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domingo, 11 de enero de 2015

El comité de los conjurados. Rolando Ugena



De “Galileo Galilei”, de Bertold Brech

22 de junio de 1633: Galileo Galilei, revoca ante la 
Inquisición su teoría del movimiento de la Tierra

...Andrea -¡Desgraciada es la tierra que no tiene héroes!...
...Galilei.- No. Desgraciada es la tierra que necesita héroes. (1)
Galileo Galilei

 “Todo retorno a Freud que de materia a una enseñanza digna de ese nombre se producirá únicamente por la vía por la que la verdad más escondida se manifiesta en las revoluciones de la cultura. Esta vía es la única formación que podemos pretender transmitir a aquellos que nos siguen. Se llama: un estilo.”
Estas palabras que cierran el escrito “El psicoanálisis y su enseñanza”, son también las que cavan un curso, un surco: el del retorno a Freud, designio que tomaba su sentido de lo que para Lacan no eran sino inauditas inversiones de la experiencia analítica; retorno a Freud, que era igualmente una consigna, la cual lejos de aferrarse a la proposición de un ideal regreso a las fuentes, proponía “repensar a Freud”. Es su “método”(2) todo un estilo, que más que remitir a alguna originalidad, es portador de sujeto(3), y propone establecer los mojones de una política no negociable: examinar una producción difícil de catalogar y notablemente atravesada por textos que pasan la espinosa prueba de la “disciplina del comentario”, no solamente para resituarla en el contexto de una época, sino “para medir si la respuesta que aporta a las preguntas que plantea ha sido o no rebasada por la respuesta que se encuentra en ella a las preguntas de lo actual”(4)  
Actualidad de la escritura de Freud, en la cual las circunstancias biográficas más íntimas, los singulares recortes de historiales de casos (incluso fracasados), las interpretaciones de cosmovisiones filosóficas y creaciones artísticas, las investigaciones sobre los sueños, las masas, los chistes, el totemismo, las torpezas cotidianas, las novelas históricas, el comunismo, etc. son hilos que entretejen una hipótesis y no mera ilustración. Obra freudiana cuyos pasos no obedecen menos a una implacable preocupación por el rigor, como a la inquietud de preservar su  doctrina de derivas perjudiciales.
          Fue tal vez entonces que movido por tal aspiración, otorgó en 1912 su cheque en blanco(5) a Ernst Jones, para conformar esa especie de comité clandestino que a la manera de los caballeros de la Mesa Redonda, selló su alianza con la entrega de Freud a Abraham, Sachs, Rank, Ferenczi, von Freund y Eitingon de una piedra preciosa grabada con un motivo griego para montar en un anillo de oro, que nominaba así a los fieles devotos.
Georg Christoph Lichtenberg
           Pero como reza el chiste de Lichtenberg que releva Freud, “no se puede llevar la antorcha de la verdad a través de la multitud sin chamuscar alguna barba»(6). Así, el romántico círculo, antes de disolverse en 1927, no tardó en resultar perforado por los aprietos que procuraba evitar: entre los discípulos judíos y Jones, que no lo era; entre austríacos y berlineses; entre renovadores y ortodoxos; entre aquellos que proponían expandirse hacia EE.UU. y quienes planteaban replegarse en Europa; entre aquellos que rechazaban el acceso a la práctica a los analistas homosexuales y los que no lo hacían.
Freud lo quiso así(7). Tal vez porque la quimera de una fundación originaria, no depende solamente de la desaparición acechada por los hijos, sino también de un padre que planea y calcula su final.
Algo de esa verdad escondida, puede leerse en “Tema del traidor y del héroe”, de Jorge Luis Borges(8).
J.L. Bórges
Allí, Borges relata una historia a la cual le faltan, dice, “pormenores, rectificaciones, ajustes”, con zonas que al momento de escribirla, aún no le habían sido reveladas.
Habiéndola imaginado bajo el “influjo” de Chesterton y Leibniz, ubica la acción en un “país oprimido y tenaz”, que tanto puede ser Polonia o Venecia, como algún país sudamericano o de los Balcanes, aunque para “comodidad narrativa” (¡!) la sitúa en Irlanda, a comienzo del siglo XIX, en 1824.
El narrador del relato es Rayn, joven que al aproximarse la fecha del centenario de la muerte, se halla dedicado a la redacción de la biografía de su bisabuelo, Fergus Kilpatrick, un heroico capitán de conspiradores, quien murió asesinado en un teatro, en “la víspera de la rebelión victoriosa que había premeditado y soñado”.
Rayn, inquieto por las circunstancias jamás esclarecidas del crimen, se entera que cuando los seguidores examinaron el cadáver del héroe, “hallaron una carta cerrada que le advertía el riesgo de concurrir al teatro esa noche”, suceso que indujo al joven a suponer que se repetían remotos hechos históricos, como cuando Julio César, “al encaminarse al lugar donde lo aguardaban los puñales de sus amigos”, recibiera un escrito en el cual “iba declarada la traición, con los nombres de los traidores”, que no alcanzó a leer.
En los laberintos circulares de su investigación, se topa no sólo con que esa historia copiaba la historia, sino que también copiaba la literatura. Pasmado, encuentra que palabras prefiguradas por Shakespeare en Macbeth, son las que un mendigo pronuncia en una conversación con su bisabuelo el día de su muerte. También, que un antiguo compañero del héroe, James Nolan, había traducido dramas de Shakespeare, entre ellos, Julio César, y además había escrito un artículo sobre los “Festspiele de Suiza, vastas y errantes representaciones teatrales, que requieren miles de actores y reiteran episodios históricos en las mismas ciudades y montañas donde ocurrieron”.
¿Qué había acontecido? El enigma solo logra ser descifrado por Rayn, cuando halla un documento que revela que días antes del fin, su bisabuelo, presidiendo el último cónclave, “había firmado la sentencia de muerte de un traidor, cuyo nombre había sido borrado”. En ese país, maduro para la rebelión, algo fallaba siempre: había un traidor. Kilpatrick había encomendado a Nolan que investigara y éste ejecutó su tarea. Se reunieron los conspiradores y en pleno cónclave Nolan “demostró con pruebas irrefutables que el traidor era el mismo Kilpatrick. Los conjurados condenaron a muerte a su presidente”, quien firmó su propia sentencia, implorando que “su castigo no perjudicara a la patria”, que lo idolatraba.
          Dado que la más tenue sospecha hubiera comprometido la rebelión, Nolan propuso que el condenado muriera a manos de un asesino desconocido, en circunstancias deliberadamente dramáticas, que se grabarían en la imaginación popular apresurando la rebelión. “Kilpatrick juró colaborar en este proyecto, que le daba ocasión de redimirse y rubricaría su muerte”.
          La pública y secreta representación” prefijada para reflejar la gloria, duró días y noches. Kilpatrick “discutió, obró, rezó, reprobó, pronunció palabras patéticas”, y una horda de actores colaboraron con él. Arrebatado por ese destino que lo redimía y que lo perdía, “más de una vez enriqueció con actos y palabras improvisadas el texto de su juez”. Así fue desplegándose el drama, hasta queel balazo anhelado entró en el pecho del traidor y del héroe” quien, desangrándose, apenas pudo articular algunas de las palabras previstas.
          Seguramente impresionado y apasionado por el relato borgiano del traidor que va al encuentro de su destino, no sin haber hecho recaer la culpa sobre los otros para pasar a la posteridad como un héroe, Bernardo Bertolucci, decidió llevarlo a la pantalla. Situando la trama en Italia, sustituyendo a los nacionalistas irlandeses por partisanos italianos de la Segunda Guerra, pero manteniendo la base del relato, el creador de Novecento, El último tango en París, y El conformista, filmó en 1969, La estrategia de la araña.
Bernardo Bertolucci
          A fines de los `60, Athos Magnani, hijo de un héroe de la lucha antifascista de igual nombre asesinado en 1936, llega a un pueblo italiano. Allí, pese a que nunca se identificó al criminal, siempre se creyó que los asesinos fueron los fascistas, cuyo jefe local aún vive. Athos recibe presiones para marcharse, incluso es golpeado, lo que refuerza su interés por averiguar quién mató a su padre, tarea en la que es ayudado por la que un día fue amante del héroe, hasta que el jefe fascista termina por decirle que "desgraciadamente" ellos no fueron quienes mataron a su padre, pero que no quiere que se resucite el tema porque siempre lo culparán a él.
          Para Athos algunas cosas no encajan; a su padre se le encontró, luego de muerto, una carta sin abrir que decía que le matarían; también una gitana se lo había profetizado y finalmente, su muerte fue pública y espectacular, asesinado a tiros en el teatro local durante una representación de "Rigoletto" de Verdi, al final del acto I, cuando Rigoletto exclama "Ah, la maledizione".
          Tres amigos del muerto se ponen en contacto con Athos, y le develan que en 1936, cuando Mussolini planeaba visitar el pueblo para inaugurar el teatro, Athos padre había propuesto aprovechar el acto para matarlo desde el escenario, infiltrándose entre los extras. Pero pensando que el disparo no era infalible, consideró mejor ponerle una bomba. Cuando la estaban preparando, y pese a que sólo ellos cuatro conocían el secreto, la policía los descubrió y los detuvo. Dado que no confesaron nada, quedaron libres por falta de pruebas.
          Esa coincidencia entre el escenario previsto para matar a Mussolini y lo ocurrido en la muerte de su padre, así como que el plan sólo lo sabían él y sus tres amigos, no resulta creíble para Athos, quien concluye que fueron ellos quienes lo mataron. ¿Por qué? Ellos mismos se lo relatan: su padre era un traidor, él los había denunciado. Pero esa traición no se podía descubrir sin que cundiera el desánimo entre los seguidores de la causa. Así, mejor que muriera como un héroe, su recuerdo sería imborrable y daría fuerza a los antifascistas para seguir luchando.
          Ante esa confesión, Athos vacila entre revelar la verdad o callar, pero testigo de la veneración que sigue despertando su padre a los ojos de los otros, las estatuas, y placas conmemorativas que lo reverencian, decide  correr la cortina de la historia.
          De Lacan a Freud, de Borges a Bertolucci, “eso” se transmite; una experiencia se renueva y sobreviene un nuevo discurso. No al modo de la comunicación, ni de una antorcha sagrada que pasa de generación en generación, de la mano del decano al iniciado, prescribiendo ritos y reglas, nominando puros e impuros, sino como experiencia que depende del deseo, y en la cual la transferencia está en el centro.
          La transmisión del psicoanálisis, no reside en propagar conceptos de una mano a otra, ni en guardar fidelidad al padre; no se trata de volver a Freud para imitarlo, sino para hacer posible un nuevo acto, el acto de la transferencia, la cual en su traza de ficción se trama buscando causas.
          Es que “el analista se distingue en que hace de una función que es común a todos los hombres, un uso que no está al alcance de todo el mundo cuando porta la palabra”(9).




1. Bertold Brecht, “Galileo Galilei”, Ediciones Losange, 1956, páginas 59 y 60


2 J. Lacan, Seminario “El objeto del psicoanálisis”, seminario del 1 de junio de 1966


3 La expresión es de Juan D. Nasio, ver “La voz y la interpretación”, Editorial Nueva Visión, 1987.


4 J. Lacan, Escritos, “La cosa freudiana o sentido del retorno a Freud en psicoanálisis, Siglo XXI Editores, 1980.


5 J. Lacan, Proposición del 9 de octubre de 1967 sobre el psicoanalista de la Escuela, en Momentos cruciales de la experiencia analítica. Manantial,  1987.


6 S. Freud, El chiste y su relación con lo inconsciente 1905, Parte analítica, La técnica del chiste, Amorrortu , Volumen 8.


7 Idem nota 4.


8 Jorge Luis Borges, Ficciones.

9 J. Lacan, Escritos, Variantes de la cura tipo, Siglo XXI Editores, 1980

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