Entre los años
1990 y 1994, el psicoanalista francés Gerard Pommier desarrolló en España un
seminario, que fue publicado entre nosotros con el nombre de “Transferencia y
Estructuras Clínicas”[1]. Allí, de manera tan rigurosa
como creativa presentaba la problemática de la transferencia en las distintas
configuraciones clínicas, pero también abordaba de manera harto interesante,
algunos asuntos referidos a la cuestión del lenguaje que trataré de recorrer.
Según Pommier, “desde un punto de
vista teórico podemos decir que el lenguaje siempre implica un vacío. Es lo que
surge de la definición -ya clásica- que dice que un significante remite siempre
a otro significante” y agrega: “en lo que hace a lo afectivo podemos
comprenderlo más sencillamente: ese vacío es el silencio del trauma.”
Partiendo de considerar el encuentro
con el lenguaje “como una cita con el enigma acerca de lo que quiere el Otro” (primer
trauma), postula que para esclarecer el tema es necesario tener en cuenta que no se trata solamente
de una discusión atinente al psicoanálisis, sino que también ha sido desde
siempre un cuestión filosófica y científica referente a lo que podría denominarse "La
Cosa del Lenguaje", lo cual abre la pregunta ¿con respecto a qué se
despliega el lenguaje?, en tanto y en cuanto “las palabras nunca son la cosa
que pretenden decir. Siempre hay algo que ignoramos en lo que decimos, en lo
que es nombrado”.
Desde el punto de vista filosófico,
la cuestión sobre la Cosa del lenguaje fue abordada por los nominalistas,
quienes entendiendo lo real como lo que no puede ser alcanzado por la palabras,
han afirmado que las palabras pueden aproximarse a lo que pretenden nombrar
pero se mantienen siempre fuera de la cosa en sí misma. Esta noción también se
encuentra presente en la ciencia, en la idea de que ésta no hace más que
aproximarse a lo real.
Para el discurso del psicoanálisis,
lo que no se puede nombrar, lo indecible (el trauma), puede ser entendido desde
“una dimensión diferente a la de una incapacidad del significante para designar
lo real”. La distancia entre el significante y la cosa en sí, es según Pommier “la
distancia entre lo afectivo y lo intelectual” y “lo que interesa al
psicoanálisis es la desafectación de las palabras en tanto constituyen un
saber. Las palabras no son adecuadas…al hecho narcisista de percibirlas. La
percepción de las cosas es un hecho narcisista, en la medida en que la
percepción da forma a lo reprimido, es decir, a nuestra propia forma…”.
Como en numerosas ocasiones lo
señaló Lacan a partir del estadio del espejo, es nuestra propia forma la que se
busca afuera, en “el espejo”. Es por eso que toda percepción es antropomórfica
o narcisista, nos dice algo sobre nuestra propia forma; porque es una “reconquista
de lo que perdimos con el rechazo primordial” resultado del encuentro con el
lenguaje.
En ese punto, Pommier nos remite
especialmente a "La séptima carta de Platón"[2], un texto que a su
entender condensa los problemas filosóficos relativos a la distancia entre el
significante y la cosa en sí, a ese sentimiento de exilio que ocupa al ser
humano al encontrarse nombrando las cosas, algo tan viejo como la filosofía
occidental.
Dicha carta, es parte de una serie de
cuatro misivas que Platón dirigió a los parientes y amigos de
Dión de Siracusa, en quien el filósofo ateniense pusiera sus esperanzas
políticas, que acaba de morir, y está encabezada así: Platón a los parientes y
amigos de Dion: Mucho éxito.
Siendo
probablemente la más antigua que se conserva, ocupa ella sola una extensión similar
al Libro I de La república, por lo cual Platón llega incluso a disculparse
haciendo notar que “no se excede la medida cuando se dice exactamente lo
conveniente”. Para los estudiosos de la obra platónica, el interés de esta correspondencia
radica sobre todo en que muestra la actividad política de Platón, y enseña que
la Academia era tanto una escuela de dialécticos como de legisladores,
dispuestos a difundir las doctrinas ético-sociales del maestro y a trabajar por
la formación legislativa en la reforma de los Estados. Todas las Cartas se
dirigen a jefes de Estado o a personas introducidas en la política y las
dirigidas a los amigos de Dión, exponen los asuntos de Sicilia y dan testimonio
de las actividades platónicas en Siracusa.
En
la carta VII, desarrolla un conjunto de pensamientos que Platón quería dar a
conocer y también la forma que le permitiera hacerlos llegar al mayor número
posible de lectores. Es, lo que los periódicos o revistas llamarían hoy una
«carta abierta», que pese a dar la impresión de un mosaico de fragmentos
dispersos, analiza el juego de las pasiones humanas con gran agudeza.
Una
parte de la Carta VII plantea una exposición técnica de los motivos que
impiden reconocer un valor científico a un escrito cualquiera, porque todo
elemento de expresión tiene algo de convencional, una especie de “tecnologización”
de la palabra. Es ni más ni menos que el eco de las teorías del diálogo dónde
Platón insistió en la idea de que la pintura, la escritura y todo sistema
representativo del pensamiento tiene un doble inconveniente: el de no ser más
que una traducción aproximativa del objeto, y el de no podernos dar, a causa
de su fijeza o inmovilidad, las continuas explicaciones que seria necesario
añadirles. Platón manifestaba
un rechazo a la escritura, considerándola inhumana al pretender establecer
fuera del pensamiento lo que en realidad sólo puede existir dentro de él.
Alegaba que era un objeto que destruía la memoria, y que los que la utilizasen
se volverían olvidadizos al depender de un recurso exterior por lo que les
falta en recursos internos.
Para Platón, la escritura
y la abundancia de libros haría menos estudiosos a los hombres,
destruiría la memoria y debilitaría el pensamiento. Además, la escritura es
pasiva, si uno le pide a un texto no se recibe nada a cambio, salvo las mismas
palabras, un texto escrito no produce respuestas, lo cual sí sucede cuando se le
pide a una persona que explique sus palabras.
También imputa a la escritura el
hecho de que la palabra escrita no puede defenderse como es capaz de hacerlo la
palabra hablada. Pero lo paradójico de los argumentos de Platón es que estas objeciones las manifestó…
por escrito.
Pero
mejor, citemos a Platón:
“Hay, en
efecto, una razón seria que se opone a que uno intente escribir cualquier cosa
en materias como estas, una razón que ya he aducido yo a menudo, pero que creo
he de repetir aún.
En todos
los seres hay que distinguir tres elementos, que son los que permiten adquirir
la ciencia de estos mismos seres: ella misma, la ciencia, es un cuarto
elemento; en quinto lugar hay que poner el objeto, verdaderamente conocible y
real. El primer elemento es el nombre; el segundo es la definición; el tercero
es la imagen; el cuarto, la ciencia. Pongamos un ejemplo para que se comprenda
mi pensamiento y que sirva para aplicarlo a todo. «Círculo» es la expresión de
una cosa, cuyo nombre es este mismo que acabo de pronunciar. En segundo lugar,
su definición, compuesta de nombres y verbos: aquello cuyos extremos
equidistan perfectamente del centro. Esta es la definición de lo que se llama
redondo, círculo, circunferencia. En tercer lugar está el dibujo que se traza y
se borra, la forma que se delinea en forma circular y que es perecedera. En
cambio, el círculo en sí, al que referimos todas estas representaciones, no
experimenta nada semejante a esto, pues es totalmente distinto. En cuarto
lugar está la ciencia, la intelección, la opinión verdadera, relativas a estos
objetos: esas cosas constituyen una clase única y no residen ni en los sonidos
proferidos ni en las figuras materiales, sino en las almas. De donde resulta
evidente que se distinguen tanto del círculo real como de los tres modos que he
dicho. De entre estos elementos, la inteligencia es la que, por afinidad y semejanza,
está más cerca del quinto elemento; los otros se alejan más de este. Las mismas
distinciones podrían hacerse respecto de las figuras, rectas o circulares,
así como respecto de los colores, de lo bueno, de lo bello, de lo justo, de un
cuerpo cualquiera…”
“Por otra parte, todo esto expresa tanto la
cualidad como el ser de cada cosa, por medio de este débil auxiliar que son las
palabras; por eso, ningún hombre razonable se arriesgará a confiar sus
pensamientos a este vehículo, y mucho menos cuando este queda fijo, como ocurre
con los caracteres escritos….” Y prosigue: “El nombre, decimos, no tiene en
ninguna parte fijeza. ¿Quién nos impide llamar recto a lo que llamamos
circular o circular a lo que llamamos recto? El valor significativo no será
menos fijo cuando se haya hecho esta transformación y se haya modificado el
nombre. Otro tanto diremos de la definición, puesto que ella se compone de
nombres y de verbos: no tiene nada que sea suficientemente firme. Y hay mil
razones para demostrar la oscuridad de estos cuatro elementos. La principal de
ellas es la que dábamos un poco más arriba, a saber, que de los dos principios,
la esencia y la cualidad, el alma busca el conocimiento, no de la cualidad,
sino de la esencia. …”
“Solamente
cuando uno ha rozado, unos contra otros, nombres, definiciones, percepciones de
la vista e impresiones de los sentidos; cuando se ha discutido en discusiones
benévolas, donde las respuestas no las dicta la envidia y tampoco ella dicta
las cuestiones, solamente entonces, digo, sobre el objeto estudiado, se hace la
luz de la sabiduría y la inteligencia con toda la intensidad que pueden
soportar las fuerzas humanas. Por esta razón todo hombre serio se guardará
mucho de tratar por escrito cuestiones serias y de entregar, de esta manera,
sus pensamientos a la envidia y a la falta de inteligencia de la multitud. De
ahí hay que sacar esta simple conclusión: cuando nosotros vemos un trabajo
escrito por un legislador, por ejemplo, acerca de las leyes, o por cualquier
otro sobre otro tema cualquiera, decimos que el autor no se ha tomado esto muy
en serio, si él mismo es serio, y que su pensamiento permanece encerrado en la
parte más preciosa del escritor. Que si realmente él hubiera confiado sus reflexiones
a los caracteres escritos, como si fueran cosas de una extremada importancia,
«será seguramente porque» no los dioses, sino los mortales, «le han hecho
perder su espíritu».
Para Pommier, esta digresión tiene
su interés para poder ver la diferencia que existe a este respecto, entre la
filosofía y el psicoanálisis, pese a los comentarios que algunos hacen acerca
de los tintes filosóficos que la teoría freudiana o lacaniana tendrían. Y
postula que “las palabras siempre están alejadas de las cosas. No podemos
expresar plenamente lo que percibimos, estamos en exilio, en retraso respecto
de nuestras percepciones. Nuestras palabras llegan siempre con posterioridad a
nuestras sensaciones. Percibir verdaderamente un objeto cualquiera, ver
realmente el objeto en sí, como podría decir un filósofo o un contemplativo, o
como un artista puede percibir las cosas -el cuadro de Los zapatos de Van Gogh-,
es una manera de percibir el objeto en sí, es decir, percibirlo como
traumatizante. Los zapatos de Van Gogh es una pintura que tiene que ver con lo
que hay de traumatizante en la percepción, en la medida en que es la percepción
de la pérdida del narcisismo.
Es eso lo que resistirá al lenguaje,
el primer real del lenguaje, aquello que no se puede alcanzar con el lenguaje:
nosotros mismos. No podemos comprender lo que somos con el lenguaje”.
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