Matar al muerto
(Apresurar el duelo. Una peculiar modalidad de la violencia)
Partamos
entonces de delimitar al duelo como la tramitación simbólica de una falta. Ese
trámite simbólico, tiene la particularidad de no estar regido por el tiempo del
almanaque, cronológico, sino por el de la subjetividad; un tiempo lógico,
variable para cada sujeto, en el que se pondrá en juego el intento de efectuar
la inscripción de una pérdida, de acuerdo con la singularidad de cada cual, y
según el modo en que esa falta haya sido anotada.
S. Freud |
Esa manera de ubicar el duelo como un proceso, un trabajo, nos aleja de la idea que tradicionalmente veía en él tan sólo la progresiva y espontánea disminución del dolor provocado, por ejemplo, por la muerte de un ser querido; y en cambio, nos permite situarlo como una operación crucial, estructurante y fundante en la vida psíquica, en tanto que lo que aparece en el horizonte mismo de la existencia humana, lleva las marcas de la privación a la que deberá hacer frente.
J. Lacan |
Expediente
que por otra parte, puede fallar, como se nos muestra frecuentemente en la
clínica, en los llamados duelos patológicos.
La existencia del trabajo de duelo, queda testificada en el desinterés por el mundo exterior que acompaña la pérdida del objeto, donde toda la energía resulta acaparada por el dolor y los recuerdos, hasta que el Yo pueda romper su lazo con lo perdido. Para que tenga lugar este desprendimiento, es necesaria una tarea psíquica de elaboración muy singular en la que se trata, ni más ni menos, que de “matar al muerto”(1).
J. Laplanche |
Muy a grosso
modo, es esto lo que ocurre en un duelo normal, que habrá de permitir que el
sujeto, luego de un cierto tiempo, que será el suyo, y a partir de un distinto
posicionamiento frente a la falta, pueda ir resituándose en los caminos de la
vida, es decir del deseo.
Ahora bien,
cuando el trabajo de duelo no está en relación con el desenlace esperable de
una enfermedad o de la vejez, sino que se trata de una pérdida súbita,
repentina, el modo de tramitación de la falta, seguramente tendrá que transitar
por carriles diferentes.
Allí, ante la
irrupción sorpresiva y brutal de lo real, ante lo traumático que se presenta de
una manera descarnada, al descubierto, sin ninguna veladura, el sujeto se
hallará enfrentado a una dificultad mayor para inaugurar el proceso de
inscripción de la pérdida; y aunque no tenga demasiadas noticias de ello, se
encontrará abocado a una tarea previa, la de ligar las impresiones traumáticas
vividas, insertarlas en una serie psíquica, muchas veces a partir de sueños de
angustia recurrentes o pesadillas que se repiten, y en otras ocasiones a través
de toda una serie de manifestaciones de diverso tipo, desde fenómenos
psicosomáticos hasta adicciones, pasando por gastritis, jaquecas, depresión,
agotamiento etc.., intentos de dar un sentido al sin sentido, y de suturar el
desorden que una pérdida real produce, otorgándole una significación.
Hasta aquí,
lo que podríamos decir que connota el ámbito intimo, subjetivo, en el que se
tramita la simbolización de la falta.
Pero el duelo
se despliega también en un terreno distinto, ligado al otro con un lazo
diferente, en el plano del semejante, ese que aparece como capaz, al menos, de percibir el sufrimiento y
de compartir algo del dolor.
Ese otro
lugar, es el de los ritos funerarios en tanto práctica compartida socialmente;
ritos que no colmarán el vacío de la muerte pero pueden prestar un soporte simbólico
importante, al intento de inscribir la pérdida.
En ese
sentido, los ritos fúnebres han sido y son, actos que van en la vía de una
simbolización del enigma, del agujero abierto por la falta, y que pueden ayudar
a la regulación de la angustia, en la medida que allí también se produce cierta
sanción del inicio de la tramitación de la pérdida, cierto reconocimiento de la
necesariedad lógica de un tiempo para el duelo.
En la
actualidad, sin embargo, pareciera que nos encontraramos viviendo en una época
anestesiada frente al dolor, a veces casi sin poder ni siquiera reconocerlo,
tal vez por no poder soportarlo, pero que no cesa de formular vigorozas
demandas de olvidar, de abolir rápidamente lo ocurrido, repudiando así la falta
y por consiguiente la ley.
Quizá por la
creciente influencia de ciertas culturas hegemónicas, que prometen soluciones
rápidas y que proponen un olvido necio y mezquino,
afincado en una moral imperativa que reclama: “Usted debe olvidar”, o por la arrogancia de una farmacología cada vez más
endiosada, y siempre dispuesta a recetar la pastilla que borre los recuerdos
molestos, pero a costa de desconocer que precisamente, el olvido no es asunto
que dependa de la voluntad, que no se puede olvidar por imposición.
Pareciera
haber una prisa que conmina a olvidar por obligación aquello que pasó, como si
hubiera la posibilidad de hacer un borrón y cuenta nueva totalmente voluntario
por parte del sujeto, que le permitiría suprimir todo enlace con lo acontecido.
Una prisa que reclama cerrar rápidamente las heridas y además sin que queden
cicatrices, desconociendo que esos costurones, que han de marcar el lugar del
dolor en la memoria, son necesarios e ineludibles para poder olvidar.
Hay en juego
allí, un cuestionamiento, una devaluación incesante, una desacreditación del
valor del tiempo y de la palabra, la que
circula de una manera que parece dirigida a intentar vaciarla de todo efecto de
verdad, pero que sin embargo no puede
evitar que los seres humanos continúen preguntándose angustiadamente acerca del
sentido de sus vidas, porque no hay respuesta para ese interrogante en ninguna
pastilla. Considero entonces
conveniente, recordar la función de la palabra, la palabra plena, en un tiempo
en el cual asistimos a la proliferación de su
constante desvalorización y a un éxito casi total de la palabra vacía.
Del mismo
modo, pienso que es necesario remarcar que esas demandas de olvido forzado, no
dejan de producir efectos. Pretender obligar a olvidar, es un modo de ejercer
una violencia feroz, ya que precisamente eso, es lo que va a impedir que
trabajo de duelo mediante, pueda ser posible olvidar para así poder recordar en
lugar de repetir.
Esa prisa del duelo, entonces, no es gratuita y
tiene un costo que se paga en efectivo, cash, con moneda constante y sonante,
que tiene en una cara acuñado el rostro del sufrimiento por la vía del silencio
o del padecimiento sin fin, inagotable, y en la otra faz, el desgarramiento por
la angustia. Modos de nombrar la dificultad que emerge cuando no resulta
posible poder producir un tiempo y un espacio en el cual se vayan instalando
palabras, historias, tramas, que acoten el horror de lo mortífero.
En
este sentido es importante pensar que la palabra es un acto y también una
producción de deseo. Y que cuando ante un
trabajo de duelo se impide poner
palabras, llorar, para que lo simbólico logre abrigar, recubrir lo real, lo
definitivo, el sujeto queda expuesto a los excesos de las pesadillas y de una
violencia salvaje.
Allí, no se puede terminar de “matar al muerto” y los vivos no pueden situarse
del lado de la vida.
(1) Trabajo presentado en las Primeras Jornadas Municipales de la Municipalidad de Merlo, en noviembre de 2004
(2) La expresión matar al muerto está tomada del Diccionario de psicoanálisis, de Laplanche y Pontalis, artículo Duelo
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