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sábado, 20 de diciembre de 2014

Los consoladores (Acerca de los cátaros). Rolando Ugena


Papa Inocencio Tercero


     El catarismo fue un movimiento herético con respecto al dogma cristiano de la Iglesia Apostólica Romana, que habría surgido como efecto de la influencia de sectas neomaniqueas, combinadas con un resurgimiento del neoplatonismo. Tuvo fuerte preponderancia en el siglo XI y principios del siglo XII, habiendo sido exterminado, primero por lo que el Papa Inocencio III instituyó como la Cruzada de los Albigenses y después por la Santa Inquisición, que no dejó rastros del catarismo, al punto que los documentos de los cuales los historiadores se sirven, son casi en su totalidad documentos de la misma Inquisición, a propósito de los testimonios de los procesos realizados a los cátaros.


       El término cátaro, que proviene del griego kataroi significa puro, y de él deriva la palabra catarsis, purificación. Su raíz maniquea hizo del mal un principio cosmogónico igual al bien, en cuyo interjuego se configuraba el mundo como tal. Según su doctrina, en la Creación actuaron dos creadores: el Diablo, el Gran Arrogante, Lucifer, Satanás, hacedor del mundo, y Dios, generador de las almas, los espíritus, capaces solamente de hacer el bien.

  La esencia del catarismo obedecía a una forma de tramitar el problema de la fuente del mal, de un modo alternativo al postulado por el dogma cristiano ortodoxo, para el cual lo que no anda en la Creación, se debe a que Dios ha forjado a los seres humanos libres para el bien o para el mal.

      Pero si el mundo fuese de Dios, ¿ no estaría libre de males, necesidades y miseria?. ¿Acaso Dios quiere quitar el mal del mundo y no puede? ¿o puede y no quiere? ¿o no puede ni quiere?, ¿o sí puede y quiere?. Si quiere y no puede, ésa es una imperfección que contradice la esencia de la divinidad. Si puede y no quiere, sería malicia y eso también resulta incompatible con Su naturaleza. Si no quiere ni puede, es debilidad y malicia todo en uno. Pero si quiere y puede, siendo éste el único caso que conviene a la esencia divina, ¿de dónde procede lo malévolo que hay en la tierra?. 


       Lejos de cualquier agnosticismo, para los cátaros no había lugar a dudas: el mundo pertenece al Diablo, él lo creó para desafiar a Dios. Una de las almas, el Ángel Caído, utilizando como cebo la instancia seductora de una mujer de resplandeciente belleza que encubría la serpiente maligna, había tentado a las demás a una existencia materializada, en la cual se podía elegir libremente entre hacer el mal o el bien. Dado que una vez encarnadas esas almas habían visto que, en vez de lograr una mayor libertad, habían caído prisioneras de un cuerpo sometido al nacimiento, a la muerte y a la corrupción, se impuso entonces la negación de esa materialidad corpórea.

       Es entonces en la perpetuidad de la materia en donde radica lo maléfico, quedando la encarnación emparentada con lo diabólico y el mal absoluto. A resultas de ello, no era posible que Dios se hubiera encarnado en la figura de Jesucristo, sino que había hecho una apariencia de encarnación, segunda herejía que la Iglesia ortodoxa llamó doketismo, en tanto doxa, en griego, quiere decir apariencia.

        Para los humanos, hijos del Diablo y no de Dios, la vida es un capricho sin sentido de Satán que está entre lo corporal y lo espiritual, y la salvación del alma depende del lado hacia el que se incline. Si decide a favor del cuerpo, se condena para la eternidad; si lo hace por el espíritu, se libera. Cuando el alma abandona el cuerpo, ese excremento de Satán queda librado a la condenación, ya que la carne corruptible no puede existir sin ella, y por eso todas las asechanzas de Mefistófeles se dirigen hacia las almas.

       Los cátaros, rechazaban el sacramento de la Santa Misa y de la Comunión, que presupone el dogma de la encarnación, así como tampoco contemplaban de buen grado la representación de la Última Cena, el beso de Judas, la Crucifixión de Cristo, ni las diversas evocaciones de la Resurrección, porque desdeñaban la mundanalidad de la Cruz. Sí creían en un sacramento único, el Consolamentum, que reemplazaba a los otros y consistía en una ceremonia triple, en la cual después de un ayuno prolongado, a los iniciados se les imponía las manos, se les besaba en la frente y se les hacía un saludo reverencial.

      También estaba presente entre ellos la compensación de esa imagen diabólica de la mujer, de cuya belleza deslumbrante se había servido el diablo para seducir a las almas, con la imagen de la Virgen María, que habría sido la contra-figura de esa mujer fascinante utilizada por el Diablo. 


El legado de los cátaros, Georg Brun, foto de Zardoya

      En una novela histórica abundantemente documentada, “El legado de los cátaros”, Georg Brun presenta de manera vivaz y con cuidada ambientación a Isabel y Sebastián Lemaitre, dos hermanos que viven en Montségur, en la agitada Occitania del siglo XIII, en plena guerra santa contra la herejía cátara. En la narración, mientras Isabel va asumiendo paso a paso el desafío espiritual de los cátaros, Sebastián emigra con el afán de luchar en esa guerra y enriquecerse rápidamente bajo la enseña de la cruz papal, aunque, sin lograr riqueza alguna, regresa finalmente para combatir a los invasores franceses, reencontrándose con su hermana. 

    “Isabel, sonriendo salió del escritorio al encuentro de Sebastián, pero ambos se detuvieron a unos tres pies de distancia el uno del otro, y se miraron con atención. De las profundidades de sus almas les brotaba la sensación de ser de la misma carne y la misma sangre, como entonces, como el día en que se habían despedido. Pero ella notaba también la distancia que hubo entonces y seguía existiendo entre ambos. Porque del mismo modo que un perfecto no podía tocar a ninguna mujer, una perfecta no podía tocar a ningún hombre. De modo que ni siquiera le dio la mano, sino que se limitó a sonreír”.


      Entre los puros, los buenos cristianos, los bonshommes, los hombres buenos de Occitania, que predicaban y practicaban la cura de almas, ayudados incluso por los párrocos rurales cuando éstos andaban enemistados con Roma por algún motivo, se incluían también mujeres. Y si bien la mayoría de ellas optaba por seguir las enseñanzas de los bonshommes desde la categoría de croyants sin pretender la unción de los elegidos, algunas alcanzaban el grado de parfaites.

         Para ello, Isabel, había llevado a cabo su endura, un período de prueba y ayuno que duraba un año e imponía tomar agua durante días enteros para pasar luego a alimentarse solo muy escasamente. Es que para los cátaros, el cuerpo se limitaba a servir de envoltura al espíritu y al alma, sin despreciarlo pero sin exigir nada para sí. Ese era el objetivo: conducir el cuerpo hacia la total extinción de los deseos y lograr que el espíritu se elevara por encima de las cosas.

        Durante ese ayuno realizado en condiciones extremadamente difíciles, en una cueva abierta en la roca en lo alto de un paso de montaña siempre azotado por los vientos, Isabel vivió una experiencia que terminó por eliminar toda duda, si restos de alguna vacilación había aún en ella: vio la luz, el rayo de luz que es el impulso primero del buen Dios y es por antonomasia la Creación; luz del Espíritu Santo, que pese a no haber conseguido nunca vencer definitivamente a las tinieblas de Satán, jamás abandonó su creación.

        Habiéndose convertido la ermita en que cumplía su endura en pog, templo de la luz, hechas carne en ella las escrituras de san Juan, “andad como portadores de luz”, Isabel se dispuso a recibir el consolamentum.

      “Todos los bancos estaban ocupados por los perfectos. Habían acudido, como era su deber, a presenciar el bautismo espiritual de Isabel. Tres parfaits y tres parfaites entonaban un solemne coral. Ella llevaba una especie de pantalón blanco muy ancho y un camisón del mismo color. Al brazo llevaba el paño blanco que luego serviría de mantilla para que las manos del elegido no la tocasen en el momento de impartirle la bendición. Ante él, inclinó levemente la cabeza. Este le correspondió, y empezó a pronunciar sus amonestaciones, ya que todos los recursos del espíritu son pocos para mortificar el cuerpo, e incluso un perfecto podía pecar y sentir arrepentimiento.

-¿Crees en un solo Dios bueno que ha creado el mundo del Es­píritu y que manda en el reino de los ángeles? -preguntó el obispo.

-Sí creo -replicó Isabel con firmeza.

-¿Y en su hijo Jesucristo, quien ha enseñado a los ángeles caídos el camino para recuperar sus raíces, y que ha dado testimonio contra Satán, el creador del mundo?

-Sí creo.

-¿Crees en el Espíritu Santo, emanación de Dios que anima las Almas y protege a los ángeles contra el demonio, que es uno con el buen Dios y enemigo eterno de Satán?

-Sí creo.

El obispo abrió los brazos y elevó la mirada al techo.

-¿Prometes no seguir nunca más los deseos del cuerpo, rechazar todas las insinuaciones del Maligno, poner la verdad por encima de todas las cosas y dedicar jubilosamente tu vida a luchar por el buen Dios y contra Satán y sus secuaces?

-Sí prometo.

-¿Prometes renunciar al Anticristo y no seguir jamás a ese pontífice que profana la silla de san Pedro? ¿Y mantenerte alejada de esa herejía católica, y dar testimonio del Creador del mundo espiritual y contra el artífice de la tiniebla terrenal, siendo así que la tierra pertenece al diablo y está repleta de su maldad?

-Sí prometo.

-Escucha entonces, las primeras palabras del evangelio según san Juan.

Recitó los versículos en tono solemne y todos sintieron la gravedad de las santas palabras: «En el principio existía aquel que es la Palabra, y aquel que es la Palabra estaba con Dios y era Dios, Él estaba en el principio con Dios. Todo fue hecho por él y sin él nada se hizo. Cuanto ha sido hecho en él es vida, y la vida es la luz de los hombres; la luz luce en las tinieblas, y las tinieblas no la sofocaron »t

Con celeridad inusitada para tan digno ceremonial tomó el libro del Evangelio, lo apoyó sobre la cabeza de Isabel y murmuró el yo te bendigo. A continuación la testa de la candidata fue cubierta con el paño, y los elegidos desfilaron por categoría y por edad ante ella y apoyaron una mano sobre su cabeza. Con ello quedó administrado el consolamentum, e Isabel con­vertida en una parfaite.

Tres mujeres se acercaron portando la indumentaria negra: un pantalón ancho con cinto, una blusa y por encima de todo ello, una túnica parecida a la que usaban los frailes benedictinos. Una vez revestida, Isabel se caló la capucha. Los ele­gidos desfilaron hacia la salida de la capilla entre cánticos, y fueron recibidos con una ovación por los croyants que esperaban fuera”.

    Comenzaba entonces el banquete con el júbilo de los creyentes, que como seres de un mundo corrompido que eran, no tenían prohibido participar de las satisfacciones terrenales, aunque sí podían realizar el melioramentum, muestra de respeto para con los perfectos que expresaba que los consideraban portadores del Espíritu Santo, y al mismo tiempo manifestaba el deseo de ingresar algún día en las filas de esos elegidos.

      Quienes sí estaban obligados a privarse de las cosas mundanas, eran los perfectos, los cuales debían abstenerse de todos aquellos alimentos resultantes de un apareamiento y de las bebidas embriagadoras, ya que en la lucha de los ángeles caídos contra Dios estaba el origen de la carne y nunca se sabía si la existencia animal era el domicilio temporal de algún alma irredenta. Por tanto era preciso renunciar a comerla, al igual que el queso, la leche y los huevos, siendo en cambio lícito comer peces, por no ser engendrados sino nacer espontáneamente en las aguas.

      Gran parte de la vida cotidiana se desarrollaba en la fonghana, el fogón, centro del hogar cuyo cuidado era tarea importante que no debía desatenderse bajo ningún concepto. Allí, todos los días, se alcanzaba el punto culminante de la jornada a la hora del almuerzo, cuando se bendecía el pan. Éste, era levantado envuelto en un paño blanco para que lo viesen todos, y los comensales puestos de pie rezaban un padrenuestro. Se decía un versículo del Nuevo Testamento, se partía el pan y se lo distribuía.

    A diferencia del culto católico, para el cual Jesús está realmente presente en el pan, por lo que la comunión no es solamente un acto litúrgico sino un sacramento, en la interpretación bíblica cátara al no ser Jesús un hombre de carne y sangre, sino un ángel la bendición del pan era una ceremonia en la que no compartían el cuerpo de Jesucristo, quien no frecuenta el mundo de Satán, sino que encontraban en el rito mismo el verdadero manantial de su religiosidad.

       El férreo ascetismo cátaro, no solamente incluía gran número de días de ayuno completo como lo fijaba el ritual, sino también la renuncia a las propiedades. Porque cualquier género de propiedad es aferrarse al mundo y por lo tanto, aferrarse a Satán. ¿Cómo puede tener comunicación con Dios un Obispo, si ha de pensar al mismo tiempo en el ornato de su catedral, en decorar con oro y piedras preciosas sus vestiduras y sus aposentos, en cobrar el diezmo para incrementar sus riquezas. ¿Cómo pueden ser de Dios esos sacerdotes que, como se dice de los de Roma, se parecen a las gallinas en que sólo piensan en tragar? No. El que quiera llegar hasta Dios ha de ser pobre entre los más pobres.

       Pero si bien los elegidos se obligaban a vivir pobremente, su cofradía no podía prescindir de recursos económicos. De ahí las peregrinaciones de sus predicadores, que sirvieron tanto para reforzar su fe y recoger los medios para la construcción de su congregación, como para acrecentar la beligerancia feroz y concluyente de la Iglesia oficial, presente desde el momento de ser proclamada la cruzada contra los albigenses.
 

       Las riquezas de Béziers, Carcasona y otras comarcas habían sido destruidas o saqueadas por los franceses, quienes reunidos bajo la enseña de la cruz que el pontífice agitaba llamando a la guerra contra los herejes occitanos, cometieron indescriptibles estragos cuando los habitantes, resistiendo a los sitiadores, no quisieron sacar afuera a los sacrílegos como exigían los legados del Papa, y prefirieron compartir el destino de aquellos pobres rezadores antes que evacuar las casas. Frente a ese desafío, el furioso asalto de los cruzados alcanzó su punto culminante cuando el representante pontificio se plantó delante de la ciudad diciendo, sanguinario: «Matadlos a todos, Dios conocerá a los suyos». 

        Así es como se reconoce a los apóstatas. Los mercenarios del Papa pasaron a cuchillo a católicos y herejes, y Occitania supo lo que era el miedo. No hubo benevolencia ni compasión para ninguno; cuando el confesor detectaba tendencias heréticas en un penitente o lo juzgaba remiso en el cumplimiento de la penitencia, notificaba al inquisidor sin demora: quien no se arrepentía y regresaba inmediatamente a la comunión católica, era arrojado a la mazmorra para hacer penitencia y difícilmente recuperaba su libertad; quien no se retractaba incondicionalmente ardía en la pira. Ante la duda, más valía salvar un alma pasándola por el fuego purificador que perdonar un cuerpo.

      En el transcurso de ese enfrentamiento mortal, se produjo además la destrucción casi total de la obra en una lengua que había comenzado ya a ser escrita, el provenzal. Lengua en la cual el poeta cortés, el troubadour cantaba sus canzones a la dama de sus pensamientos, con versos cuya forma y contenido debían ser puros y perfectos para que se los considerara logrados; canzone que era respondida por la dama con la tenzone, el regalo de una noche al trovero siempre y cuando se conformara con sus besos; canzone que a la mañana siguiente podía ser de dominio público, siempre que la Dama quedara protegida en su identidad por la senhal, el seudónimo misterioso de la Amada Lejana.

        Algunos autores se han interrogado acerca de la existencia de alguna correspondencia, entre el amor cortés y movimientos místicos o religiosos como el de los cátaros. Especialmente, teniendo en cuenta que en ambos estaba presente el rechazo del amor sexual, del matrimonio como sacramento y la desestimación del amor carnal en virtud de un amor espiritualizado; y también porque hubo una simultaneidad espacial y temporal en el surgimiento del catarismo y del amor cortés, que aparecieron en el siglo XII, en la región de Provenza, sur de Francia. 

         Respecto de si puede considerarse algún lazo entre la herejía cátara y el florecimiento de un amor, que como el cortés, articuló, fundamentó y puso en marcha una moral y un estilo de vida, Lacan en su seminario sobre La ética del psicoanálisis, considera que hay solo un parentesco aparente en esas experiencias, y que son muy grandes las dificultades para articularlas.

        Es difícil saber exactamente hoy, si el amor purus teorizado por Andreas Capellanus en De arte amandi, en el que «los corazones de los amantes quedan unidos por el perfecto sentimiento del amor que consiste en la contemplación de las almas y el intercambio de corazones mediante el beso, el abrazo y el cas­to contacto con la amada desnuda, aunque renunciando al goce último», era unión mística o signo de la presencia del otro como tal y nada más. 


Condesa de Champagne

      Amor interruptus que años antes había movido a la condesa de Champagne a escribir “decretamos y proclamamos definitivamente que el amor entre esposo y esposa es incompatible con la verdadera plenitud”, que solo podía alcanzar su desarrollo pleno en la clandestinidad y el secreto y desde el punto de vista de la estructura, introducía el objeto femenino por la privación, planteando la inaccesibilidad de la dama y su valor de representación de la Cosa, asunto que la doctrina analítica permite explicar por vía de la sublimación.

        Sea como fuere, la cuestión cátara es uno de los pocos, sino el único ejemplo histórico “donde una potencia temporal se probó tan eficaz como para lograr suprimir casi todas las huellas del proceso. Tal es la proeza realizada por la Santa Iglesia Católica y Romana”, señala Lacan.

    La esperanza cátara, coincidiendo con la promesa del cristianismo del advenimiento de una palabra salvadora, parece haber tomando totalmente al pie de la letra ese mensaje, con lo cual todo el discurso les cayó encima. “Los cátaros no dejaron de percatarse de ello, bajo la forma de la autoridad eclesiástica, la cual...les enseñó que incluso cuando se es un puro es necesario explicarse entonces cuando uno comenzó a ser cuestionado por el discurso, aunque este fuera el de la Iglesia, sobre este tema, todos saben que la pregunta tiene un único fin, hacerlos callar definitivamente”. 

Notas
El legado de los cátaros, Georg Brun, Planeta D´agostini 2001
La ética del psicoanálisis, Jacques Lacan, El seminario libro VII, página 261, Paidós

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