazo que la sostenga, el desenlace de la escena final la ordena.
El domingo la visita su amiga Orozco y encuentra su casa totalmente ordenada. Todo fluye natural, sin indicio del tenso e inminente final. Esa noche, llamó y llamó infructuosamente, sin que en su voz se notara urgencia, su desolación. Se cerraba ante ella el hachazo brutal, que ya había sido cometido. Alejandra había perdido su morada.
Cuando Lacan habla del dolor petrificado, dice: “¿Es que no hay en lo que hacemos nosotros mismos del reino de la piedra, en tanto no la dejamos ya rodar, en tanto la enderezamos, en tanto hacemos ese algo que detiene como es una arquitectura, es que no hay en la arquitectura misma algo para nosotros como la presentificación del dolor?”.[6]
Este es su límite, el dolor como límite.
Alejandra no muere de la muerte de todos, sino de la verdadera muerte, con la que tacha su ser. Es una maldición consentida de esa subsistencia que es la del ser humano, subsistencia a costo de la sustracción de sí misma al orden del mundo. Me phynai significa “antes bien, no ser”, palabras que pronuncia Socrates antes de tomar la cicuta, y proponer una ética diferente. “Esta actitud es bella”, dice Lacan en el seminario sobre la ética.[7]
         Alejandra muestra “[…] dónde se detiene la zona límite interior de la relación con el deseo […] esta zona siempre es arrojada más allá de la muerte […]”. [8] La muerte no tiene palabras, el sufrimiento extremo no tiene palabras, el gesto deliberado de morir no tiene palabras. En ese acto, Alejandra plasmó su única posibilidad de salida, su elección: la libertad. Es un sujeto instaurando un lugar, franqueando ese borde… silenciosamente. Marca del vacío, borde del sujeto.
        Esa libertad fue al precio de su propia vida. Se alojó en su propia marca, esa nueva marca nominada por ella como Alejandra.

Alejandra, Alejandra
Debajo estoy yo[9]

                                                                                       

[1] Alejandra Pizarnik: “Silencios”, en Los trabajos y las noches, Ed. Sudamericana, Buenos Aires, 1965.
[2] Alejandra Pizarnik: “La última inocencia”, en La última inocencia y Las aventuras perdidas, Ediciones Botella al mar, Buenos Aires, 1976.
[3] Jacques Lacan: El Seminario, Libro XV: El acto psicoanalítico, clase del 29 de noviembre de 1967, inédito.
[4] Alejandra Pizarnik: “Fragmentos para dominar el silencio”…
[5] Albert Camus: El mito de Sísifo, Ed. Losada, Buenos Aires, 1953.
[6] Jacques Lacan: El Seminario, Libro VII: La ética del psicoanálisis, clase del 16 de diciembre de 1959, versión inédita.
[7] Ibíd., clase del 29 de junio de 1960.
[8] Ibíd.
[9] Alejandra Pizarnik: Poesía completa, Ed. Lumen, Barcelona, 2001, pág. 65.