De “Galileo
Galilei”, de Bertold Brech
22 de junio de 1633: Galileo Galilei, revoca ante la
Inquisición su teoría del movimiento de la Tierra
...Andrea
-¡Desgraciada es la tierra que no tiene héroes!...
...Galilei.-
No. Desgraciada es la tierra que necesita héroes. (1)
Galileo Galilei |
“Todo retorno a
Freud que de materia a una enseñanza digna de ese nombre se producirá
únicamente por la vía por la que la verdad más escondida se manifiesta en las
revoluciones de la
cultura. Esta vía es la única formación que podemos pretender
transmitir a aquellos que nos siguen. Se llama: un estilo.”
Estas palabras que cierran el escrito “El psicoanálisis y su enseñanza”, son también las que cavan un
curso, un surco: el del retorno a Freud,
designio que tomaba su sentido de lo que para Lacan no eran sino inauditas
inversiones de la experiencia analítica; retorno
a Freud, que era igualmente una consigna, la cual lejos de aferrarse a la
proposición de un ideal regreso a las fuentes, proponía “repensar a Freud”. Es su “método”(2)
todo un estilo, que más que remitir a alguna originalidad, es portador de sujeto(3),
y propone establecer los mojones de una política
no negociable: examinar una producción difícil de catalogar y notablemente
atravesada por textos que pasan la espinosa prueba de
la “disciplina del comentario”, no
solamente para resituarla en el contexto de una época, sino “para medir si la respuesta que aporta a las
preguntas que plantea ha sido o no rebasada por la respuesta que se encuentra
en ella a las preguntas de lo actual”(4)
Actualidad de la escritura de Freud, en
la cual las circunstancias biográficas más íntimas, los singulares recortes de
historiales de casos (incluso fracasados), las interpretaciones de
cosmovisiones filosóficas y creaciones artísticas, las investigaciones sobre
los sueños, las masas, los chistes, el totemismo, las torpezas cotidianas, las
novelas históricas, el comunismo, etc. son hilos que entretejen una hipótesis y
no mera ilustración. Obra
freudiana cuyos pasos no obedecen menos a una implacable preocupación por el
rigor, como a la inquietud de preservar su doctrina de derivas perjudiciales.
Fue tal vez entonces que movido por
tal aspiración, otorgó en 1912 su cheque
en blanco(5) a Ernst Jones, para conformar
esa especie de comité clandestino que a la manera de los caballeros de la Mesa Redonda, selló
su alianza con la entrega de Freud a Abraham, Sachs, Rank, Ferenczi, von Freund
y Eitingon de una piedra preciosa grabada con un motivo griego para montar en
un anillo de oro, que nominaba así a los fieles devotos.
Georg Christoph Lichtenberg |
Pero como reza el chiste de
Lichtenberg que releva Freud, “no se
puede llevar la antorcha de la verdad a través de la multitud sin chamuscar
alguna barba»(6).
Así, el romántico círculo, antes de disolverse en 1927, no tardó en resultar
perforado por los aprietos que procuraba evitar: entre los discípulos judíos y
Jones, que no lo era; entre austríacos y berlineses; entre renovadores y
ortodoxos; entre aquellos que proponían expandirse hacia EE.UU. y quienes
planteaban replegarse en Europa; entre aquellos que rechazaban el acceso a la
práctica a los analistas homosexuales y los que no lo hacían.
“Freud lo quiso así”(7).
Tal vez porque la quimera de una fundación originaria, no depende solamente de
la desaparición acechada por los hijos, sino también de un padre que planea y
calcula su final.
Algo de esa verdad escondida, puede leerse en “Tema del traidor y del héroe”, de Jorge Luis Borges(8).
J.L. Bórges |
Allí, Borges relata una historia a la cual le faltan, dice, “pormenores,
rectificaciones, ajustes”,
con zonas que al momento de escribirla, aún no le habían sido reveladas.
Habiéndola imaginado
bajo el “influjo” de Chesterton y Leibniz, ubica la acción en un “país oprimido y tenaz”, que tanto puede
ser Polonia o Venecia, como algún país sudamericano o de los Balcanes, aunque
para “comodidad narrativa” (¡!) la
sitúa en Irlanda, a comienzo del siglo XIX, en 1824.
El
narrador del relato es Rayn, joven que al aproximarse la fecha del centenario
de la muerte, se halla dedicado a la redacción de la biografía de su bisabuelo,
Fergus Kilpatrick, un heroico capitán de conspiradores, quien murió asesinado
en un teatro, en “la víspera de la
rebelión victoriosa que había premeditado y soñado”.
Rayn,
inquieto por las circunstancias jamás esclarecidas del crimen, se entera que
cuando los seguidores examinaron el cadáver del héroe, “hallaron una carta cerrada que le advertía el riesgo de concurrir al
teatro esa noche”, suceso que indujo al joven a suponer que se repetían
remotos hechos históricos, como cuando Julio César, “al encaminarse al lugar donde lo aguardaban los puñales de sus amigos”,
recibiera un escrito en el cual “iba
declarada la traición, con los nombres de los traidores”, que no alcanzó a
leer.
En los
laberintos circulares de su investigación, se topa no sólo con que esa historia
copiaba la historia, sino que también copiaba la literatura. Pasmado,
encuentra que palabras prefiguradas por Shakespeare en Macbeth, son las que un
mendigo pronuncia en una conversación con su bisabuelo el día de su muerte. También, que un antiguo compañero del
héroe, James Nolan, había traducido dramas de Shakespeare, entre ellos, Julio
César, y además había escrito un artículo sobre los “Festspiele de Suiza, vastas y errantes representaciones
teatrales, que requieren miles de actores y reiteran episodios históricos en
las mismas ciudades y montañas donde ocurrieron”.
¿Qué había
acontecido? El enigma solo logra ser descifrado por Rayn, cuando halla un
documento que revela que días antes del fin, su bisabuelo, presidiendo el
último cónclave, “había firmado la
sentencia de muerte de un traidor, cuyo nombre había sido borrado”. En ese
país, maduro para la rebelión, algo fallaba siempre: había un traidor.
Kilpatrick había encomendado a Nolan que investigara y éste ejecutó su tarea.
Se reunieron los conspiradores y en pleno cónclave Nolan “demostró con pruebas irrefutables que el traidor era el mismo
Kilpatrick. Los conjurados condenaron
a muerte a su presidente”, quien firmó su propia sentencia, implorando que
“su castigo no perjudicara a la patria”,
que lo idolatraba.
Dado que la más tenue sospecha hubiera
comprometido la rebelión, Nolan propuso que el condenado muriera a manos de un
asesino desconocido, en circunstancias deliberadamente dramáticas, que se
grabarían en la imaginación popular apresurando la rebelión. “Kilpatrick juró colaborar en este proyecto,
que le daba ocasión de redimirse y rubricaría su muerte”.
“La
pública y secreta representación” prefijada para reflejar la gloria, duró
días y noches. Kilpatrick “discutió,
obró, rezó, reprobó, pronunció palabras patéticas”, y una horda de actores
colaboraron con él. Arrebatado por ese destino que lo redimía y que lo perdía,
“más de una vez enriqueció con actos y
palabras improvisadas el texto de su juez”. Así fue desplegándose el drama,
hasta que “el balazo anhelado entró en el pecho del traidor y del
héroe” quien, desangrándose, apenas pudo articular algunas de las palabras
previstas.
Seguramente
impresionado y apasionado por el relato borgiano del traidor que va al
encuentro de su destino, no sin haber hecho recaer la culpa sobre los otros
para pasar a la posteridad como un héroe, Bernardo Bertolucci, decidió llevarlo
a la pantalla.
Situando la trama en Italia, sustituyendo a los nacionalistas
irlandeses por partisanos italianos de la Segunda Guerra,
pero manteniendo la base del relato, el creador de Novecento, El último tango en París, y El conformista, filmó en
1969, La estrategia de la araña.
Bernardo Bertolucci |
A fines de los `60, Athos Magnani,
hijo de un héroe de la lucha antifascista de igual nombre asesinado en 1936,
llega a un pueblo italiano. Allí, pese a que nunca se identificó al criminal,
siempre se creyó que los asesinos fueron los fascistas, cuyo jefe local aún
vive. Athos recibe presiones para marcharse, incluso es golpeado, lo que
refuerza su interés por averiguar quién mató a su padre, tarea en la que es
ayudado por la que un día fue amante del héroe, hasta que el jefe fascista
termina por decirle que "desgraciadamente" ellos no fueron quienes
mataron a su padre, pero que no quiere que se resucite el tema porque siempre
lo culparán a él.
Para Athos algunas cosas no encajan; a
su padre se le encontró, luego de muerto, una carta sin abrir que decía que le
matarían; también una gitana se lo había profetizado y finalmente, su muerte
fue pública y espectacular, asesinado a tiros en el teatro local durante una
representación de "Rigoletto"
de Verdi, al final del acto I, cuando Rigoletto exclama "Ah, la maledizione".
Tres amigos del muerto se ponen en
contacto con Athos, y le develan que en 1936, cuando Mussolini planeaba visitar
el pueblo para inaugurar el teatro, Athos padre había propuesto aprovechar el
acto para matarlo desde el escenario, infiltrándose entre los extras. Pero
pensando que el disparo no era infalible, consideró mejor ponerle una bomba.
Cuando la estaban preparando, y pese a que sólo ellos cuatro conocían el
secreto, la policía los descubrió y los detuvo. Dado que no confesaron nada,
quedaron libres por falta de pruebas.
Esa coincidencia entre el escenario
previsto para matar a Mussolini y lo ocurrido en la muerte de su padre, así
como que el plan sólo lo sabían él y sus tres amigos, no resulta creíble para
Athos, quien concluye que fueron ellos quienes lo mataron. ¿Por qué? Ellos mismos
se lo relatan: su padre era un traidor, él los había denunciado. Pero esa
traición no se podía descubrir sin que cundiera el desánimo entre los
seguidores de la causa. Así,
mejor que muriera como un héroe, su recuerdo sería imborrable y daría fuerza a
los antifascistas para seguir luchando.
Ante esa confesión, Athos vacila entre
revelar la verdad o callar, pero testigo de la veneración que sigue despertando
su padre a los ojos de los otros, las estatuas, y placas conmemorativas que lo
reverencian, decide correr la cortina de
la historia.
De Lacan a Freud, de Borges a
Bertolucci, “eso” se transmite; una experiencia se renueva y sobreviene un
nuevo discurso. No al modo de la comunicación, ni de una antorcha sagrada que
pasa de generación en
generación, de la mano del decano al iniciado, prescribiendo ritos y reglas, nominando puros e
impuros, sino como experiencia que depende del deseo, y en la cual la
transferencia está en el centro.
La transmisión del psicoanálisis, no
reside en propagar conceptos de una mano a otra, ni en guardar fidelidad al
padre; no se trata de volver
a Freud para imitarlo, sino para hacer posible un nuevo acto, el acto de
la transferencia, la cual en su traza de ficción se trama buscando causas.
Es que “el analista se distingue en que hace de una función que es común a
todos los hombres, un uso que no está al alcance de todo el mundo cuando porta
la palabra”(9).
1. Bertold Brecht, “Galileo
Galilei”, Ediciones Losange, 1956, páginas 59 y 60
2 J. Lacan, Seminario “El
objeto del psicoanálisis”, seminario del 1 de junio de 1966
3 La expresión es de Juan D.
Nasio, ver “La voz y la interpretación”, Editorial Nueva Visión, 1987.
4 J. Lacan, Escritos, “La
cosa freudiana o sentido del retorno a Freud en psicoanálisis, Siglo XXI
Editores, 1980.
5 J. Lacan, Proposición del 9
de octubre de 1967 sobre el psicoanalista de la Escuela, en Momentos
cruciales de la experiencia analítica. Manantial, 1987.
6 S. Freud, El chiste y su
relación con lo inconsciente 1905, Parte analítica, La técnica del chiste,
Amorrortu , Volumen 8.
7 Idem nota 4.
8 Jorge Luis Borges,
Ficciones.
9 J. Lacan, Escritos,
Variantes de la cura tipo, Siglo XXI Editores, 1980
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