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miércoles, 11 de marzo de 2015

Matar al muerto. Rolando Ugena



Matar al muerto

(Apresurar el duelo. Una peculiar modalidad de la violencia)


           Este trabajo está dirigido a tratar de situar algunas cuestiones que considero importantes, tanto desde el punto de vista teórico, como del de nuestra labor cotidiana en el área de salud.
          Partamos entonces de delimitar al duelo como la tramitación simbólica de una falta. Ese trámite simbólico, tiene la particularidad de no estar regido por el tiempo del almanaque, cronológico, sino por el de la subjetividad; un tiempo lógico, variable para cada sujeto, en el que se pondrá en juego el intento de efectuar la inscripción de una pérdida, de acuerdo con la singularidad de cada cual, y según el modo en que esa falta haya sido anotada.


S. Freud

          Esa manera de ubicar el duelo como un proceso, un trabajo, nos aleja de la idea que tradicionalmente veía en él tan sólo la progresiva y espontánea disminución del dolor provocado, por ejemplo, por la muerte de un ser querido;  y en cambio, nos permite situarlo como una operación crucial, estructurante y fundante en la vida psíquica, en tanto que lo que aparece en el horizonte mismo de la existencia humana, lleva las marcas de la privación a la que deberá hacer frente.
J. Lacan

          Expediente que por otra parte, puede fallar, como se nos muestra frecuentemente en la clínica, en los llamados duelos patológicos.


           La existencia del trabajo de duelo, queda testificada en el desinterés por el mundo exterior que acompaña la pérdida del objeto, donde toda la energía resulta acaparada por el dolor y los recuerdos, hasta que el Yo pueda romper su lazo con lo perdido. Para que tenga lugar este desprendimiento, es necesaria una tarea psíquica de elaboración muy singular en la que se trata, ni más ni menos, que de “matar al muerto”(1).
J. Laplanche

          Muy a grosso modo, es esto lo que ocurre en un duelo normal, que habrá de permitir que el sujeto, luego de un cierto tiempo, que será el suyo, y a partir de un distinto posicionamiento frente a la falta, pueda ir resituándose en los caminos de la vida, es decir del deseo.

          Ahora bien, cuando el trabajo de duelo no está en relación con el desenlace esperable de una enfermedad o de la vejez, sino que se trata de una pérdida súbita, repentina, el modo de tramitación de la falta, seguramente tendrá que transitar por carriles diferentes.

          Allí, ante la irrupción sorpresiva y brutal de lo real, ante lo traumático que se presenta de una manera descarnada, al descubierto, sin ninguna veladura, el sujeto se hallará enfrentado a una dificultad mayor para inaugurar el proceso de inscripción de la pérdida; y aunque no tenga demasiadas noticias de ello, se encontrará abocado a una tarea previa, la de ligar las impresiones traumáticas vividas, insertarlas en una serie psíquica, muchas veces a partir de sueños de angustia recurrentes o pesadillas que se repiten, y en otras ocasiones a través de toda una serie de manifestaciones de diverso tipo, desde fenómenos psicosomáticos hasta adicciones, pasando por gastritis, jaquecas, depresión, agotamiento etc.., intentos de dar un sentido al sin sentido, y de suturar el desorden que una pérdida real produce, otorgándole una significación.

          Hasta aquí, lo que podríamos decir que connota el ámbito intimo, subjetivo, en el que se tramita la simbolización de la falta.

          Pero el duelo se despliega también en un terreno distinto, ligado al otro con un lazo diferente, en el plano del semejante, ese que aparece como capaz,  al menos, de percibir el sufrimiento y de  compartir algo del dolor.

          Ese otro lugar, es el de los ritos funerarios en tanto práctica compartida socialmente; ritos que no colmarán el vacío de la muerte pero pueden prestar un soporte simbólico importante, al intento de inscribir la pérdida.

          En ese sentido, los ritos fúnebres han sido y son, actos que van en la vía de una simbolización del enigma, del agujero abierto por la falta, y que pueden ayudar a la regulación de la angustia, en la medida que allí también se produce cierta sanción del inicio de la tramitación de la pérdida, cierto reconocimiento de la necesariedad lógica de un tiempo para el duelo.

          En la actualidad, sin embargo, pareciera que nos encontraramos viviendo en una época anestesiada frente al dolor, a veces casi sin poder ni siquiera reconocerlo, tal vez por no poder soportarlo, pero que no cesa de formular vigorozas demandas de olvidar, de abolir rápidamente lo ocurrido, repudiando así la falta y por consiguiente la ley.

          Quizá por la creciente influencia de ciertas culturas hegemónicas, que prometen soluciones rápidas y que proponen un olvido necio y mezquino, afincado en una moral imperativa que reclama: “Usted debe olvidar”, o por la arrogancia de una farmacología cada vez más endiosada, y siempre dispuesta a recetar la pastilla que borre los recuerdos molestos, pero a costa de desconocer que precisamente, el olvido no es asunto que dependa de la voluntad, que no se puede olvidar por imposición.

          Pareciera haber una prisa que conmina a olvidar por obligación aquello que pasó, como si hubiera la posibilidad de hacer un borrón y cuenta nueva totalmente voluntario por parte del sujeto, que le permitiría suprimir todo enlace con lo acontecido. Una prisa que reclama cerrar rápidamente las heridas y además sin que queden cicatrices, desconociendo que esos costurones, que han de marcar el lugar del dolor en la memoria, son necesarios e ineludibles para poder olvidar.

          Hay en juego allí, un cuestionamiento, una devaluación incesante, una desacreditación del valor del tiempo y de la palabra,  la que circula de una manera que parece dirigida a intentar vaciarla de todo efecto de verdad,  pero que sin embargo no puede evitar que los seres humanos continúen preguntándose angustiadamente acerca del sentido de sus vidas, porque no hay respuesta para ese interrogante en ninguna pastilla.   Considero entonces conveniente, recordar la función de la palabra, la palabra plena, en un tiempo en el cual asistimos a la proliferación de su  constante desvalorización y a un éxito casi total de la palabra vacía.

          Del mismo modo, pienso que es necesario remarcar que esas demandas de olvido forzado, no dejan de producir efectos. Pretender obligar a olvidar, es un modo de ejercer una violencia feroz, ya que precisamente eso, es lo que va a impedir que trabajo de duelo mediante, pueda ser posible olvidar para así poder recordar en lugar de repetir.

          Esa prisa del duelo, entonces, no es gratuita y tiene un costo que se paga en efectivo, cash, con moneda constante y sonante, que tiene en una cara acuñado el rostro del sufrimiento por la vía del silencio o del padecimiento sin fin, inagotable, y en la otra faz, el desgarramiento por la angustia. Modos de nombrar la dificultad que emerge cuando no resulta posible poder producir un tiempo y un espacio en el cual se vayan instalando palabras, historias, tramas, que acoten el horror de lo mortífero.


          En este sentido es importante pensar que la palabra es un acto y también una producción de deseo. Y que cuando ante un trabajo de duelo se impide  poner palabras, llorar, para que lo simbólico logre abrigar, recubrir lo real, lo definitivo, el sujeto queda expuesto a los excesos de las pesadillas y de una violencia salvaje.       

          Allí, no se puede terminar de “matar al muerto” y los vivos no pueden situarse del lado de la vida.



 (1) Trabajo presentado en las Primeras Jornadas Municipales de la Municipalidad de Merlo, en noviembre de 2004
 (2) La expresión matar al muerto está tomada del Diccionario de psicoanálisis, de Laplanche y Pontalis, artículo Duelo

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