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viernes, 21 de noviembre de 2014

La cosa del lenguaje. Rolando Ugena



          Entre los años 1990 y 1994, el psicoanalista francés Gerard Pommier desarrolló en España un seminario, que fue publicado entre nosotros con el nombre de “Transferencia y Estructuras Clínicas”[1]. Allí, de manera tan rigurosa como creativa presentaba la problemática de la transferencia en las distintas configuraciones clínicas, pero también abordaba de manera harto interesante, algunos asuntos referidos a la cuestión del lenguaje que trataré de recorrer.
Según Pommier, “desde un punto de vista teórico podemos decir que el lenguaje siempre implica un vacío. Es lo que surge de la definición -ya clásica- que dice que un significante remite siempre a otro significante” y agrega: “en lo que hace a lo afectivo podemos comprenderlo más sencillamente: ese vacío es el silencio del trauma.”
Partiendo de considerar el encuentro con el lenguaje “como una cita con el enigma acerca de lo que quiere el Otro” (primer trauma), postula que para esclarecer el tema es  necesario tener en cuenta que no se trata solamente de una discusión atinente al psicoanálisis, sino que también ha sido desde siempre un cuestión filosófica y científica  referente a lo que podría denominarse "La Cosa del Lenguaje", lo cual abre la pregunta ¿con respecto a qué se despliega el lenguaje?, en tanto y en cuanto “las palabras nunca son la cosa que pretenden decir. Siempre hay algo que ignoramos en lo que decimos, en lo que es nombrado”.
Desde el punto de vista filosófico, la cuestión sobre la Cosa del lenguaje fue abordada por los nominalistas, quienes entendiendo lo real como lo que no puede ser alcanzado por la palabras, han afirmado que las palabras pueden aproximarse a lo que pretenden nombrar pero se mantienen siempre fuera de la cosa en sí misma. Esta noción también se encuentra presente en la ciencia, en la idea de que ésta no hace más que aproximarse a lo real.
Para el discurso del psicoanálisis, lo que no se puede nombrar, lo indecible (el trauma), puede ser entendido desde “una dimensión diferente a la de una incapacidad del significante para designar lo real”. La distancia entre el significante y la cosa en sí, es según Pommier “la distancia entre lo afectivo y lo intelectual” y “lo que interesa al psicoanálisis es la desafectación de las palabras en tanto constituyen un saber. Las palabras no son adecuadas…al hecho narcisista de percibirlas. La percepción de las cosas es un hecho narcisista, en la medida en que la percepción da forma a lo reprimido, es decir, a nuestra propia forma…”.
Como en numerosas ocasiones lo señaló Lacan a partir del estadio del espejo, es nuestra propia forma la que se busca afuera, en “el espejo”. Es por eso que toda percepción es antropomórfica o narcisista, nos dice algo sobre nuestra propia forma; porque es una “reconquista de lo que perdimos con el rechazo primordial” resultado del encuentro con el lenguaje.
En ese punto, Pommier nos remite especialmente a "La séptima carta de Platón"[2], un texto que a su entender condensa los problemas filosóficos relativos a la distancia entre el significante y la cosa en sí, a ese sentimiento de exilio que ocupa al ser humano al encontrarse nombrando las cosas, algo tan viejo como la filosofía occidental.
Dicha carta, es parte de una serie de cuatro misivas que Platón dirigió a los parientes y amigos de Dión de Siracusa, en quien el filósofo ateniense pusiera sus esperanzas políticas, que acaba de morir, y está encabezada así: Platón a los parientes y amigos de Dion: Mucho éxito.
Siendo probablemente la más antigua que se conser­va, ocupa ella sola una extensión similar al Libro I de La república, por lo cual Platón llega incluso a disculparse haciendo notar que “no se excede la medida cuando se dice exactamente lo conveniente”. Para los estudiosos de la obra platónica, el interés de esta correspondencia radica sobre todo en que muestra la actividad política de Platón, y enseña que la Aca­demia era tanto una escuela de dialécticos como de legisladores, dispuestos a difundir las doctrinas ético-sociales del maestro y a trabajar por la formación legislativa en la reforma de los Estados. Todas las Cartas se dirigen a jefes de Estado o a personas introdu­cidas en la política y las dirigidas a los amigos de Dión, exponen los asuntos de Sicilia y dan testimonio de las actividades platónicas en Siracusa.
En la carta VII, desarrolla un conjunto de pensamientos que Platón quería dar a conocer y también la forma que le permitiera hacerlos llegar al mayor número posible de lectores. Es, lo que los periódicos o revistas llamarían hoy una «carta abierta», que pese a dar la impresión de un mosaico de fragmentos dispersos, analiza el juego de las pasiones humanas con gran agudeza.
Una parte de la Carta VII plantea una ex­posición técnica de los motivos que impiden reconocer un valor científico a un escrito cual­quiera, porque todo elemento de expresión tiene algo de convencional, una especie de “tecnologización” de la palabra. Es ni más ni menos que el eco de las teorías del diálogo dónde Platón insistió en la idea de que la pintura, la escritura y todo sistema representativo del pensamiento tiene un doble inconveniente: el de no ser más que una traduc­ción aproximativa del objeto, y el de no podernos dar, a causa de su fijeza o inmovilidad, las con­tinuas explicaciones que seria necesario aña­dirles. Platón manifestaba un rechazo a la escritura, considerándola inhumana al pretender establecer fuera del pensamiento lo que en realidad sólo puede existir dentro de él. Alegaba que era un objeto que destruía la memoria, y que los que la utilizasen se volverían olvidadizos al depender de un recurso exterior por lo que les falta en recursos internos.
Para Platón, la escritura y la abundancia de libros haría menos estudiosos a los hombres, destruiría la memoria y debilitaría el pensamiento. Además, la escritura es pasiva, si uno le pide a un texto no se recibe nada a cambio, salvo las mismas palabras, un texto escrito no produce respuestas, lo cual sí sucede cuando se le pide a una persona que explique sus palabras.
También imputa a la escritura el hecho de que la palabra escrita no puede defenderse como es capaz de hacerlo la palabra hablada. Pero lo paradójico de los argumentos de Platón es que estas objeciones las manifestó… por escrito.
Pero mejor, citemos a Platón:
“Hay, en efecto, una razón seria que se opone a que uno intente escribir cualquier cosa en materias como estas, una razón que ya he aducido yo a menudo, pero que creo he de repetir aún.
En todos los seres hay que distinguir tres elementos, que son los que permiten adquirir la ciencia de estos mismos seres: ella misma, la ciencia, es un cuarto elemento; en quinto lugar hay que poner el objeto, verdaderamente conocible y real. El primer elemento es el nombre; el segundo es la definición; el ter­cero es la imagen; el cuarto, la ciencia. Pongamos un ejemplo para que se comprenda mi pensamiento y que sirva para aplicarlo a todo. «Círculo» es la expresión de una cosa, cuyo nombre es este mismo que acabo de pronunciar. En segundo lugar, su definición, com­puesta de nombres y verbos: aquello cuyos extremos equidistan perfectamente del centro. Esta es la definición de lo que se llama redondo, círculo, circunferencia. En tercer lugar está el dibujo que se traza y se borra, la forma que se delinea en forma circular y que es perecedera. En cambio, el círculo en sí, al que referimos todas estas representaciones, no experimenta nada semejante a esto, pues es totalmente dis­tinto. En cuarto lugar está la ciencia, la intelección, la opinión verdadera, relativas a estos objetos: esas cosas constituyen una clase úni­ca y no residen ni en los sonidos proferidos ni en las figuras materiales, sino en las almas. De donde resulta evidente que se distinguen tanto del círculo real como de los tres modos que he dicho. De entre estos elementos, la inteligencia es la que, por afinidad y seme­janza, está más cerca del quinto elemento; los otros se alejan más de este. Las mismas dis­tinciones podrían hacerse respecto de las fi­guras, rectas o circulares, así como respecto de los colores, de lo bueno, de lo bello, de lo justo, de un cuerpo cualquiera…”
 “Por otra parte, todo esto ex­presa tanto la cualidad como el ser de cada cosa, por medio de este débil auxiliar que son las palabras; por eso, ningún hombre razonable se arriesgará a confiar sus pensamientos a este vehículo, y mucho menos cuando este queda fijo, como ocurre con los caracteres es­critos….” Y prosigue: “El nombre, decimos, no tiene en ningu­na parte fijeza. ¿Quién nos impide llamar rec­to a lo que llamamos circular o circular a lo que llamamos recto? El valor significativo no será menos fijo cuando se haya hecho esta transfor­mación y se haya modificado el nombre. Otro tanto diremos de la definición, puesto que ella se compone de nombres y de verbos: no tiene nada que sea suficientemente firme. Y hay mil razones para demostrar la oscuridad de estos cuatro elementos. La principal de ellas es la que dábamos un poco más arriba, a saber, que de los dos principios, la esencia y la cualidad, el alma busca el conocimiento, no de la cualidad, sino de la esencia. …”
“Solamente cuando uno ha rozado, unos contra otros, nombres, definiciones, percepciones de la vista e impre­siones de los sentidos; cuando se ha discutido en discusiones benévolas, donde las respuestas no las dicta la envidia y tampoco ella dicta las cuestiones, solamente entonces, digo, sobre el objeto estudiado, se hace la luz de la sabiduría y la inteligencia con toda la intensidad que pueden soportar las fuerzas humanas. Por esta razón todo hombre serio se guardará mucho de tratar por escrito cuestiones serias y de entre­gar, de esta manera, sus pensamientos a la envidia y a la falta de inteligencia de la multi­tud. De ahí hay que sacar esta simple conclu­sión: cuando nosotros vemos un trabajo escrito por un legislador, por ejemplo, acerca de las leyes, o por cualquier otro sobre otro tema cualquiera, decimos que el autor no se ha tomado esto muy en serio, si él mismo es serio, y que su pensamiento permanece ence­rrado en la parte más preciosa del escritor. Que si realmente él hubiera confiado sus re­flexiones a los caracteres escritos, como si fueran cosas de una extremada importancia, «será seguramente porque» no los dioses, sino los mortales, «le han hecho perder su espíritu».
Para Pommier, esta digresión tiene su interés para poder ver la diferencia que existe a este respecto, entre la filosofía y el psicoanálisis, pese a los comentarios que algunos hacen acerca de los tintes filosóficos que la teoría freudiana o lacaniana tendrían. Y postula que “las palabras siempre están alejadas de las cosas. No podemos expresar plenamente lo que percibimos, estamos en exilio, en retraso respecto de nuestras percepciones. Nuestras palabras llegan siempre con posterioridad a nuestras sensaciones. Percibir verdaderamente un objeto cualquiera, ver realmente el objeto en sí, como podría decir un filósofo o un contemplativo, o como un artista puede percibir las cosas -el cuadro de Los zapatos de Van Gogh-, es una manera de percibir el objeto en sí, es decir, percibirlo como traumatizante. Los zapatos de Van Gogh es una pintura que tiene que ver con lo que hay de traumatizante en la percepción, en la medida en que es la percepción de la pérdida del narcisismo.
Es eso lo que resistirá al lenguaje, el primer real del lenguaje, aquello que no se puede alcanzar con el lenguaje: nosotros mismos. No podemos comprender lo que somos con el lenguaje”.

Septiembre 2015

[1] Gerard Pommier, Transferencia y Estructuras Clínicas, Ediciones Kliné, 1999

[2] Joseph Souilhé, Belles Lettres, París, 1960

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